CAPÍTULO 17

—¡Nos vamos a la costa de Jersey! —dijo Cassie un miércoles de mediados de junio—. No te comprometas a nada para el fin de semana, señora.

Betsy debía admitir que, a pesar de su constitución física, las jornadas de catorce horas de trabajo empezaban a hacer mella en ella.

—¿Por qué no a la costa de Virginia? ¿Para qué ir hasta Jersey? —dijo.

—Porque la familia de una de las personas con las que vamos tiene casa allí… en Wildwood. Y vienen cuatro personas más. Todas tienen al menos el nivel de altísimo secreto, por lo que todos son capaces de pasárselo bien sin hablar de su trabajo… o nuestro trabajo. No tienes opción. Salimos a la seis de la mañana, el sábado, y nos vamos a Jersey.

Betsy estaba impresionada: su compañera de piso se iba a levantar a las seis de la mañana. El resto de la semana estuvo muy bien… No sólo tenía la ilusión del fin de semana, sino que en el trabajo las cosas empezaban a cambiar. El petrolero de la política había empezado a virar lentamente, y Betsy, vigilando desde sus cubiertas, lo notaba en los cambios sutiles del viento. El jueves por la mañana, por la comunidad de inteligencia corrió el rumor de que a la semana siguiente el Departamento de Estado bloquearía quinientos millones en garantías de préstamos porque Agricultura se había visto obligada a admitir que se habían cometido irregularidades, incluidos sobornos al personal del Gobierno de Estados Unidos, y que subvenciones previas no se habían invertido en la compra de azúcar, arroz y maíz. Betsy lo saboreó durante unos minutos, imaginándose de qué humor estaría Millikan aquella mañana. Pasó el resto del jueves en reuniones y en una sesión de sensibilización para entender a las empleadas.

El viernes, Spector, a quien no veía desde hacía un mes, asomó la cabeza por la puerta de su despacho, le dedicó un guiño y un gesto con el pulgar hacia arriba y desapareció. Hacia el final del día llegó un mensajero con un sobre extremadamente confidencial de la central. «Uno de esos trabajos de “destruir antes de su lectura”», pensó Betsy. Lo abrió. Contenía una nota del DCI escrita a mano. Encabezaba el mensaje una advertencia: DESTRUIR DESPUÉS DE SU LECTURA. NO COPIAR.

Esto es una advertencia. Va en serio. Alguien ha estado observando tus actividades y conoce todas las peticiones que has realizado. Interrumpe tu proyecto durante al menos un mes.

«Muy interesante», pensó, y se acercó a la mesa de Thelma, la secretaria, para usar el destructor de documentos.

—¿Una carta de amor? —la pinchó Thelma.

—Algo así. Me voy. Buen fin de semana.

Salió del edificio Castleman. Era el primer día de calor de la estación y en el aire flotaba la neblina amarillenta del ozono caliente. Fue a casa por el camino largo, pasando junto al monumento a Iwo Jima, intentando ordenar las ideas.

La Casa Blanca seguía sin actuar de acuerdo a sus descubrimientos. Todo lo que había enviado al sistema había sido rechazado. Debía encontrar una forma de salirse del sistema porque, si no lo hacía, tal vez acabara muriendo mucha gente.

En una reunión había hablado con un jefe de división de Ciencia y Tecnología que había prestado a Betsy algo más que atención estrictamente profesional. La conversación había derivado hacia la guerra bacteriológica. Ella se había hecho la tonta y comentado que una de sus vacas, en el rancho, había muerto de carbunco. El tipo de Ciencia y Tecnología había resoplado. No les interesaba el carbunco; les interesaban los marcadores genéticos… gérmenes o toxinas capaces de matar a miembros de un grupo étnico y a nadie más.

—Eso es lo que busca Saddam.

—Entonces, ¿por qué el Ejército está desarrollando todas esas vacunas para el carbunco?

—Esa gente sigue luchando en la última guerra. El futuro está en la genética. ¿Por qué no vamos a cenar esta noche y hablamos un poco más?

—Lo siento, esta noche tengo reunión del grupo de estudio bíblico. ¿Quieres venir?

Había consultado lo de los marcadores genéticos y había descubierto que se trataba de una amenaza real, pero para cuya materialización faltaban al menos diez años, incluso en el caso de los americanos. El tipo de Ciencia y Tecnología sólo intentaba impresionarla. Pero se le quedó grabado algo que le había dicho: «Siguen luchando en la última guerra.» Los soviéticos habían realizado muchos trabajos sobre el carbunco, la OTAN había acumulado muchas vacunas. ¿La gente de Saddam era tan inteligente y tan eficiente como para comprender que otro germen sería más efectivo? Los técnicos nucleares de Saddam habían sido asombrosamente creativos a la hora de encontrar formas alternativas de enriquecer el uranio.

Sentía que estaba cerca. Pero no había conexiones.

Cuando Betsy llegó a casa se encontró a Cassie de fiesta, bailando por la sala con un CD de Janet Jackson a todo volumen. Cuando Betsy entró, Cassie bajó un poco el volumen y preparó un par de chupitos de Stoli.

—¡Nos vamos de este gueto burocrático! Vamos a ver agua salada.

Betsy cambió al canal meteorológico, se puso pantalones cortos y una camiseta y se tomó el vodka.

Sonó el teléfono. Cassie le dio al botón de silencio del estéreo y contestó. Prestó atención un momento para luego tapar el auricular y mirar inquisitivamente a Betsy.

—¿Has llamado a Control de Plagas Acme?

—¿Control de plagas?

—Sí. Es una empresa de desratización y esas cosas.

—No. ¿Están aquí?

—Sí. Abajo. Yo no los he llamado. —Por teléfono, Cassie dijo—: Debe de ser un error. —Prestó atención y luego se volvió hacia Betsy para decir—: Quieren hablar contigo.

—¿Señora Vandeventer? Jack Jenkins, de Control de Plagas Acme. Sus padres leyeron en el periódico que es posible que haya una plaga de cucarachas en Washington este año y le han regalado una desinfección.

Betsy enrojeció. La capacidad de su madre para avergonzarla no se reducía con el tiempo ni con la distancia.

—Vale, suban.

—¿De qué va esto? —preguntó Cassie.

El vodka, la larga semana y el agotamiento descendieron simultáneamente sobre Betsy, que se echó a reír. En cuanto hubo empezado ya no pudo parar. Le soltó:

—Mis padres leyeron acerca de una plaga de bichos y…

Y se dio cuenta. Y de inmediato dejó de reír.

—Venga, cariño, ¿de qué va todo esto?

—Es muy simple, han venido a matar bichos. Pero no creo que sea cosa de mis padres.

Jack Jenkins, el tipo de Acme, apareció con dos ayudantes, todos ellos con mono y gorra de Control de Plagas Acme. Pero no traían los habituales productos químicos y pulverizadores. Todo su equipo era electrónico.

—Una mala primavera con las cucarachas, señora Vandeventer. Sus padres hacen bien preocupándose por usted. Ya sabe que si damos con una es que hay otras cincuenta mil. ¿Le importa si cerramos las persianas? —Las cerró sin esperar la respuesta, y también cerró las puertas del balcón y las ventanas—. Algunos de estos pulverizadores provocarán interferencias en la tele —dijo, apagando con el mando a distancia el canal meteorológico. Mientras tanto, sus ayudantes apartaban los muebles de las paredes.

Se pusieron a recorrer el apartamento sosteniendo barras con pequeñas pantallas LED en el mango. Encontraron muchas «cucarachas». Betsy y Cassie se limitaron a sentarse muy juntas en el sofá del salón y contemplar lo que pasaba.

Jack les entregó una hoja de papel con la habitual advertencia de «quemar y tirar las cenizas por el retrete».

Creemos que tienen dispositivos de escucha de al menos cuatro fuentes diferentes. Sabemos que desde el octavo piso del Belvedere siguen todas sus conversaciones en el balcón y estamos razonablemente seguros de que son el blanco de un sistema de vigilancia móvil por microondas.

Betsy le mostró la nota a Cassie y luego escribió: «¿Quién?» Jack Jenkins se encogió de hombros y alzó las manos, en una respuesta predecible incluso si sabía la respuesta. Betsy entró en la cocina y quemó la nota bajo la campana extractora de la cocina. Luego tiró las cenizas por el triturador de basura. Volvió al sofá, se sentó junto a Cassie y vio cómo trabajaban.

Quitaron todo los embellecedores de enchufes e interruptores, con resultados muy interesantes. Encontraron un dispositivo en el pie de una lámpara y otro en el cable de conexión de la tele. Para los hombres de Acme todo aquello parecía ser pura rutina, algo que hacían todos los días.

De repente uno de los tipos soltó:

—Mierda.

Agarró una silla, bajó el detector de humos situado sobre la puerta principal y lo abrió.

—Vídeo. —Articuló las palabras sin pronunciarlas—: «No es nuestro.»

Jack Jenkins preparó otra nota.

No esperábamos esto. Aquí hay material del FBI y otro de origen desconocido.

Betsy le miró con severidad.

—Buen material —formó Jenkins con la boca y le dedicó un gesto sardónico con el pulgar hacia arriba.

Uno de los hombres desmontaba el auricular del teléfono que Cassie había traído de Atlanta. De él extrajo una pirámide de cerámica de aproximadamente un centímetro de lado y se la mostró a su jefe. Jenkins escribió otra nota.

Israelí. Convierte el teléfono en un transmisor continuo… Probablemente a menos de treinta metros haya un dispositivo maestro.

Media hora más y habían terminado.

—No deberían tener más problemas de bichos, señoras. Nos alegra haberles sido de ayuda.

Betsy los acompañó a la puerta y se dio la vuelta. Cassie sollozaba en el sofá. Betsy se sentó a su lado y también se echó a llorar. Nunca se había sentido tan humillada. Tres meses de vida privada convertidos en entretenimiento para un montón de gilipollas. Todas sus conversaciones privadas estaban grabadas. No compensaba.

—Pero ¿sabes qué? —dijo Betsy—. Hemos sido buenas, Cassie. Intachables. Nunca hemos hablado de nada de lo que no pudiésemos hablar. No tienen nada… sean quienes sean.

—¡Que les den! ¡Que le den a ser una buena chica! —gritó Cassie.

—Contrólate. Acme probablemente haya instalado tantos bichos como se ha llevado.

—Me importa una mierda —dijo Cassie—. Salgamos de aquí. Vayamos al coche y marchémonos.

—Ni lo sueñes. En el coche también hay bichos. Iré en metro al aeropuerto y alquilaré un coche. Tú haz las maletas y nos iremos.

Betsy agarró el bolso y la gabardina y fue caminando hasta la estación de metro de Rosslyn. Quince minutos más tarde entraba en la oficina de Avis.

—Quiero alquilar el mejor coche que haya disponible. No tengo reserva.

Cabo May era un pueblo de vacaciones inmaculado, de aspecto deliciosamente victoriano. Wildwood, a unos pocos kilómetros al norte, era su antítesis, con calles de moteles construidos en un hortera estilo arquitectónico en plan los Supersónicos abarrotados de adolescentes —ruidosos, borrachos, con cadenas de oro, gorras del revés y apestando a colonia a los que les gustaba oír la música a toda mecha y enseñar el pelo del pecho— venidos desde el sur de Filadelfia. Mientras atravesaban la ciudad, en varias ocasiones a Betsy y a Cassie las siguieron coches llenos de tales individuos, que les gritaban proposiciones indecentes y les mostraban carteles que decían «enséñanos las tetas». En cualquier otro momento, Betsy habría tenido miedo. Pero iba con Cassie y Cassie llevaba pistola. Así que se reían.

—¿A qué sitio me has traído?

—¿No es genial? —dijo Cassie.

La casa del amigo de Cassie era una estructura de ladrillo rematada por un terrado, con ventanas circulares que por lo visto pretendían parecer ojos de buey. Cassie tenía la llave. Entraron sus cosas, fueron hasta la tienda más cercana para conseguir comida cara con muchas calorías, poco valor nutritivo y menos fibra, y luego a la tienda de licores a comprar más Stolichnaya. Vieron una película de Rambo en la HBO para luego escoger camas y quedarse dormidas.

A las seis en punto el despertador interno de Betsy se activó y ella salió fuera para contemplar un maravilloso amanecer sobre el océano. La casa estaba a dos manzanas de la playa. Toda la gente vulgar del sur de Filadelfia parecía haberse refugiado, de momento, en el interior de las viviendas.

Le dejó una nota a Cassie y dejó atrás restaurantes y tiendas de recuerdos de camino a la playa. Anduvo siguiendo la línea de marea, interrumpida únicamente por el escándalo de las gaviotas y un corredor solitario demasiado concentrado en la música de su walkman como para reparar en ella. La orilla la tranquilizaba y disfrutó de un momento de paz. Respiró hondo, hasta el fondo de sus pulmones. No pensó en nada en absoluto. Cassie tenía razón. Le hacía falta descansar.

Quería nadar pero el ambiente seguía siendo un poco frío. Volvió a la casa. Wildwood iba despertando lentamente. Cassie seguía fuera de juego, en posición fetal sobre el costado izquierdo, con el pelo enredado en las pestañas. Ella también respiraba profunda y tranquilamente. Ella también se estaba recuperando.

Hicieron una visita matutina a la playa. Betsy, con su enorme sombrero de vaquera, y Cassie, con su gorra de los Atlanta Falcons. Volvieron a casa a prepararse el almuerzo y los amigos de Cassie aparecieron al fin, en un BMW, dándole eufóricos a la bocina.

Cassie sacó la mitad del cuerpo por la ventana de la cocina y los riñó por llegar tarde.

—No sabéis divertiros. Betsy y yo sabemos divertirnos. ¡Llevamos aquí todo un día!

Betsy empezó a sentir el ataque de la timidez… una sensación familiar. Se había sentido completamente satisfecha en compañía de Cassie únicamente y le habría dado igual que los demás se hubiesen rajado.

Eran cuatro. Como Cassie le había prometido, todos trabajaban para la seguridad nacional. Cassie ya le había hecho a Betsy un resumen biográfico, por lo que sabía quién era quién: Jeff Lippincott, de la Agencia, destinado a la división de visados de la USIA, cuyo tío era el dueño de la casa. Su novia, Christine O’Connell, graduada de Annapolis que trabajaba como analista para la DIA. Y dos tipos nuevos: Marcus Berry, del FBI, y Paul Moses… especialista en criptografía de la NSA.

—¿Cómo conoces a esa gente? —le había preguntado Betsy la noche antes.

—Todos van a mi iglesia —le respondió Cassie—. Por cierto, Marcus es mío. Paul es tuyo… Todo un guapetón.

A Betsy la había avergonzado tanto aquel comentario que prácticamente se había derretido. Cuando los cuatro entraron en la casa tan llenos de vitalidad y animados, enrojeció al recordarlo.

Sin embargo, debía admitir que Paul Moses era guapetón… aunque no guapo como una estrella de cine. Era un tipo corpulento, con unas manos que demostraban que había trabajado. De hombros redondos, tímido, bondadoso. Con el pelo rubio pajizo y los ojos azules.

Cassie ya le había sugerido una frase para romper el hielo y la había obligado a ensayarla.

—Eres un chico de granja, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Yo cultivaba patatas en Idaho.

—Y yo trigo en Palouse.

—Probablemente también seas Puma.

—Me has pillado. Asistí a la universidad estatal de Washington porque estaba a treinta kilómetros de casa. ¿Has visto el monte Kamiaken?

Así había sido. Había asistido a una ONU estudiantil en Pullman y admirado la vista de las montañas Moscow, Kamiaken y Steptoe desde las ventanas del edificio de la unión de estudiantes.

—La granja de mis padres está justo en la ladera norte del Kamiaken. Debo decirte que echo de menos el Imperio Interior.

—Entonces perteneces a la agencia inexistente.

—Sí. Me tienen encerrado en una jaula, me conectan por cable a un Cray y me paso el día procesando cifras.

—Mi vida es más o menos igual de interesante.

—No es cierto. Eres una infame. Me han advertido sobre ti. —Luego dijo con voz burlona y provocadora—: Te sales de tu cubículo, te sales de tu cubículo.

Betsy no enrojecía a menudo, pero cuando lo hacía era un espectáculo. Su piel blanca igualaba el tono de su pelo. Hacía años que nadie se burlaba de ella.

—Será mejor que tengas cuidado. Me dedico al asesinato.

—Oh, sí —dijo Moses—. Tengo claro que eres malvada hasta la médula. —Los dos rieron—. En serio, me importa una mierda. He desarrollado mi carrera en Washington. Llevo tiempo suficiente dentro. Es hora de que vuelva al condado de Whitman a cultivar ese duro trigo rojo.

—¿En serio lo dejas?

—Dentro de un año. Le prometí a mi padre que aguantaría cuatro. Quería asegurarse de que cuando volviese a casa lo haría porque así lo deseaba. Y lo deseo. Esta vida es una completa mierda. ¿Quieres una cerveza?

Betsy quería una cerveza. Se sentía atraída por aquel tipo.

—He traído unas Grant’s Ale… de Yakima. Voy a vomitar si tengo que oír otra vez lo de la superioridad de Sam Adams. Tú eres la primera persona del noroeste que he conocido aquí, así que voy a monopolizarte. Eh, chicos —les gritó a los otros cuatro—, dejadnos en paz.

Durante el resto del día hablaron de las puestas de sol en Palouse, de perros labradores negros, del viento, la gente sincera, su odio por la burocracia y de pescar truchas en el río Snake. Realizaron un estudio comparativo de sus respectivas épocas en el instituto, se rieron de los yuppies, intercambiaron historias de terror y ni en una ocasión lo estropearon mencionando nada ni siquiera remotamente clasificado.

Caminaron por la playa medio camino hasta Cabo May y de vuelta, sonriendo a los niños de tres años que jugaban con las olas, admirando a una pareja de vetustos ancianos que saltaban descalzos en la orilla recogiendo conchas, molestos porque los chicos tenían los estéreos demasiado altos, viendo las piruetas de las gaviotas que atacaban la basura. A última hora de la tarde el sol se ocultó tras nubes de tormenta y ellos se dieron la vuelta de regreso. Cuando llegaron a Wildwood ya era casi de noche. Algunos gamberros borrachos pasaron junto a ellos, pero la corpulencia de Paul y el hecho de que Betsy no tuviera miedo los convenció de irse con la música a otra parte. Al final se encontraron con Cassie paseando del brazo de Marcus Berry.

—A Christine la han reclamado en Washington y Jeff se ha ido con ella. Alguna mierda de espionaje militar —dijo Cassie—. Vaya fin de semana, ¿eh?

Empezaba a llover. Recorrieron la franja hortera de negocios que bordeaba la playa y dieron con un restaurante italiano que servía un menú decente de marisco. Con la política tácita de no mencionar el trabajo, mantuvieron una conversación normal, saludable y totalmente inconsecuente mientras cenaban, pasando de las películas a los deportes y comentando los méritos del Mac y el PC.

Cassie insistió en pagar. Rebuscando en su riñonera para dar con la cartera, sacó un sobre blanco. Parpadeó, momentáneamente sorprendida, y luego se lo pasó a Betsy.

—Oh, lo había olvidado —dijo—. Antes de irse, Jeff me pidió que te lo diese. —Betsy dio vueltas al sobre entre los dedos; no tenía nada escrito. Lo dobló y se lo metió en uno de los innumerables bolsillos de sus pantalones cortos de senderismo.

—Volvamos a casa —dijo Marcus—. Tengo en hielo una botella de Sovetskoe Champanskoe.

—Yo no puedo tomar —dijo Paul—. Los azúcares me dan asma. Pero adelante, yo me tomaré una cerveza.

Paul y Betsy hablaron del asma todo el camino a casa hasta que Cassie amenazó con sacar su arma reglamentaria y hacerlos callar si lo volvían a mencionar. La lluvia empezó a caer con ganas y se levantó viento; la ropa que llevaban ya era insuficiente. Se reunieron en el salón de la casa, se sirvieron tres copas de champán y una cerveza y Marcus propuso un brindis:

—Por estar fuera de Washington. —Entrechocaron las copas y Paul añadió—: Por días mejores.

Se sucedieron más brindis. Durante un momento se esforzaron por hablar los cuatro, pero la atracción entre Cassie y Marcus era tan evidente como entre Paul y Betsy. Cassie anunció que iba al baño a darse una ducha y abandonó la sala, apagando despreocupadamente la luz al salir. Un momento después Marcus la siguió y no volvió. Betsy descubrió que su cabeza se ajustaba de forma muy cómoda y natural al hombro de Paul y Paul descubrió que su largo brazo pasaba muy bien por los grandes hombros de Betsy, y a medida que fue avanzando la noche descubrieron muchas formas de acercarse aun más.

Se enrollaron en el sofá mucho, mucho tiempo, amenizados por el desfile interminable de los estéreos de los coches que recorrían las calles de Wildwood. Fueron pasando gradualmente por primera, segunda, tercera base… hasta encontrarse finalmente desnudos. Paul no tenía prisa, lo que resultaba agradable. Betsy le hizo saber que estaba lista. Paul se disculpó con dulzura, corrió al baño y buscó un preservativo en su neceser. Al volver, había perdido la erección. No hubo modo de que la recuperara… a pesar de que había estado completamente excitado desde el momento en que Betsy había apoyado la cabeza en su hombro.

—Lo siento —dijo al fin—, es una de esas cosas…

—No pasa nada —dijo Betsy—. He esperado treinta años. Puedo esperar un poco más.

—Oh. Bien… Mentiría si afirmase haber esperado tanto.

—Da igual. No insisto en que todos sean tan puros e inocentes como yo —dijo Betsy.

—La verdad… considerando la clase de personas con las que te relacionas, probablemente sea una medida más que razonable —dijo Paul.