CAPÍTULO 50

La mayoría de los estudiantes de último curso de la Universidad de Iowa Oriental querían graduarse en primavera, cuando podían pasar por delante de los miembros del Consejo Universitario y del rector y había un orador de talento como Dan Quayle o Mike Ditka presente para ser nombrado doctor honoris causa. Además, el campus tenía buen aspecto y había muchas fiestas.

En la ceremonia de diciembre, por el contrario, el ambiente era de reunión de la Organización de Estados Asiáticos y Africanos. Los estudiantes extranjeros tenían que pasar por la ceremonia para tener la foto que enviaban a casa, no sólo a la familia sino también a su Gobierno… Una fotografía de un alumno de pie con toga y birrete junto a su director de tesis era una prueba más tangible de haber llegado al final que un trozo de pergamino falso. La mayoría de ellos tenían que salir del país en el plazo de una semana después de terminar, por lo que la ceremonia de invierno también tenía un aire de punto y final.

La mañana del sábado veintidós de diciembre, Clyde y Maggie estaban en la salita de la tele. Maggie empezaba a agarrarse a las cosas, claramente con la intención de ponerse a caminar muy pronto. Clyde miraba en la CNN cómo los escolares iraquíes realizaban simulacros de ataque aéreo mientras repasaba toda una semana de correo atrasado. Encontró un sobre color crema fabricado con papel de buen gramaje y lo abrió, esperando encontrar otra invitación de boda de algún pariente Dhont en sexto grado. Era una invitación de Fazoul para asistir a su ceremonia de graduación. Como parte del paquete para quienes les alquilasen toga y birrete, la Librería Twister incluía diez invitaciones personalizadas, y Fazoul había tenido la amabilidad de poner a Clyde en la lista.

Era un agradable puntito brillante en un mes penoso. El asunto de los iraquíes le estaba haciendo pasar por un escurridor emocional. Parte del tiempo sentía la ansiedad de no poder descubrir jamás dónde tenían los iraquíes sus instalaciones. Cuando seguía una pista prometedora y empezaba a convencerse de haber dado con ellos, se topaba de bruces con la idea de que probablemente muriese pronto. Ya había decidido, de forma más bien abstracta y teórica, que se conformaría con eso.

La idea de no volver a ver a Maggie no podía ni planteársela cuando la tenía al lado. Cuando estaba por ahí corriendo en la ranchera, con una escopeta y un rifle de gran calibre en el asiento tapados con una vieja manta, siguiendo a los agentes iraquíes y pensando que podía estar cerca, la posibilidad resultaba muy real y el corazón le latía tan rápido que le flaqueaban las piernas y se preguntaba si sería capaz de hacer algo en el momento en que fuese preciso hacerlo.

En aquella situación, la idea de ir a ver a Fazoul recibir su máster en comercio internacional le alegraba. E incluso eso era agridulce, porque sabía que el visado de Fazoul expiraría inmediatamente después de la graduación y que a partir de aquel día Clyde no volvería a ver a la familia a menos que todos sobreviviesen a los próximos meses y luego viajasen al lugar donde fuera que acampasen los turcos vakhanes.

Le quitó el mando a Maggie, que rompió a llorar, y sintonizó el canal meteorológico justo a tiempo para ver el tiempo en el Golfo, que era su parte favorita de la información televisiva. Por alguna razón le hacía sentirse cerca de su esposa. De algún modo era tranquilizador ver los familiares símbolos de altas y bajas presiones sobre la región del Tigris y el Eufrates.

Sonó el teléfono y supo que era Desiree. Su unidad había celebrado un sorteo para determinar quién y en qué orden podría llamar por teléfono.

—Hola, cariño —dijo ella, y Clyde supo de inmediato que algo iba mal. La voz había perdido el brío, la confianza.

—¿Estás bien?

—Sí. Mejor déjame hablar con mi bebé.

—La tengo dormida encima.

Puso el auricular todo lo cerca que pudo de la boca de Maggie sin despertarla. Al otro extremo del cable oía que Desiree empezaba a desmoronarse.

—Qué agradable es oírte, cariño —dijo. Sabía que sólo disponían de tres minutos.

—Cariño —dijo por el éter su voz alterada—. Recuerda siempre que te amo.

En el Medio Oeste las personas habitualmente no se decían que se amaban a menos que se encontrasen en el lecho de muerte. La televisión ofrecía el espectáculo extraño y remoto de actores besando a extraños mientras se movían por los escenarios de los programas de entretenimiento o de las ceremonias de entrega de premios. La gente abrazándose para extender la «paz del Señor» en la iglesia provocaba fruncimiento del ceño. La gente se amaba. Con eso bastaba; no había ninguna necesidad de decirlo. Desiree amaba a Clyde; ella lo sabía, él lo sabía. No lo comentaban. Lo vivían. Clyde sabía que algo iba muy mal, que Desiree sabía algo. Que estaba muerta de miedo.

Se fue a la cocina con la niña apoyada en la cintura, preparó el biberón y luego regresó al sillón para darle de comer y ver la CNN. Estuvo a punto de quedarse dormido otra vez y le despertó una protesta de Maggie cuando Clyde le apartó el biberón de la boca sin querer. Ya estaba demasiado agotado para seguir fingiendo. Le cambió el pañal, juntó las cosas de la niña, la dejó con los Dhont y se fue a la ceremonia de graduación.

A la una y cincuenta y cinco llegó al enorme y casi completamente vacío aparcamiento del Polideportivo Flanagan, al que llamaban «la armería» hasta que le habían puesto un tejado de alta tecnología y habían pintado las paredes. Cuando se acercaba a la entrada vio que Ken Knightly estaba allí de pie, fumando un Camel muy serio.

—¿Cómo va, decano?

—Eh, Clyde. Un gran día. Nuestro amigo Fazoul regresa a tierra vakhan. ¿Me lo sostienes? —Le pasó a Clyde un Camel a medio fumar mientras metía la mano en una mochila para sacar toga y birrete, artículos que evidentemente, tras la ceremonia de primavera, habían empaquetado apretadamente y almacenado en algún lugar húmedo—. No quiero inmolarme —le explicó, señalando el cigarrillo—. Debes saber que estas togas están fabricadas con gasolina congelada. —La toga estaba abrochada, así que se la pasó por la cabeza como si fuese una camiseta. Luego sacó algo blando violeta: un birrete extravagante—. Venía gratis con un doctorado honoris causa de la universidad de Dubai. No se vuela con el viento con la misma facilidad que esos de cartón, lo que aquí, en las praderas, es un detalle importante. Será mejor que entremos. Gracias. —Recuperó el cigarrillo, con varias caladas potentes lo dejó en la colilla y lo aplastó en la puerta del Flanagan.

La gente ocupaba una cuarta parte del gimnasio. Knightly llevó a Clyde por el parqué de madera de arce de la cancha de baloncesto y señaló algunos asientos vacíos cerca del atril donde se sentarían él y otros dignatarios de la universidad.

—Si me haces el favor de sentarte ahí, Clyde. Al acabar tenemos que hablar.

La banda de los Twisters, con chaqueta y pantalones grises, se puso a tocar Pompa y circunstancia.

A Clyde le emocionaban las ceremonias… incluso la ceremonia de la bandera de las reuniones de los exploradores. Miró al resto de los asistentes y vio a algunos padres, pero en general eran las esposas y los hijos vestidos con sus mejores galas. Vio a uno de los iraquíes a los que había estado siguiendo y no supo si alegrarse de que el hombre fuese a abandonar el pueblo o sentirse frustrado por no haberle pillado con las manos en la masa.

El rector de la universidad entró guiando a los graduados, seguido de su equipo y de los profesores, con toga y birrete. A continuación entraron los estudiantes de las distintas especialidades representadas por diferentes colores de birrete. Cuando hubieron entrado todos, la banda tocaba con menos brío. Luego interpretó el himno nacional y, a continuación, el pastor de la iglesia ecuménica local recitó una oración, «Oh, creador del universo…», adecuadamente neutral.

Clyde se sentó y se levantó según iban ordenando, como un campesino del siglo XII recién convertido durante su primera misa, pero tenía la cabeza en otra parte. Ni siquiera se dio cuenta de que la ceremonia había terminado hasta que notó un roce en el brazo izquierdo y vio a Farida.

—Nos alegramos mucho de que hayas podido venir. —Le ofreció el bebé—. ¿Podrías sostenerlo mientras le sacamos fotos?

El bebé estaba completamente dormido, una criatura angelical de piel color miel con unas pestañas asombrosamente largas y pobladas. Clyde observó a Fazoul engalanado con su birrete de doctor junto a su director de estudios, Chung-Shin Kim, y luego con el decano Knightly, que parecía cegado por los flashes y con necesidad absoluta de un cigarrillo. A continuación, Fazoul le hizo un gesto a Clyde para que se acercase. Clyde se sorprendió cuando toda la familia tiró de él.

—Esto es un adiós, amigo mío —dijo Fazoul mientras agarraba la mano de Clyde en un largo apretón. Luego le abrazó—. No me olvides.

Farida se acercó, con lágrimas en los ojos, y dijo:

—Debes saber que rezamos por tu esposa. Aquí todos luchamos por lo mismo.

Fazoul le dijo algo rotundo y ella respondió en inglés.

—Estamos todos juntos. Eso es todo.

Knightly intervino y dijo:

—Será mejor que os llevemos a la estación de tren. Llegará dentro de unos cuarenta y cinco minutos. Os llevo en coche. ¿Quieres venir, Clyde?

—¿Tiene sitio?

—Tengo un monovolumen.

—Claro. Mi turno no empieza hasta dentro de un par de horas.

Cuando llegaron a la estación, quedó claro que el siguiente tren a Chicago iba a estar repleto de doctores y másteres nuevecitos camino de Union Station y luego al O’Hare para tomar aviones con destino a distintas partes del globo. Se trataba de una multitud increíblemente multiétnica con estados de ánimo muy diferentes… Muchos no querían regresar a su país, mientras que otros no veían la hora de dejar atrás lo que consideraban barbarismo cultural de América en general y del Medio Oeste en particular. Pero todos parecían estar de acuerdo en que el decano Knightly era lo mejor que había, y por tanto Clyde disfrutó estando allí, apoyado contra la pared de la estación, viendo cómo los estudiantes y sus familias hacían cola para estrecharle la mano a Knightly, abrazarle, besarle o entregarle pequeños obsequios. Cuando el tren llegó a la estación, Knightly lloraba abiertamente.

Clyde y él estaban juntos cuando el tren salió de la estación y Knightly dijo:

—¿Sabes?, se me parte el alma cada vez que devolvemos un grupo. Tienen que regresar. No pueden quedarse. Es mejor que lo hagan. Pero en este negocio, tratar con esta gente es el mejor trabajo que se puede tener.

—También hay algunos malos.

—Claro, pero al menos son malvados inteligentes y motivados. Odio decirlo, pero siento un desprecio absoluto… —Se controló—. Me siento muy decepcionado con la mayoría de los chicos americanos. No saben por qué están aquí. —Knightly suspiró profundamente, se estiró y luego dio la espalda al tren que se alejaba, permitiendo que aquel grupo en concreto de estudiantes saliese de su vida—. Vale, Clyde. Vamos a tomar una cerveza.

—No puedo. Tengo que ir a trabajar.

—¿Qué tal esta noche, cuando salgas de trabajar?

—Ken, no salgo hasta medianoche.

—Da igual.

—O tendré que ir a recoger a Maggie y acostarla.

Knightly no le hizo caso.

—Ven a mi casa, Clyde. Trae a la niña. Mi esposa cuidará de ella. Tenemos que hablar.

Ese día, el más corto del año, hubo hielo en las carreteras, y tan pronto como cayó la noche los coches empezaron a derrapar y a caer en las cunetas. Y Clyde y los otros ayudantes de servicio se pusieron a señalizar las carreteras rurales de Forks con bengalas y a usar el ancho de banda de la radio para pedir grúas. A Clyde le convenía, porque necesitaba algo que hiciese que el tiempo pasase más deprisa. Con el paso de las horas, la idea de que Knightly tenía algo importante que decirle había calado en él, así que al final no veía el momento de que se acabara el turno. Observaba con atención a los conductores de las grúas, preguntándose cómo se hacía para lograr un trabajo así y qué tal lo pagaban. En un día como aquél debían de ganar bastante dinero.

Luego se recordó a sí mismo la misión importante y se repitió que de momento tenía otras preocupaciones.

Regresó al departamento y dejó su vehículo por penúltima vez; su próximo y último turno como ayudante del sheriff sería cincuenta y seis horas después, el día de Navidad, de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde. Arrancó el Coche de la Muerte y fue a casa de Dick Dhont a recoger a Maggie. A estas alturas ya había perfeccionado la maniobra de pasarla de la cuna al asiento del coche y a la ranchera sin despertarla. Dick Dhont le dio la bolsa con las cosas de la niña y Clyde juzgó que disponía de provisiones suficientes para mantener a Maggie con vida durante unas horas más. La echó en el asiento del acompañante, sobre la manta que ocultaba las dos armas, dijo las buenas noches a Dick y fue directamente a casa de Knightly.

Ken Knightly no parecía desear la compañía de los profesores ni valorar la arquitectura de los barrios de yuppies e intelectuales que habían proliferado en el norte y el oeste de Wapsipinicon. Vivía en una zona de Nishnabotna que muchos otros llamaban simplemente la «Ciudad Negra», en referencia al hecho de que un veinte por ciento de sus residentes eran de raza negra. Knightly había comprado la mansión construida por Reinhold Richter, el primer y último rey de la madera de la ciudad (había talado todos los árboles), allá por la década de los setenta del siglo XIX. Le había arrancado todo lo que no le gustaba y todos los cables y tuberías que ya no funcionaban, luego había logrado que la declarasen de interés histórico para ahorrar impuestos y, finalmente, había instalado en ella los sistemas más modernos. En total, había diecinueve habitaciones en la mansión Richter, y Knightly y su esposa iban a llenarlas todas con las pruebas de sus veinte años de vida en el extranjero.

El jardín delantero seguía en obras: un mar de lodo negro revuelto y congelado para formar un paisaje lunar frágil y duro. Estaba claro que no importaba dónde aparcara Clyde, así que dejó el coche junto a la puerta y llevó a Maggie escalones arriba hasta el porche, que era tan ancho que hubiesen podido correr por él cuatro caballos en paralelo. Clyde buscó el timbre y no dio con él. Pero había un cartel escrito a mano allí donde tendría que haber estado. Decía: «Tire de la cuerda.» Una flecha señalaba hacia un mango metálico que salía del marco de la puerta. Hizo falta un buen tirón. Finalmente salieron unos cincuenta centímetros de cuerda deshilachada del siglo XIX. En cuanto la soltó, un mecanismo interno comenzó a recogerla lentamente y un carillón se puso a tocar Durmientes despertad. Maggie se sobresaltó y se puso a gemir. La puerta, de metro y medio de ancho y ocho centímetros de grosor se abrió, y allí estaba Knightly.

—Hay que bajar el volumen de este maldito carillón, Sonia —ladró Knightly. Su esposa le respondió igualmente a gritos, pensó Clyde, pero no en inglés.

Sonia bajó una escalera gigantesca. Era esplendorosa y diminuta, con la piel olivácea y una sonrisa encantadora pintada de carmín, como si no fuese la una en punto de la madrugada.

—Encantada de conocerte, Clyde. Ken habla muy bien de ti. —Lo dijo como si fuese lo único que contase en unas referencias sobre personalidad. Luego concentró toda la potencia de su encanto y su energía en Maggie, quien se mostró ansiosa unos segundos, para luego callar, fascinada por los sonidos y fragancias que emanaban de Sonia. Accedió a que se la llevasen a algún otro lugar y la volviesen a dormir.

Clyde siguió a Knightly cruzando el salón y la biblioteca para llegar finalmente al porche trasero, donde su anfitrión tomó una linterna de un soporte de pared y apuntó el potente rayo halógeno a sus pies.

—Te cuidado dónde pisas —le instruyó Knightly—, todavía no hemos arreglado los escalones.

Efectivamente, estaban podridos, apuntalados con bloques de cemento. Se abrió paso por el traicionero lodo congelado y con huellas de neumáticos capaces de romperles un tobillo del jardín lateral y entró en el garaje, uno para tres coches con el techo muy alto. Clyde sabía que era mejor no preguntar y se limitó a seguirle.

El garaje estaba completamente lleno de trastos polvorientos, exceptuando un estrecho pasillo sinuoso, entre sofás, archivadores, cajas de embalaje y viejas motocicletas extranjeras, hasta una escalera tosca de tablones clavados a la pared que llevaba a una trampilla del techo. Knightly subió algunos travesaños y llamó con la parte posterior de su linterna de policía… Tres golpes largos y dos cortos.

La trampilla se abrió. Knightly iluminó hacia arriba, atravesando el cuadrado de oscuridad, un rostro tan horroroso que si Clyde no lo hubiese reconocido hubiese salido corriendo hasta la frontera con Illinois.

—¡Fazoul! —dijo Clyde—. ¡Que me aspen!

Subieron al ático. Clyde se sorprendió de encontrar un espacio acogedor, bien equipado y sin ventanas. Había una mesa, un bar y olía a los Camel de Knightly. Era un centro de entretenimiento doméstico pequeño pero de calidad, con un urinario en una pared y una mesa de billar. Pero no había teléfono.

—Todos tenemos un escondite —dijo Knightly—. Un lugar donde nadie pueda encontrarnos y donde podamos hacer lo que queramos.

—¿Cuánta gente lo sabe? —dijo Clyde.

—Sonia, Fazoul y ahora tú.

Fazoul echó el brazo bueno alrededor de los hombros de Clyde y dijo:

—Tenemos que hablar.

Clyde dijo:

—Suponía que a estas alturas estabas sobrevolando el Polo Norte de camino a algún lugar.

—Ah, eso fue fácil. Tengo un hermano que trabaja en el O’Hare. Tiene acceso a la zona de salidas internacionales.

Knightly se volvió hacia Clyde y dijo con acento tejano:

—¿No es una suerte? Te sorprendería, Clyde, saber con qué frecuencia Fazoul y sus miles y miles de hermanos tienen esos golpes de suerte.

—Bien —admitió Fazoul—, estoy empleando el término «hermano» en su sentido más amplio. Es un compatriota. Cuando entré en el baño de hombres, estaba allí, reparando un secamanos. Ahora mismo sobrevuela el Polo Norte con mi esposa y el pequeño Khalid.

—¿Cómo regresaste aquí? —preguntó Clyde.

—En su coche. Cuando terminó de reparar el secamanos.

—Supongo que debería examinar tu permiso de conducir —dijo Clyde—, pero estoy seguro de que tienes uno muy bueno.

—Cualquiera que sepa arreglar un secamanos puede falsificar un carné de conducir —dijo Fazoul.

—Bien —dijo Knightly—, voy a poner en marcha la cafetera, porque si me pongo ahora con el bourbon me quedaré dormido y además a Fazoul le parecería mal. Y puedes tomar de ésas. —Señaló la caja de rosquillas que había sobre la barra.

—Un poco de café no me vendría nada mal —dijo Clyde.

—He convocado esta reunión porque estoy cansado de esperar a qué pase algo —dijo Knightly—. Continuamente espero que los C-130 desciendan sobre Forks cargados hasta arriba de equipos de operaciones especiales ataviados con trajes lunares. Pero no pasa nunca y empiezo a sospechar que no pasará jamás.

Clyde miró inquisitivamente a Fazoul. Fazoul dijo:

—El doctor Knightly sabe bastantes cosas. Le consideramos uno de los nuestros.

—Sonia es medio kurda, un cuarto azerbaijana y un cuarto rusa —dijo Knightly—, y cuando se convirtió en el centro de mi vida, bien, mi vida se volvió bastante más complicada de lo que ya era antes. Que era bastante, te lo aseguro. Se trata de una historia francamente larga, pero baste decir que estoy de parte de Fazoul…, independientemente de si quiero estarlo. Que quiero. —Knightly terminó de preparar la cafetera—. Tenemos que comparar notas sobre el asunto iraquí. Debo decirte que a mediados de noviembre me harté de los hijos de puta y les dije que tenían que portarse bien. Incluso eso fue un incordio para mí, porque se negaron a venir a verme o a responder a mis llamadas. Pero cuando conseguí hablar con ellos, se mostraron tan insolentes que me cabreé de verdad. Así que recurrí a los federales para ver si podíamos echarlos del país y me enredaron en la telaraña. Y cuando me quejé, al final me dijeron, en confianza, que podría haber problemas para nuestros estudiantes en el extranjero si aquí nos poníamos duros. Y eso es básicamente de lo que me he enterado por mi cuenta, aunque Fazoul me ha contado lo de la toxina botulínica.

—Los he estado siguiendo —dijo Clyde—. A veces lo hago en los días libres y a veces cuando estoy de servicio, si no estoy ocupado con nada más. Pero no consigo nada. Ninguno varía jamás su rutina. Se levantan, van a la universidad o al laboratorio de patología veterinaria y vuelven a casa al anochecer.

—¿Qué hacen durante el día? —dijo Knightly.

—Todos ellos trabajan en edificios a los que hay que acceder con una tarjeta —dijo Clyde—, debido a las protestas de los defensores de los animales. Por tanto, no puedo seguirlos al interior. Pero no creo que hayan construido la fábrica en uno de los edificios del campus. Por tanto, no puedo descubrir quién se ocupa de la fábrica.

A Knightly le llegó la inspiración.

—¡Están usando los túneles de mantenimiento! Todos esos malditos edificios están conectados por túneles de mantenimiento. Deben de saber que los sigues. Cuando uno quiere entrar en la fábrica, va a trabajar como en un día normal. Luego es cuestión de salir por los túneles de mantenimiento a un kilómetro de distancia, subirse a una bicicleta o algo parecido y llegar a donde sea.

—Es plausible —dijo Clyde—. Pero si es cierto, si los estudiantes a los que he estado siguiendo son los que hacen el trabajo, entonces pronto tendrán que cerrar la operación. Porque acabo de ver a la mayoría de ellos graduarse. Dentro de setenta y dos horas tendrán que salir del país.

—Estoy de acuerdo —dijo Knightly—. Por tanto, la cuestión es: ¿van a liberar la toxina en Estados Unidos, como si fuese una operación terrorista, amenazarán con hacerlo o usarán algún medio para enviarla a Irak?

—Creemos que la van a enviar —dijo Fazoul—. Llevan días arreglando los viajes. Uno de los que hoy se ha doctorado, después de la ceremonia ha ido a Ryder a alquilar uno de sus camiones semiarticulados con plataforma. Los iraquíes y sus distintas organizaciones de apoyo han contratado varios contenedores diseñados para el transporte de grandes cantidades de líquido.

—Apuesto a que es un engaño —dijo Knightly—. Es todo para despistar. No lo van a sacar de Estados Unidos.

A Clyde la hipótesis de Knightly le resultó perversamente agradable, porque implicaba que Desiree estaría a salvo.

—¿Por qué lo dices?

—No tiene sentido —dijo Knightly, sirviendo el café—. ¿Por qué iban a fabricarla aquí y enviarla a Irak? ¿Por qué no fabricarla en Irak? La tecnología no tiene nada de especial.

Fazoul negó con la cabeza. Parecía muy seguro.

—Les resultaba imposible fabricarla en Irak. Los israelíes habrían acabado enterándose y bombardeando las instalaciones lanzando al aire toneladas de toxina botulínica.

—¡Pero una instalación así es muy pequeña! ¿No podrían ocultarla bajo una gasolinera o algo parecido?

A Clyde le parecía lógico. De hecho, ya lo había pensado. Knightly no dejó de presionar a Fazoul hasta que obtuvo una respuesta:

—Una organización hostil se ha infiltrado en el ministerio iraquí responsable de esta investigación. No importa dónde la hubieran escondido, habría acabado sabiéndose… Los estrategas militares de Israel y Estados Unidos tendrían las coordenadas exactas.

Knightly rió.

—Una organización hostil. ¿Los turcos vakhanes?

Fazoul no respondió. Knightly volvió a reír.

—¿Alguna vez se le ha ocurrido a Ayubanov que si no fuese tan bueno en lo que hace no obligaría a gente como los iraquíes a ocultar sus armas biológicas entre gente inocente en pleno Iowa?

Fazoul se estremeció cuando Knightly mencionó a Ayubanov. No se rió con la provocación bienintencionada pero muy afilada de Knightly. Al final Knightly se rindió.

—Mierda —dijo—, Mo Ayubanov. Vaya hombre al que escogí para deberle favores.

Tomaron café y rosquillas durante un rato.

—Es una información muy importante… lo que nos has contado sobre la «organización hostil» —dijo Knightly—. ¿Mo ha pensado en transmitírsela a alguien de Washington?

Fazoul palideció.

—Porque probablemente la gente de Washington esté en la misma posición que yo hasta saber lo que me acabas de contar —añadió Knightly—. No ven ninguna razón para que los iraquíes construyeran algo así en Iowa. Si Mo hace una llamada y se lo comunica, ¡quizás hagan algo de una puta vez!

—Lo dudo —dijo Clyde. Esbozó la idea esquemática que se había hecho de la situación en Washington a partir de lo que le había contado Hennessey. Cuando Clyde mencionó el grupo de trabajo entre agencias, Knightly hizo un gesto de exasperación y gimió. Cuando mencionó al inspector general, Knightly dejó el café, se agarró la cara con las manos y se quedó en esa postura hasta que Clyde terminó de hablar.

—Dios —dijo—, sé cómo hacen las cosas en Washington. Ahora sí que estamos totalmente jodidos.