CAPÍTULO 45
—Clyde, gracias de veras por llamar a Washington —dijo la voz de Marcus Berry, que sonaba hueca y distante. Clyde apretó un poco más el teléfono contra el oído. Estaba en ultramarinos Hy-Vee, en el norte de Nishnabotna, justo al lado de la barra donde todos los viejos se reunían por la mañana para tomar el desayuno especial de noventa y nueve centavos. Habían interrumpido su charla sobre política en cuanto Clyde había llegado en su unidad, salido del frío con su uniforme de ayudante del sheriff. Tras pedir una taza de café, se plantó junto al teléfono y, a las seis y media de la mañana en punto, llamó a cobro revertido a Washington.
Pero en aquel momento la charla se había reiniciado y Clyde tenía problemas para oír a la persona que estaba al otro lado de la línea. Pulsó el botón de acero del teléfono que subía el volumen, que en aquel local era muy popular, y oyó sillas moviéndose y papeles.
—Lamento poner el altavoz —dijo Berry.
—¿El altavoz?
—Te tengo en manos libres.
Clyde dijo:
—He oído hablar de eso.
—¿Te pillo en buen momento? ¿O…?
—Como cualquier otro —dijo Clyde—. Acabo de terminar el turno de noche. Así que estoy bien descansado.
—Vale, bien, sólo queríamos repasar unos detalles —dijo Berry, moviendo papeles y sin darse cuenta de que Clyde acababa de hacer un chiste. Clyde estaba un poco molesto, pero oyó risas de fondo y una voz apagada que interrumpía a Berry y le decía algo.
—Oh, lo siento, ¡se me ha pasado por completo! —dijo Berry—. Sí, bien, esperamos encontrarte un trabajo que no sea tan tranquilo. Por cierto, envié tu solicitud a través de los canales adecuados, por lo que es posible que pronto tengas noticias de la oficina regional.
—Te lo agradezco —dijo Clyde. Así que el propósito de esa llamada no era hablar de su solicitud de trabajo, sino de su informe. Qué sorpresa.
—Recogiste material muy interesante, Clyde —dijo Berry. Hablaba lentamente, con largas pausas, moviendo papeles continuamente—. Tu identificación de Abdul al-Turki es la comidilla de la división de contraespionaje. Toda una victoria. Felicidades.
—Bien, gracias —dijo Clyde—. La clave fueron las orejas de coliflor. Bueno, no sé mucho sobre leyes de inmigración… Por eso recurrí a vosotros. ¿Podemos arrestarle?
—¿Disculpa? —dijo Berry tras una larga pausa.
—Podemos demostrar que es iraquí. Pero está aquí con pasaporte jordano, con nombre falso. Por tanto, ¿podemos arrestarle amparándonos en las leyes de inmigración?
Berry parecía desconcertado e inseguro. La voz apagada de fondo volvió a decir algo.
—Es una buena pregunta, Clyde —dijo Berry, como un profesor que felicita a un alumno de segundo de primaria—. No es que yo sepa mucho sobre leyes de inmigración.
Lo que pareció zanjar la cuestión, a menos en lo que a Berry se refería.
—He estado haciendo algunas horas extra —dijo Clyde—. Los vecinos de enfrente de esos tres tipos, los del otro lado de la calle, son los cuñados de unos amigos de los vecinos de mi hermana. Así que me dieron permiso para usar una habitación vacía y vigilar la casa durante un día. —No comentó que durante todo ese tiempo había estado con Maggie—. Anoté la matrícula de sus dos vehículos… los de los cristales tintados… y las comprobé. Uno está a nombre de un estudiante graduado iraquí de la zona que lleva un par de años aquí. El Escort lo compraron en un concesionario de coches usados de Davenport, a finales de julio. El vendedor dice que pagaron en efectivo. En aquel entonces los cristales no eran tintados… Parece que eso lo añadieron posteriormente. Podríamos pillarlos por una pequeña infracción… Hay límites para lo oscuras que pueden ser las ventanillas.
Otra conversación apagada en Washington.
—Discúlpame, Clyde, pero no estoy seguro de entender lo de las ventanillas —dijo Berry—. Los estás acusando de producir armas biológicas, ¿cierto?
—No los acuso. Sospecho de ellos —dijo Clyde.
—Entonces, ¿por qué quieres incordiarlos con que las ventanillas son demasiado oscuras?
Clyde se sorprendió de que Berry planteara la pregunta.
—Si podemos detenerlos por una pequeña infracción, tendríamos causa probable para registrar el vehículo y encontrar pruebas de crímenes más graves… digamos que armas o algo similar.
—¿Y luego qué? —dijo Berry, haciéndose el tonto.
—Bien, luego podemos arrestarlos por eso y quizás incluso echarlos del país.
—Ah, ya comprendo —dijo Berry, aparentemente considerándolo una forma de pensar novedosa e interesante. Reflexionó un minuto—. Pero ¿qué descubrimos si hacemos algo así?
—¿Disculpa? —dijo Clyde, metiéndose el dedo en el oído libre e inclinándose tanto que con la frente tocó el acero frío del teléfono.
—¿Qué descubrimos? Ya sabemos que viajan con identidad falsa. Y podemos estar seguros de que tienen armas, probablemente ilegales. Si los arrestamos por alguna de esas cosas y los echamos del país no descubrimos nada nuevo.
Clyde se quedó sin palabras. Nunca antes había oído a nadie describir el trabajo policial como un proceso educativo. Pero quizás en el FBI fuese diferente. Decidió probar otra vía.
—¿Qué hay de la FCC? —dijo.
—¿Te refieres a la Comisión Federal de Comunicaciones?
—Sí.
—¿Qué pasa con ellos?
—Bien, las transmisiones de radio de esa casa crean interferencias hasta en las tostadoras de los vecinos —dijo Clyde—. Está claro que eso es una violación de las normas de la FCC.
La voz apagada le dijo algo a Berry; Clyde descifró las palabras «frecuencias militares iraquíes».
—Saben que sus líneas telefónicas no son seguras —dijo Berry—, y no son estúpidos, por lo que están empleando… frecuencias que no se deberían usar en este país.
—Bien, no sé nada sobre esas leyes —dijo Clyde—, pero alguien en Washington debe conocerlas. Seguro que están violando alguna. Debería ser posible obtener una orden de registro que nos permita entrar en la casa.
—Debo decir que no acabo de comprender tu estrategia, Clyde —dijo Berry—. Se trata de delitos leves. También podríamos ponerles multas de tráfico, ¿no?
Clyde no podía creer que Berry no lo comprendiese. Era el procedimiento policial más simple: servirse de pequeños delitos para ir subiendo hasta lo importante.
Un comentario anterior de Berry estalló al fin, como un petardo con una mecha demasiado larga.
—¿Dices que saben que sus líneas no son seguras?
—Sí.
—Bien, ¿lo son o no?
—¿A qué te refieres?
—¿Ya les habéis pinchado el teléfono?
—Clyde, no puedo comentar esos detalles por teléfono.
A Clyde le sonó a respuesta afirmativa.
—Estupendo —dijo—. ¿Cómo obtuvisteis la orden judicial?
—¿Disculpa?
—Para obtener la orden judicial para pinchar el teléfono tuvisteis que presentar alguna prueba. ¿Qué sabéis?
—Lo que sabemos es que apestan —dijo Berry, riendo—. Escucha, Clyde, vamos cortos de tiempo y tenemos que avanzar rápido.
—¿Avanzar?
—¿Qué nos puedes contar de tu amigo Fazoul?
Aquello pilló por sorpresa a Clyde, que dudó un segundo.
—Oh, bien, no sé. No es árabe. No le importan mucho los árabes.
—Lo sabemos.
—Parece que se le da muy bien la tecnología. Se mantiene en contacto con otros miembros de su grupo étnico.
Por alguna razón, ese comentario hizo que Berry y el otro hombre se riesen como unos tontos.
—Hace unos meses, participaste en un ceremonia en el parque, con Fazoul y sus colegas —dijo Berry una vez tranquilizado—. ¿De qué se trataba?
—Oh, era una fiesta tradicional para celebrar el nacimiento de un hijo varón —dijo Clyde—. Al hijo le pusieron mi nombre y el de otros tipos.
—¿Le puso a su hijo —dijo Berry, aparentemente apuntándolo— el nombre de más de una persona?
—Bien, para empezar, todos se llaman Mohammed —dijo Clyde—. Y luego el chico lleva otros nombres, supongo que para distinguirle de los otros Mohammed.
—¿Cuáles son esos nombres?
Clyde no lograba entender qué tenía que ver aquello con la producción de armas biológicas iraquíes. Pero respondió.
—Khalid, que es como pronuncian mi nombre.
Otra conversación apagada.
—Clyde, no es por quitarte la ilusión, pero Khalid es un nombre muy habitual entre los musulmanes. Khalid fue un gran general islámico… le llaman la Espada de la Fe. Así que muchos musulmanes, sobre todo si tienen inclinaciones revolucionarias, llaman Khalid a sus hijos.
Clyde no dijo nada, pero se lo tomó a mal. Sabía perfectamente lo de la Espada de la Fe. El hecho de que hubiese existido un Khalid real no significaba que Fazoul no hubiese escogido el nombre porque se pareciera a Clyde.
—¿Algún otro nombre? —dijo Berry.
—Sí. El nombre de otro tipo. A… algo.
—Clyde, ¿hay alguna posibilidad de que el nombre sea Ayubanov?
—Sí. Eso es.
—¿Eso es?
—Sí.
—¿Seguro?
—Sí. Pero el tal Ayubanov no estaba presente.
Más risas bobas de Berry y su compañero anónimo. Se reían en los momentos más raros.
—Así que tenían una imagen suya en representación —dijo Clyde.
La risa se cortó de inmediato y fue reemplazada por un largo silencio.
—¿La viste?
—Sí.
—Cuando dices imagen supongo que quieres decir fotografía, ¿sí?
—Sí. Una instantánea en color.
—¿Has visto una fotografía de Mohammed Ayubanov? —dijo Berry.
—Eso parece.
—Vale, pronto enviaremos aun dibujante de Chicago —dijo Berry después de consultarlo con su amigo—. Y, mientras tanto, ¿puedes describirnos a ese hombre? ¿Tenía algún rasgo característico, algún detalle físico llamativo?
—Bueno, pues es alto, de piel morena y con aspecto de ser de Oriente Medio —lo describió Clyde.
—¿De qué color tiene los ojos Ayubanov? —dijo Berry.
—Disculpa —dijo Clyde—, me llega una llamada de la central.
—¿De qué color tiene los ojos Ayubanov? —repitió Berry.
—Lo siento, chicos, pero el deber me llama. Hablaremos pronto —dijo Clyde y colgó.
Todos le miraban interesados. Tan pronto como se dio la vuelta, veinte dentaduras mordieron otros tantos desayunos especiales de noventa y nueve centavos y todos retomaron la conversación. Clyde fue lentamente hasta su vehículo y se quedó sentado al volante unos diez minutos, mirando los maizales llenos de rastrojos helados.
La conversación había sido tan extraña que apenas sabía por dónde agarrarla.
Intentaban transmitirle un mensaje. No podían decirle directamente lo que querían, por la razón que fuese, y por tanto lo intentaban indirectamente.
Había considerado dos posibilidades. Que le creyesen, en cuyo caso los refuerzos llegarían pronto, o que lo tomaran por imbécil, en cuyo caso pasarían de él. Pero en lugar de eso el mensaje parecía ser: «Te creemos, pero estás solo.» Y había otro detalle, respecto a su forma de pensar.
—No son policías —dijo en voz alta.
En la calle, alguien pasó un semáforo en el último momento, cuando la luz se ponía roja. Clyde fue tras él y le multó, que era lo que hacían los polis de verdad.
«Lo que sabemos de ellos es que apestan.»
¿Qué significaba eso? No se podía conseguir una orden judicial alegando semejante tontería. Ante un tribunal, cualquier prueba que obtuviesen del teléfono pinchado sería inútil, una completa pérdida de tiempo.
No parecía importarles lo que fuese o no válido frente a un tribunal, sin embargo. Se comportaban como si el sistema judicial no existiese. Actuaban como si jamás en su vida hubiesen entrado en la sala de un juez. Al buen entender de un policía, no eran más que payasos. Aficionados que jamás hubieran logrado graduarse en la Academia de Policía de Iowa, que ni siquiera hubieran podido trabajar en el Departamento del Sheriff Mullowney.
Por tanto, ¿qué demonios eran? ¿Y por qué fingían ser agentes del FBI?