CAPÍTULO 7

Mientras Betsy Vandeventer daba pisotones y estornudaba subiendo por Clarendon a primera hora de la mañana, veía franjas paralelas de luz provenientes de las ventanas de varios edificios de oficinas nuevos que rodeaban la estación Courthouse, en el centro de Arlington. Uno era el Castleman Suites, que suponía que la CIA había escogido como espacio adicional precisamente por su aspecto totalmente anodino. Un observador conocedor de la Agencia podría haber apreciado algunas pistas: la extraña estructura de las ventanas, que supuestamente eran a prueba de vigilancia por microondas y láser; el bus Blue Bird que se acercaba a su entrada varias veces al día, trayendo a empleados desde la central en Langley; el hecho de que el primer piso, encima del First American Bank de la planta baja, era una zona de paso vacía. En muchos aspectos, reflexionó Betsy, era como cualquier edificio de oficinas normal; la gente se sentaba en cubículos delante de las pantallas, escribía informes, hacía lo posible por conseguir un ascenso y jugaba a la política de empresa.

La entrada principal del Castleman sólo llevaba al banco. Betsy entró por el aparcamiento, atravesó una puerta de acero sin ningún rótulo y sin ventanas, y luego mostró sus credenciales al guarda, que la dejó pasar a la zona de ascensores. En el séptimo piso le mostró la identificación a otro guardia y recorrió la mitad de un pasillo puntuado a intervalos por puertas gruesas con cerradura electrónica. Cada puerta daba acceso a un bloque de oficinas, cada cámara estaba herméticamente aislada de la siguiente. Betsy tecleó el code de semaine en una de esas cerraduras y empujó la puerta. Compañeros de otras cámaras y que no habían podido asistir al almuerzo de celebración del día anterior en el Pawnbroker habían pasado tarjetas y notas de felicitación por debajo de la puerta.

Betsy había superado brillantemente su prueba del polígrafo de los cinco años. Quizá, pensaba, el mismo metabolismo basal lento que le provocaba la tendencia a ganar peso también produjese las líneas rectas del polígrafo que tanto tranquilizaban a sus jefes. El examinador había quedado tan impresionado —sus respuestas se ajustaban a la perfección a la línea base que habían establecido cinco años antes durante su prueba de entrada— que había apartado la prueba de Betsy para mostrarla como ejemplo de aquello a lo que debían aspirar los demás.

La sala estaba compuesta por cubículos abiertos: ocho en total, cada uno equipado con una estación de trabajo Sun, casi todos al fondo, cerca de las ventanas. Delante había dos mesas para las secretarias. En la esquina posterior había una oficina de paredes de vidrio, el dominio del jefe de división, Eloward King. El cubículo de Betsy estaba decorado con globos y ramos de felicitación. Desde la mesa giratoria sin brazos disfrutaba de una vista de la interestatal Sesenta y seis y, si acercaba la cara a la misteriosa ventana a prueba de fisgones, podía distinguir una aguja de la catedral. Dedicó un momento a disfrutar de ese panorama antes de ponerse a trabajar.

Por el camino Betsy había estado repasando mentalmente el orden del día del Grupo de Estudio Interagencias sobre Agricultura.

La preparación mental de Betsy para la reunión de Agricultura era importante: nunca hacía nada antes de haberlo repasado mentalmente varios cientos de veces. Con frecuencia quedaba tan confundida que, en un esfuerzo por aclararse las ideas, recurría a mantener conversaciones imaginarias con su madre, como si estuviera en casa tomando una taza de café en la mesa del desayuno, en la cocina.

—El Gobierno ha estado mandando mucho dinero a Irak…, en su mayoría, aunque no en exclusiva, del Departamento de Agricultura. Lo hacemos entendiendo que los iraquíes usarán el dinero para comprar productos agrícolas en Estados Unidos. Por lo que en realidad es un subsidio para los granjeros estadounidenses tanto como un programa de ayuda. Cuatro veces al año, todos los departamentos que envían dinero a Irak, así como otras agencias, se reúnen para evaluar este programa y establecer objetivos para el trimestre siguiente.

Simple y lógico: un ejemplo de procedimiento racional del Gobierno. Pero siempre había más. Si realmente hubiese podido contarle esas cosas a su madre, y si hubiese querido ser totalmente sincera, tendría que haber dicho muchas más cosas. La charla habría dejado de parecerse a un libro de texto sobre el civismo para convertirse en una serie de chismes horribles. Betsy había descubierto que tales reuniones habitualmente se convertían en oportunidades para que los distintos jefes de división apuntalasen lo suyo, ganaran puntos con facilidad en la competición interna y defendieran o ampliaran sus competencias.

Y cuando Betsy accedió a su ordenador y se puso a repasar el correo entrante, se dio cuenta de que ese día había todavía más del que esperaba. Un correo detallaba quiénes asistirían a la reunión. La lista había sido revisada súbita y drásticamente. No sólo estarían presentes los habituales jefes de división y sus lacayos analistas. La cosa llegaba hasta mucho más arriba. Se celebraría bajo el mando directo de la Casa Blanca y no iba a ser tanto una reunión como una sesión de control de daños.

El jefe de redacción de The New York Times en El Cairo, siguiendo un soplo de los egipcios, había dado la alarma con respecto a los iraquíes. Saddam Hussein estaba siendo un niño muy malo. No estaba usando los dólares americanos para comprar comida a los granjeros americanos sino para otras cosas. No hacía falta una gran capacidad de análisis para saber que volvía a acumular armas.

Qué hacer en esa situación era una cuestión política y las personas de su nivel no debían intervenir. Su labor, y la de los colegas que ocupaban mesas similares por toda la ciudad, era seguir los flujos de dinero y armas, y esperaba que ésas fuesen sus órdenes para la jornada.

La estación de trabajo le ofrecía la capacidad de solicitar cantidades ingentes de información, siempre que tuviese los permisos correspondientes. Por ejemplo, sabía que el día anterior una delegación del Congreso, una «delco», encabezada por Bob Dole, se había reunido con Saddam Hussein en Bagdad. Cuando se celebraba una de esas reuniones, alguien de la embajada local —habitualmente un empleado del Departamento de Estado— preparaba un cablegrama y lo enviaba a Washington, donde cualquier miembro del Gobierno que tuviese necesidad de conocer su contenido podía acceder a él. Betsy tecleó una orden indicando al sistema que mostrase todos los documentos recientes que incluyesen las palabras «Dole», «Irak» y «delco». Poco después tenía el documento en pantalla.

Citaba al senador Dole: «No podía dejar de pensar que veía a Peter Sellers imitando a un dictador.» Saddam había negado saber nada del proyecto de supercañón, que había aparecido mucho en las noticias. Según él, sus comentarios recientes sobre armas nerviosas habían tenido como única finalidad intimidar a los israelíes. Otra cita de Dole: «Verle hablar de ser humanitario resulta tan poco convincente como oír a la madre Teresa afirmar ser una asesina a sueldo.» A Dole le habían mostrado documentos oficiales iraquíes que «demostraban» que los subsidios agrícolas se gastaban exclusivamente en comida de Estados Unidos o filiales estadounidenses.

En ese punto Betsy podría haber tecleado más órdenes y leído más documentos, yendo de una referencia a otra, siguiendo las pistas como le apeteciese.

Pero lo que a ella le apetecía no era parte de su trabajo. Se suponía que sólo debía acceder a información «si era preciso conocerla».

Un mes antes lo había aprendido por las malas, cuando había dejado que su curiosidad mandase y se había dedicado a fisgar en lugares de los que no necesitaba saber nada. La CIA mantenía registros precisos de quién accedía a qué documentos. El jefe no tardó en enterarse. Su reacción había sido virulenta: había esperado a que estuvieran solos en la cámara, la había apartado de la mesa y la había empujado violentamente contra un archivador.

Alguien más había entrado. Lo había visto reflejado en la pantalla curva de su estación de trabajo: un hombre compacto y esbelto con un corte de pelo militar que desentonaba con el cuello blanco almidonado de su camisa a medida. Era Richard Spector, el jefe de división, el jefe del jefe. Controlaba media docena, o más, de cámaras en el Castleman.

No se molestó en saludar ni en presentarse.

—Hoy prestarás mucha atención —dijo. Incluso cuando decía cosas muy importantes hablaba en voz baja, como si reflexionase para sí. Pero en lugar de parecer tímido imponía más precisamente por eso—. Responderás sin rodeos a las preguntas directas, pero intenta descubrir quién tiene qué planes con respecto a Irak.

—¿Puede darme más detalles? ¿Qué debo buscar?

—Es estrictamente un asunto personal, nada oficial. Comercio quiere volver a vender tecnología a Irak e influir en la distribución de petróleo. Agricultura quiere vender. A eso se dedica Agricultura. —Lo dijo con retintín, sin disimular apenas su desprecio por los estafadores amorales de Agricultura. Comenzó a darse vueltas al anillo de Annapolis que llevaba en la mano izquierda; su piedra de color pálido reflejó la luz del monitor de Betsy—. Defensa sabe algo que no nos cuenta. Supongo que está relacionado con armas poco convencionales.

Spector había pertenecido al espionaje militar y probablemente estuviese tan cualificado como cualquiera para leer las hojas de té del Pentágono.

—Control de Armamento y la Agencia de Desarme van, como es habitual, a la cola del desfile, convencidas de que deberían encabezarlo. —Spector hizo un gesto hacia la ventana todavía abierta en la pantalla de Betsy—. Como ya te habrás dado cuenta, Millikan asistirá en nombre del Consejo de Seguridad Nacional. —Una de las manías de Spector era su negativa a usar acrónimos; siempre se refería por su nombre completo a agencias y departamentos, aparentemente obteniendo mayor placer de los más largos e impronunciables. Eso incrementaba su halo de tranquilidad sobrenatural y le permitía añadir un toque irónico a todo lo que decía, lo que hacía que en la capital le odiasen aun más.

—Es importante, ¿no? —dijo Betsy.

—Sí, y lamento decir que King representará a tu división.

La franqueza de Spector hizo que Betsy perdiese el aplomo.

—Vi su nombre en la lista —dijo con cautela—. ¿Quiere que vaya igualmente?

Spector asintió.

—La labor de Howard es hablar. La tuya es examinar lo que pase. Quiero un informe tuyo, sólo para mí, esta tarde. —Miró la hora y dio un par de pasos hacia la puerta para luego pensárselo mejor y volverse hacia ella—. Evidentemente, en este caso no seguirás el canal habitual.

En otras palabras, Spector quería un informe de Betsy, entre otras cosas, sobre la actuación de su propio jefe. Spector se alejó con paso rápido; segundos más tarde, apareció Howard King. Betsy tenía suficiente experiencia para sospechar que no era una coincidencia. Spector ya sabía cuándo llegaría King.

—Buenos días, Betsy —dijo King zalamero al pasar a su lado de camino a su despacho—. ¿Preparada para la reunión? Puedes ir en mi coche.

Betsy lo había previsto y dijo:

—Me he dejado la cartera en casa, así que iré en metro. Nos veremos allí.

King murmuró algo ininteligible y entró en el despacho.

Betsy no se había dejado la cartera en el apartamento; estratégicamente la había tapado con la gabardina.

En las calles de Washington, varios funcionarios caminaban enfundados en gabardinas con la cabeza gacha y cadenitas de las que pendían las identificaciones que les dotaban de identidad y valor en la ciudad. La gente de la Agencia miraba con cierto desdén a los funcionarios públicos de baja estofa. Les habían dicho que en Washington la Agencia era la crème de la crème, una verdadera nobleza elitista que por la calle no llevaba identificación. Cuando Betsy presentó sus credenciales en el control de seguridad de Agricultura, la dejaron pasar con cierta deferencia.

En el tercer piso del edificio sur había que pasar otro control de seguridad. Más allá se encontraba la especialmente diseñada «sala segura de conferencias». Había llegado con diez minutos de antelación, pero aun así casi todas las sillas de la enorme mesa oval estaban ocupadas, exceptuando las reservadas para la Agencia.

Metió la mano en el bolso y sacó el inhalador. Como se sentía demasiado expuesta en el pasillo principal, se metió en uno lateral.

Mientras el medicamento se expandía por sus pulmones la sobresaltó una voz cercana y seca de fumador empedernido.

—Deberías buscarte un carburador para esa cosa.

Betsy tosió incontrolablemente, olvidándose de taparse la boca.

—Disculpe. Lo siento, ¿qué ha dicho?

Era un caballero de aspecto cansado con un bonito traje y la piel de las manos y la cara manchada y arrugada por la edad, la nicotina de los cigarrillos, el alcohol, el estrés y otras influencias malignas.

—Hola, soy Betsy Vandeventer —dijo, acercándose y ofreciéndole la mano.

—De la Agencia —dijo él, aceptándola. Betsy se sorprendió cuando notó el fuerte aliento de alcohol.

—¿Es tan evidente?

En respuesta, el hombre dijo:

—Soy Hennessey.

—Oh.

—Sí —dijo—. Oh. —Hennessey era infame en la Agenda.

—Encantada de conocerle.

—No hace falta que lo digas. En cualquier caso, sobre ese carburador… —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un cilindro de plástico blanco grande como una lata de cerveza. Del bolsillo opuesto sacó un inhalador lleno del mismo medicamento para el asma que usaba Betsy. Encajó el inhalador en uno de los extremos del «carburador» y se llevó el otro a los labios—. Ya ves, pasa por el carburador. Luego lo inhalas. La nebulización es mejor que una mierda de esas. Dios, ¿la Agencia ya no ofrece una cobertura médica decente?

Hennessey era un espía malogrado. Había abandonado una carrera distinguida, el club para caballeros que era la CIA, y se había ido a trabajar para el FBI en la división de contraespionaje. Su trabajo, a todos los efectos, era investigar a los empleados de la CIA y destrozar su carrera o meterlos en la cárcel con cualquier preso. Se había convertido en una especie de hombre del saco de la Agencia; Betsy tenía un poco de miedo simplemente por estar hablando con él.

—Bien, discúlpeme, señor Hennessey, pero no quiero llegar tarde a la reunión.

—Demonios, yo tampoco —dijo Hennessey, y caminó a su lado. Presentaron las credenciales en el control de seguridad, donde les indicaron la sala. Betsy, como resultado de la inclusión de King en el último momento, había sido relegada a enredadera, así que escogió una silla con el respaldo contra la pared, cercana al asiento de King… que todavía estaba llamativamente vacío. Hennessey, desconcertantemente, se sentó a su lado.

Ella no era la única enredadera. Había corrido rápidamente la noticia de que el propio Millikan asistiría desde la Casa Blanca y varios jefes de división habían sucumbido a las oportunidades de gloria de sus superiores.

Betsy debería haber estado pensando en su tarea doble: oficialmente dar apoyo a King con hechos y cifras y, extraoficialmente, tomar notas que más tarde transmitiría a Spector. Para esto último la presencia de Hennessey resultaba bastante determinante. ¿Qué relación podía tener él con los créditos del Departamento de Agricultura a Irak?

Era sabido que Hennessey y Millikan se despreciaban. Millikan era un famoso profesor de Harvard que periódicamente se desplazaba a Washington. Había servido en la Administración Kennedy primero y, más tarde —tras convertirse en un faro del movimiento neoconservador—, había trabajado para Ford, Reagan y Bush.

La secretaria ejecutiva del vicesecretario de Agricultura Larry McDaniel entró en la sala y anunció:

—El doctor Millikan está reunido con el doctor McDaniel, así que el inicio de la reunión se retrasará quince minutos. Sé que hoy están todos muy ocupados, y el doctor McDaniel les transmite sus disculpas. Espero que lo comprendan dada la renovada importancia de la reunión. Me he tomado la libertad de pedir café y bollos, así que tomen lo que deseen.

Para la mayor parte de los allí reunidos el anuncio fue una muy buena noticia. No sólo asistirían finalmente a Algo Importante antes de que lo anunciase el Post, sino que demás tendrían la oportunidad de comer los bollos con mucha fibra del Departamento, que eran celebrados como los mejores del distrito.

Hennessey se inclinó hacia Betsy, lanzándole el aliento alcohólico a la cara.

—¿Quieres café?

—Claro. No se moleste, me lo serviré…

—¡Siéntate! —gruñó—. ¿Un bollo?

—Sí, señor.

Hennessey se levantó como un resorte de la silla, se metió entre los administradores de alto nivel que se ajustaban las mangas, para que cuando Millikan honrase la sala con su presencia viese la cantidad adecuada de puños unidos por gemelos con el sello presidencial. Llenó, demasiado, la taza desechable de Betsy. Se sirvió café hasta la mitad de la suya y llenó el resto con crema y una cucharada de azúcar. Luego recordó que necesitaba un bollo para Betsy.

—Maldita sea —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. Nunca como antes de mediodía. —Se volvió hacia el de los puños más cercano, un tipo de la facultad Wharton perteneciente al Tesoro—: Bud, ¿me pones uno de ésos en el bolsillo de la chaqueta?

—¿Qué? —soltó el antiguo alumno de universidad de élite, demasiado sorprendido para ofenderse. Su mirada viajó hasta la identificación de Hennessey. De pronto estuvo encantado de recibir aquel trato campechano—. Estaré encantado de ayudarle, señor Hennessey.

—Muy amable por su parte —dijo Hennessey sin ironía aparente.

Volvió con Betsy, con los faldones de la chaqueta bamboleándose por el peso de los bollos y la medicación para el asma.

Washington era el mejor lugar del país para observar a extraños burócratas intentando valorarse unos a otros fingiendo no hacerlo. Pero mientras Hennessey se acercaba a Betsy, todos le miraban abiertamente y, cuando llegó a su lado, todos miraron a Betsy. Sintió calor en la cara. Hennessey le pasó el café y ella logró derramar un poco.

—Qué demonios —dijo él—. Tenemos quince minutos, bien podemos ponernos cómodos. —Tomó otra silla vacía y la situó frente a ella como si fuese una mesita para café. Dejó el café y el bollo y luego apartó su propia silla de la pared y la giró noventa grados para que él y Betsy pudiesen mirarse y juntar la cabeza como una pareja de amantes compartiendo confidencias en la terraza de un café—. Bien —dijo Hennessey en tono de conversación—, King te ha robado el puesto en la Alta Mesa para poder estar cerca de la grandeza. Probablemente estés aquí por insistencia de Spector. Spector probablemente supone que King va a llamar tanto la atención, por su incompetencia y su mal gusto en el vestir, que monopolizará la atención. Mientras tanto, tú puedes ser su mosca en la pared: el observador frío y distante que más tarde le informará. ¿Acierto, más o menos? No sufras, cariño, no tienes que responder… Sé que estás muerta de miedo. —Sorbió su café frío, pálido y espeso—. Así que ahora tienes la oportunidad de observar. ¿Qué hacen?

—Nos miran.

Hennessey se puso a susurrar:

—M-i-c, k-e-y, M-o-u-s-e…

Betsy apretó los labios para evitar sonreír. Hennessey susurró:

—¡Tú seria! Estás en lo más profundo de lo más profundo, donde no hay nada.

McDaniel y Millikan entraron en la sala.

—Ahí vamos —dijo Hennessey, y devolvió su silla a la posición original.

El vicesecretario McDaniel se sentó a la cabecera de la mesa, abrió su maletín de piel y dijo:

—¿Estamos todos? —Los ojos de todos los presentes se dirigieron a la silla vacía reservada para la Agencia—. ¿Hay alguno de nuestros hermanos de Potomac arriba?

—Canal de mierda arriba sería más apropiado —susurró Hennessey—. ¿A qué esperas? Ve a sentarte en esa silla, hermana.

El corazón de Betsy se detuvo durante un par de latidos antes de que comprendiera que se trataba de un ejemplo del morboso sentido del humor de Hennessey. Él había pasado más años en la Agencia que ella viva, y sabía perfectamente bien que si a Betsy se le ocurría usurpar el puesto de King en la gran mesa, éste le arrancaría la cabeza de cuajo.

El silencio se volvió insoportable cuando la puerta se abrió y King entró. Siempre se jactaba de ser capaz de encontrar un sitio para aparcar en cualquier parte de la ciudad. Estaba claro que en esa ocasión había tenido algunos problemas. Sudaba, murmuraba para sí y avanzó como pudo hasta su asiento.

—Lamento llegar tarde, he recibido algunos cablegramas de última hora —dijo.

Hennessey generó un sonido en lo más profundo de su garganta. Betsy no pudo evitar mirarle. El hombre contemplaba a King con una mirada de desprecio y condescendencia palpables, como si se tratase de un crítico teatral veterano viendo cómo un actor sustituto sin experiencia estropea la gran entrada. King miró por la sala mientras apartaba la silla, intentando localizar a Betsy. Un momento después de identificar la cara de la mujer reconoció también a Hennessey. La mandíbula literalmente se le cayó a los pies y se hundió en la silla con un gesto de aflicción.

—Empecemos —dijo McDaniel—. Todos saben de qué se trata: nuestro amigo el señor Hussein presuntamente ha estado usando mal los fondos de los contribuyentes americanos. Doctor Millikan, ¿nos ofrece el punto de vista de la Casa Blanca?

—Gracias, Larry —dijo Millikan—. Buenos días a todos. Me alegra que nuestro representante del ilustre Departamento de Transporte pueda estar con nosotros: señor… —Millikan dejó de hablar, frunció el ceño y volvió la cabeza hacia Howard King, entornando los ojos para leer la chapa con su nombre, sin poder distinguirla bien.

Sobre el rostro de King lentamente se extendió una expresión de horror atónito.

—King —logró decir—. Howard King. Eh, discúlpeme, doctor Millikan, pero soy de la Agencia.

Al empezar, Millikan se había mostrado brusco y apresurado, pero entonces se arrellanó y se sirvió despacio un vaso de agua, aparentemente disfrutando de la incomodidad de King.

—¿De Control de Armas y Desarme?

—No, doctor…

—¿De Información de Estados Unidos?

—No, doctor. La Agencia Central de Inteligencia.

—Oh, esa Agencia. Sabía que faltaba algo. Sí, por supuesto. Discúlpeme, señor Howard King —dijo Millikan. Habiendo completado la tarea de pasar por la quilla al jefe de Betsy, se sentó recto y se dispuso a hablar al centro de la mesa—. Iré directamente al grano. En la prensa se publican muchas tonterías sobre Saddam Hussein y sus ambiciones. Algunas son obra de nuestros amigos israelíes, que comprensiblemente están preocupados por la lamentable, pero culturalmente típica, retórica de Saddam. Otras noticias las propagan los enemigos políticos de la Administración, que siguen con su habitual tontería sobre la falta de visión política del presidente. Yo he venido a decirles que Saddam Hussein sigue siendo una piedra angular de nuestra política en Oriente Medio. Dos Administraciones le dieron apoyo en su lucha contra los iraníes, que sólo sienten odio por nosotros. El senador Dole llevó una carta personal del presidente Bush a Saddam Hussein en la que manifestaba nuestra preocupación por la impresión, que podría ser o no ser precisa, que nos causan sus acciones y declaraciones. El señor Hussein ha prometido responder a nuestras preocupaciones.

»Bien, la razón de que esté hoy aquí es intentar que todos ustedes se dediquen a lo mismo. Se les pide —dijo, tocando un montón de sobres— que ofrezcan en tres días sugerencias para contrarrestar las críticas a los créditos del Gobierno de Estados Unidos a Irak para exportación-importación; que ideen planes de ampliación y diversificación de los créditos agrícolas y comerciales que actualmente se conceden a Bagdad, y que desarrollen planes de implementación.

El ayudante de Millikan, con una identificación de personal de la Casa Blanca que le colgaba como un cebo llamativo, recogió el montón de sobres y los pasó. Cada uno iba marcado como «secreto» y contenía una Decisión Directiva del Consejo Nacional de Seguridad recién aprobada.

—Bien —dijo Millikan—. Dentro de treinta minutos me reuniré con el Presidente. ¿Hay preguntas o comentarios?

Los jugadores más veteranos de ese juego sabían que Millikan deseaba preguntas y comentarios tanto como deseaba mancharse con mierda de perro sus Duckers Wingtips, pero la costumbre lo obligaba a plantear la pregunta. McDaniel se dispuso a dar por finalizada la reunión cuando King, que había quedado conmocionado hasta el punto del coma, dijo:

—Puede contar con que todos colaboremos. —Momento en que se volvió y miró furibundo a Betsy.

Millikan murmuró:

—Estoy seguro de que podemos contar con ustedes. —Sonó casi como si se estuviese aclarando la garganta. Su ayudante saltó hacia la puerta y se la abrió. Millikan se fue hacia el despacho del Presidente, sin dejar nada atrás excepto un aura indefinible de Grandeza que para la mayoría de los presentes en la sala fue como el oxígeno puro.

McDaniel miró a todos y dijo.

—Gracias por venir. Esperamos sus contribuciones.

—Daría lo que fuese por leer tu informe sobre lo sucedido aquí —le dijo Hennessey a Betsy—. Dile al viejo Spector que le mando recuerdos.