CAPÍTULO 6

Abril

Kevin Vandeventer aparcó su Corolla oxidado en el espacio para profesores justo después de las cinco y media de la tarde, cuando los polis del campus dejaban de comprobar los aparcamientos. Mientras caminaba hacia la grandiosa entrada del Centro de Investigación de Ciencias Agrícolas Scheidelmann, una imitación nuevecita de I. M. Pei instalada en el antiguo terreno de los barracones veterinarios, olió el aroma con el que estaba familiarizado todo chico de granja. Después de derribar los barracones para dejar sitio a la nueva estructura, habían traído tierra nueva para recubrir el terreno. Pero cuando llegaba la primavera, seguía oliéndose el estrato subyacente de estiércol viejo y fermentado en las profundidades de la tierra. El olor de la siembra.

Al aproximarse al edificio y atravesar las enormes puertas de vidrio, le llegaron otros olores. Se detuvo en el vestíbulo principal para contemplar el esplendor del expositor multimedia permanente que habían montado para maravillar a los congresistas y ministros de agricultura visitantes. Inhaló una buena dosis del aire filtrado y purificado del edificio, repleto de reactivos de laboratorio y fertilizantes químicos. Olía a Ciencia. Otra cosa muy diferente sucedía en los gimnasios, que olían al bálsamo penetrante con el que se untaban los luchadores para aliviar sus músculos, o en el pabellón de bellas artes, que olía a efluvios de palomitas para microondas que escapaban continuamente de la sala de mantenimiento de ingeniería situada en el sótano.

El Scheidelmann debía su nombre al fallecido y amado decano de la Escuela de Agricultura de la UIO, merecedor de una pequeña placa en la puerta. En el centro del vestíbulo había un globo giratorio de tres metros, marcado por pequeños y electrificados emblemas de la UIO que indicaban la ubicación de la miríada de proyectos de investigación y ampliación que se controlaban desde aquel complejo. Las paredes estaban forradas de fotografías, de suelo a techo, de los Twisters en acción, plantando plántulas de arroz en Birmania y ofreciendo a africanos demacrados y de dientes de conejo consejos prácticos para evitar la erosión del suelo. En muchas de esas fotografías salía el doctor Arthur Larsen, el Hacedor de Lluvia.

Cinco años antes, National Geographic había publicado un artículo sobre Larsen en el que se estimaba que sus descubrimientos y programas de ayuda habían salvado del hambre, en todo el mundo, a cien millones de personas. El Consejo Universitario había pagado para tomar esa página de la revista, ampliarla hasta el tamaño de un tablón de contrachapado y esculpirla en el bloque de bronce que estaba empotrado en la pared del vestíbulo.

Kevin Vandeventer entraba en el reino del Hacedor de Lluvia a las cinco cuarenta y cinco de un viernes, llevando en la mano una cena congelada comprada en el súper, porque tenía experimentos que requerían atención cada pocas horas, continuamente, desde hacía meses. Cuando iba a ocuparse de ellos, descubría que había otras muchas tareas que también requerían su atención: escribir y corregir informes, programar o, simplemente, ordenar el laboratorio.

No tenía más remedio que sonreír cuando pensaba que estaba allí fundamentalmente porque odiaba el trabajo físico. Papá había abandonado toda esperanza cuando Kevin tenía doce años y aceptado que no estaba hecho para el trabajo de granjero. Su hermana mayor, Betsy, estaba sin duda destinada a cosas más importantes y, por tanto, el título de heredero del imperio de la patata de los Vandeventer había caído sobre los hombros de Bob, el más joven, que estaba encantado.

Kevin poseía un don útil en una granja: le gustaban los animales. Siempre cuidaba de ellos. Llegó incluso a aprender a herrar sus tres caballos. Así que cuando Kevin empezó a sacar sobresalientes en las asignaturas de ciencias, su padre se sintió muy orgulloso. Después de todo, quizá llegase a ser algo en la vida. Había obtenido unas calificaciones magníficas en la Universidad Estatal de Boise y luego, tras obtener resultados inmejorables en los GRE[1], le habían concedido una beca completa de investigación con el doctor Larsen… No tardó en descubrir lo que significaba trabajar varios niveles por debajo de Larsen en la jerarquía de investigación. Pero la verdad es que no le importaba; seguía brillando en el laboratorio como había brillado en el aula y ya estaba completando el último tramo de su tesis.

Recorrió el laberinto de pasillos de la planta baja hasta el ala Sinzheimer de bioquímica, donde tomó el ascensor hasta el tercer piso. Entró en el laboratorio 302, metió la cena en la nevera y se sentó un minuto en una banqueta alta para ordenar las ideas y organizarse. Kevin poseía el don de la concentración, pero en ocasiones le hacía falta un esfuerzo consciente para activarlo. Se comió una chocolatina, sabiendo que si no lo hacía su estómago pronto empezaría a distraerle del trabajo.

Luego, de pronto, eran ya las nueve y media. Había pasado cuatro horas concentrado en pipetas y lecturas digitales de las máquinas. Su estómago ya había digerido la chocolatina y exigía más. Sacó de la nevera su supertostada de carne y frijoles El Toro y se encaminó hacia el microondas, que estaba cuatro puertas pasillo abajo.

Ese lugar había sido su hogar durante cuatro años. Tenía un saco de dormir y una colchoneta guardados en el armario y era frecuente que durmiese en el suelo. Como uno de los veteranos más antiguos del ala Sinzheimer, y el único ciudadano americano residente de la planta, se había convertido en una especie de alcalde extraoficial.

Le gustaban el ala y sus habitantes. No había estudiantes que no estuvieran graduados… No había chicas tontas ni jóvenes que creyeran que los anuncios de Bud Light eran cinéma vérité. No te encontrabas con esos profesores de ciencias sociales cuyo desarrollo personal se había paralizado más o menos en la época de Woodstock. Aquel lugar estaba en marcha veinticuatro horas al día. Los profesores iban despeinados y tenían aspecto de cansados, como si trabajasen de verdad y realmente pensasen en cosas. En su mayoría, Kevin sabía que sobre todo pensaban en cómo sustituir el dinero fácil de la DARPA[2] desde que la Guerra Fría había terminado. Se esforzaban hasta la extenuación y obligaban a sus estudiantes graduados a esforzarse hasta la extenuación, porque sabían que el ochenta por ciento de su salario salía de los proyectos de investigación. Los estudiantes graduados provenían de países donde el tiempo de ocio seguía siendo escaso y todavía no se consideraba un derecho inalienable. No solían quejarse.

Incluso la noche de un viernes había mucha actividad. La mayoría de los profesores ya se habían ido y los estéreos de varios laboratorios estaban al máximo, llenando el pasillo de una cacofonía de sonidos, en su mayoría música pop estadounidense, pero también multiétnica en gran variedad de idiomas.

La puerta 304 estaba abierta de par en par, lo que era raro; sus estudiantes graduados eran árabes, habitualmente muy reservados. Y, lo que resultaba todavía más extraño, un ritmo machacón surgía del interior. Al pasar, Kevin miró el laboratorio. Las ventanas estaban abiertas para dejar entrar el aire fresco de la primavera y había al menos media docena de personas, todos hombres, todos árabes, todos con un vaso de papel en la mano lleno de un líquido púrpura brillante. Kevin lo reconoció al instante: concentrado de uva, casi con toda seguridad mezclado con etanol puro del suministro del laboratorio.

Los hombres se dieron cuenta de que los miraba y sonrieron abochornados. Kevin les devolvió la sonrisa. Uno de ellos estaba tirado en un viejo sofá desgastado, bajo la ventana, profundamente dormido. Era Marwan Habibi. A menudo dormía en su laboratorio, como Kevin hacía en el suyo. Pero en aquel momento parecía más bien que se había desmayado.

Era fácil comprender lo que pasaba: el final de curso no estaba lejos, algunos esperaban lograr al llegar mayo sus birretes y sus togas, llevaban años trabajando como esclavos en el laboratorio 304 y justo en aquel momento debían de haber superado algún obstáculo de su investigación. Kevin les hizo un gesto con el pulgar hacia arriba, sin pararse; le quedaban kilómetros por recorrer antes de poder dormir y no quería que le invitasen a concentrado de uva. Entró en la cocina, situada en el centro del ala, y metió la cena en el microondas.

El único tipo al que conocía realmente era Marwan Habibi, y Marwan ya estaba inconsciente, por lo que no tenía mucho sentido que intentase unirse a la fiesta. Los árabes del centro tendían a no ser muy estrictos. Muchos disfrutaban de un trago ocasional de whisky. Pero ni siquiera los grandes bebedores —lo que Marwan no era— podían soportar mucho tiempo el etanol. A Kevin le impresionaba lo inteligente y profesional que era Marwan. Trabajaba en un proyecto para controlar la producción de gases de las bacterias que viven en los intestinos de las vacas, cuyas ventosidades incrementan el efecto invernadero. Arthur Larsen, el Hacedor de Lluvia, no era precisamente famoso por ser un ecologista, pero había logrado sacarle medio millón de dólares a la Agencia de Protección Ambiental y había equipado el laboratorio de Marwan con el equipo más nuevo y de mejor calidad para cultivar bacterias y estudiar sus costumbres. Marwan mantenía cerrada la puerta del 304, pero de vez en cuando Kevin le invitaba al 302 cuando pasaba por delante y charlaban un rato. Eso formaba parte de sus responsabilidades autoimpuestas como alcalde del tercer piso.

Atacó la cena con el delgado tenedor de plástico que venía en el envase y encontró que el utensilio era muy insatisfactorio. Pero los frijoles estaban geniales. Rebañó hasta la última gota de salsa de la bandeja de plástico y tiró los restos a la basura. Compró una Coca-Cola en la máquina y volvió a su laboratorio. La puerta 304 estaba cerrada, pero la fiesta seguía.

Como media hora más tarde oyó la bocina de un coche en el aparcamiento. La música del 304 cesó de pronto. Era típico; los árabes le daban con fuerza a la bocina, costumbre que a los lugareños les resultaba alarmante e incluso sobrecogedora.

Kevin tenía la puerta abierta, por lo que oyó las voces de los árabes que salían del 304. Parecían alegres y felices.

—¡Procurad no golpear la cabeza de Marwan contra la jamba! —dijo uno en perfecto inglés británico. Kevin alzó la vista para verlos desplazarse por el pasillo, cargando sobre los hombros con el durmiente Marwan Habibi. Al pasar, uno de ellos sonrió abochornado a Kevin.

—¡Se ha pasado un poco! —dijo, sacando pulgar y meñique y agitándolos.

—Cuando despierte, decidle que Kevin le felicita.

—Oh, sí —dijo el árabe—, lo haremos.