CAPÍTULO 29

Septiembre

—¿Es tu primera vez?

El decano Kenneth Knightly, conduciendo su ZX destrozado por el óxido atravesando el puente de la interestatal Ochenta sobre el Misisipí, miró a Kevin Vandeventer, sentado en el asiento del pasajero con la ventanilla bajada hasta la mitad, intentando luchar contra el humo de cigarrillo de Knightly. Aunque el viento que entraba por los agujeros de óxido del suelo eran más efectivos que cualquier ventanilla.

—¿Mi primera qué? —respondió Kevin un tanto ofendido. No le caía bien el decano, sus botas de vaquero, su Camel sin filtro, su acento tejano, su americana azul de gran almacén. En resumen, no le gustaba el hecho de que el decano, a pesar de su buena posición, no hiciese nada por ocultar sus raíces agroamericanas—. He ido a Washington en varias ocasiones por asuntos del doctor Larsen, pero creo que ésta es la primera vez que tengo que asistir a esta reunión.

Knightly estaba picado. Aquel renacuajo con el pelo engominado le caía tan mal como él a Kevin. En parte, no le caía bien por la razón simple y evidente de que era un mierdecilla arrogante con un doctorado recién logrado y un armario lleno de trajes que todavía tenían la etiqueta del precio de saldo donde los había comprado. Pero eso era lo habitual. Realmente le caía mal porque trabajaba para Larsen, y Larsen era un malvado.

—Bien, entonces, deja que te cuente un poco de lo que haremos hoy, representando a la Universidad de Iowa Oriental. Asistiremos a la trigésimo octava…, creo que en el programa usan números romanos, por lo que creo que es la equis, equis, equis, uve, i, i, i. Es uno de los más antiguos mercados, posteriores a la guerra, de intercambio de esclavos blancos del mundo, aunque ahora sobre todo vendemos a marrones, negros y amarillos.

Intentaba provocar a Kevin, y Kevin se sentía demasiado provocado para saber qué hacer.

—Está bien que tú seas un cínico, pero nuestro trabajo, en nuestros laboratorios, consiste en salvar vidas y en hacer que el mundo sea un lugar mejor.

El decano se echó a reír.

—¿Cuántas lleva ya el Hacedor de Lluvia? ¿Doscientos cincuenta millones de vidas? —Apuró el cigarrillo y lanzó la colilla por un agujero del suelo—. Mira. Entiéndelo. De tu trabajo salen algunas cosas buenas…, la gente come, los estudiantes aprenden. Pero en las casas de putas también nacen algunos bebés maravillosos. Y tú, doctor Vandeventer, trabajas para el equivalente intelectual y multinacional de una casa de putas en la que, para lograr fines legítimos, tu chulo magnífico, el puto hijo de un contrabandista, ofrece servicios a cambio de mucho dinero, violando leyes, tratados y cualquier norma ética y moral… y trabajando contra los intereses nacionales de su propio país.

—¡Dios! —exclamó Kevin. Le habían educado para ser siempre amable, cortés y no estar abiertamente en desacuerdo…, sobre todo con alguien con quien estás a punto de pasar todo un día metido en coches y aviones. Le desequilibró el súbito ataque de Knightly.

—Oh, para él trabajan los mejores contables entre Chicago y Denver. Pero por favor, no me vengas con la cantinela de hacer que el mundo sea un lugar mejor. ¿Qué hay de esos jordanos falsos que estás trayendo?

—¿Qué quieres decir?

—Coño, doctor Vandeventer, conozco esa región. Por amor de Dios, he estado allí. Conozco los acentos. Sé cómo hablan, cómo caminan, cómo se visten y cómo piensan. Y si eso son jordanos, entonces tú eres Kim Basinger.

—Son estudiantes internacionales legalmente autorizados, con visado del Gobierno de Jordania y confirmados por nuestra embajada en Animan. Están legalmente en este país con los permisos adecuados.

—Sí. Claro. Bien, yo tengo mi propia red y mi propia experiencia, y puedo afirmar que la mayoría de ellos son iraquíes. ¿Y sabes qué?

Creo que, en el fondo, bajo todo eso de hacer que el mundo sea un lugar mejor, tú sabes que son iraquíes.

Kevin enrojeció, apretó los dientes y se conmocionó al comprobar que se habían empezado a formar lágrimas en sus ojos. Esa situación se parecía en exceso al pasado, cuando recibía las reprimendas verbales de su padre.

Knightly tenía razón. Kevin no lo sabía con certeza, todavía no era una idea consciente, pero había empezado a unir las piezas en el fondo de su mente.

Junto con las lágrimas incipientes, había empezado a moquear. Lloraba con demasiada facilidad. Se sacó un pañuelo del bolsillo, se sonó y contuvo las lágrimas. Creyó haber hecho muy buen trabajo controlándose antes de que Knightly se diese cuenta. Pero cuando Knightly volvió a largar, su voz fue mucho más amable, como si se hubiese dado cuenta y se sintiese mal. Kevin se sintió increíblemente humillado por ese gesto.

—Mira, Kevin. Quizá me sienta celoso. Yo estoy jugando a lo mismo…, aunque a otro nivel, y soy legal. Pero es el mismo juego. De eso va esta reunión.

Extrañamente, Kevin sintió que empezaba a relajarse. Desde la magia con los formularios W-2, se había hecho preguntas, pero jamás se había atrevido a plantearlas.

Knightly añadió:

—Deja que te hable de la Asociación Nacional de Estudiantes Internacionales de Ciencia, NAISS. Lo pronunciamos tal como suena[4]. Debió de ser cosa del Departamento de Relaciones Públicas de Larsen. Verás a gente de prácticamente todas las instituciones educativas de Estados Unidos y a representantes de todos los países del mundo. Es un mercado. Los extranjeros, sobre todo los de países realmente pobres, nos dejarán tener a sus individuos más inteligentes durante unos años y usarlos, como si fuesen esclavos contratados, para ganar dinero nosotros. Luego se los enviamos de vuelta con algunas iniciales detrás del nombre y un sombrero que no se pueden poner en público, permanentemente alienados de su cultura y de su identidad. Nosotros tomamos a esas personas con talento y el dinero que traen con ellas, las usamos para mantener nuestros laboratorios, impartir nuestras clases e investigar durante cuatro o cinco años, y luego las enviamos de vuelta para que se conviertan en nuestros satélites. Como pasa con el equipo de atletismo y sus maravillosos estudiantes con los que se ganan millones de dólares destruyendo sus cuerpos en el proceso para luego expulsarlos al mundo. En cualquier caso, la NAISS es el mercado en el que burócratas y universidades llegan a acuerdos que garanticen el suministro de materia gris desde Tombuctú. —Knightly agitó la cabeza con sorna—. Y nosotros declaramos que les hacemos un favor a ellos. ¿Tienes alguna idea de lo que le pasaría a nuestro sistema si se interrumpiese ese flujo de chicos?

No hablaron mucho más mientras Knightly llevaba su ZX por el territorio ondulado del norte de Illinois, por los límites de Chicago y hasta el aeropuerto Midway. Kevin intentó tranquilizarse repasando su lista mental por decimosegunda vez. Había apagado el aire acondicionado del apartamento, el horno y los quemadores. La plancha estaba desenchufada. Había dejado direcciones y números de contacto. El especialista en viajes de Larsen, contratado a tiempo completo, le había reservado una habitación en el Holiday Inn de Rosslyn, justo al otro lado del puente Key y de Georgetown, donde se celebraría la reunión, y a sólo cuatro manzanas del apartamento de Betsy… y el de Margaret.

Una vez limpiado tranquilizadoramente su escritorio mental, la realidad regresó, y con ella los miedos y las ansiedades. Durante los últimos meses le había preocupado constantemente una posible inspección de Hacienda. El caso Habibi y el interés continuo de Clyde Banks por el asunto también le inquietaban. Ahora, a esas molestas ansiedades superficiales se añadía el miedo mucho más profundo por el asunto de los nuevos estudiantes jordanos. Antes de la llegada de los nuevos a Wapsipinicon, a mediados de julio, todos los días hablaba con sus amigos de la embajada jordana… en ocasiones varias veces al día. Desde entonces no le habían llamado ni una vez, y cuando llamaba él, siempre estaban reunidos o de viaje.

Ya se le había ocurrido que si tenía problemas podría esperar muy poca ayuda por parte del Hacedor de Lluvia. Larsen trataba a Kevin con el mismo respeto que al teclado de su portátil… como algo útil, funcional y, sobre todo, reemplazable. Cuanta más autoridad le concedía Larsen —cuanto más profundizaba Kevin en sus negocios— más se alejaba Larsen personalmente. Las entrañas de Kevin sufrieron un espasmo y sintió que le faltaba el aliento. Repasó su mantra: «Estoy bien. No ha cambiado nada. No tengo más que controlar el alcohol y mantenerme tranquilo. No he hecho nada malo.» Subieron a bordo con las bolsas y encontraron dónde guardarlas. Tenían asientos contiguos. El decano Knightly ocupó la ventanilla y pareció disfrutar de la vista de Chicago en contraste con las aguas azul profundo del lago Michigan. Podía mirar casi directamente su amado Wrigley Field, donde los Pirates masacraban a los Cubs.

Cuando las azafatas hubieron servido los bocadillos, Knightly retomó la conversación donde la había dejado.

—Mira, en la NAISS hay mesas redondas, almuerzos, discursos y demás. Puedes ir si quieres. O encontrarte con gente como tú, muchos de los cuales buscan la forma de beber a costa de otro o acostarse en la cama de otro, o dar con la gerontocracia de la NAISS, personas que desean que les den la mano y les concedan premios por sus servicios distinguidos. La verdadera acción estará en los bares o en las suites de los hoteles. Me gusta ver cómo la gente se manipula mutuamente y ver a mis viejos amigos: a los dos que tengo. Así que cuando lleguemos al Nacional no me volverás a ver.

No era ningún problema para Kevin, que en Washington sólo deseaba ver a una persona. Para su inmenso deleite, Margaret le había dejado un mensaje en el hotel, diciéndole que se pasaría después del trabajo para tomar algo juntos. Kevin estaba convencido de que podría convertir la copa en una cena… y si lo lograba, ¿qué le impediría convertir la cena en algo más íntimo?

Se duchó y se afeitó por segunda vez ese día, dejándose la piel resentida e irritada. Luego hizo una reserva para cenar en un restaurante caribeño chulo de Adams-Morgan.

Se encontró con Margaret en el vestíbulo y tomaron el ascensor hasta el último piso del hotel. Tenía un aspecto demasiado bueno para ser cierto… Kevin no podía creer que acabara de terminar un largo día de trabajo. Betsy siempre parecía destrozada y agotada cuando volvía de trabajar… quizá porque insistía en ir siempre caminando.

«Por favor, esperen aquí», decía el cartel. Margaret pasó y se apropió de la mejor mesa del bar, junto a la ventana, mirando a Roosevelt. Pidió un refresco; Kevin pidió Stoli seco.

—Y algo de picar.

—Algo de picar —repitió el camarero, imitando descaradamente las vocales de campo de Kevin—. ¿Piedras o paredes?

—Galletitas y cacahuetes, gilipollas —dijo Kevin. El camarero alzó las cejas, se volvió y se alejó tecleando en su bloc electrónico.

—No es una buena noche, ¿eh? —dijo Margaret, sosteniéndole la mano durante un momento. La sensación subió por el brazo y estalló en su cerebro—. ¿Qué te incomoda?

Kevin se recostó. Quería pasarse la noche mirando el rostro de Margaret, pero ella le observaba con una mirada penetrante que le obligó a apartar la vista. Miró por el ventanal el atasco de tráfico en el paseo y el puente Roosevelt, los aviones que aterrizaban en el Nacional.

—Estamos muy lejos del condado de Forks, Iowa —dijo—. Y Forks está muy lejos de la granja de patatas. Mucha gente viene a Washington como si nada… utilizan la ciudad como si fuese una cabina telefónica pública. Para mí es muy importante. —Agitó la cabeza—. Mierda. Siento tantos celos de Betsy. El trabajo que hace. El acceso que tiene. ¡Habló con el presidente!

—Kevin, si supieses…

—Sí, sí, sé que en su trabajo tiene también grandes problemas. Pero el mío también. ¡Si tú supieras los problemas que tengo! —Rio—. Lo aguanto porque me trae hasta aquí. A Washington, donde todas las noches puedo mirar río abajo hasta Jefferson. Y salir con mujeres increíblemente hermosas como tú.

—¿Mujeres? ¿Tienes a más de una?

Kevin enrojeció, horrorizado por el error que había cometido. Pero Margaret se rió… Sólo le chinchaba.

Nunca se había sincerado tanto con ella. Hasta esa noche, sólo había fingido. Había hecho lo posible por hacerle creer que era uno de esos que conocían los entresijos del Gobierno. Le resultaba muy agradable descargarse. A Margaret no parecía importarle… Todavía no se había puesto de pie para salir corriendo de allí. Es más, le sonreía cálidamente, deseosa de oír más.

—Cuéntame lo del problema —dijo—. ¿Qué te inquieta?

—Probablemente haya tomado muy malas decisiones, Margaret. Si me voy ahora, podría conseguir trabajo como profesor contratado en alguna facultad de mierda por la zona de Misisipí. Si cabalgo la ola, puede que acabe bien.

—Depende de la dirección de la ola —dijo ella.

—Vale —dijo Kevin, y vació el vaso de un trago—. Te lo contaré. Demonios, eres de la CIA, estás aislada de todos los asuntos nacionales, y esto es nacional, por lo que no debería interferir en tu trabajo… ¿no?

Margaret se encogió de hombros.

—No puedo hablar sobre mi trabajo —dijo.

—Sé lo que haces —dijo Kevin—. Te sientas delante de una estación de trabajo y escribes informes, como mi hermana. —Pero en realidad a Kevin no le importaba. Tenía que contarlo ahora. Así que se puso a contárselo todo… Cómo había logrado entrar, años antes, en el imperio del Hacedor de Lluvia llegando hasta lo más alto, y cómo cierta tarea extraña había aparecido en su escritorio en mayo, relacionada con unos estudiantes graduados jordanos que debían imperiosamente entrar en el país no más tarde de mediados de julio y que parecían contar con el apoyo de una cantidad infinita de dinero e influencia. Le contó lo de todos los hilos de los que había tirado, la burocracia que había manipulado, las mentirijillas que había contado, las leyes y reglas que había forzado para lograrlo. Después de usarlo para sus propósitos, sus amigos jordanos lo habían tirado como un condón usado, y en las últimas semanas Larsen se había distanciado.

En cierto momento se dio cuenta de que llevaba hablando una hora entera y que se había tomado tres o cuatro Stolis. Pagó la cuenta y llevó a Margaret al garaje, donde había aparcado el coche alquilado.

—Ahora que he derribado mi fachada de ser el manipulador de Washington definitivo —dijo—, ¿crees que podrías indicarme el camino a Adams-Morgan?

—Fácil —dijo ella—. Dame las llaves y conduzco yo.

—Es de alquiler… No eres una conductora autorizada —dijo.

—Ni tú tampoco, después de cinco vodkas en hora y media —le respondió—. ¿Pedimos un taxi?

—Vale, vale —dijo, y le dio las llaves.

Los llevó por el puente Key, atravesando la extraña mezcla de pijo y hortera que era Georgetown, y llegaron a la avenida Rock Creek.

—Un atajo secreto al norte —dijo ella, acelerando en una curva hacia un valle boscoso. Unos minutos después tomaron una rampa de salida y aparecieron en una zona diferente. Margaret enfiló al este, hacia la frontera entre el oeste afluente del distrito y el este en guerra, para llegar a una calle bulliciosa e iluminada de neón llena de restaurantes étnicos, antros de comida rápida, quioscos y bodegas. Era la antítesis de Wapsipinicon y resultaba bastante exótico incluso para Washington. Margaret se detuvo delante del restaurante.

—Sal —le dijo— y pilla una mesa. Yo aparco.

—¿Estás de coña? —dijo—. Todavía tengo dentro de mí la cantidad suficiente de macho imbécil para no dejarte caminar sola por aquí.

—Como quieras —dijo ella, y luego pasaron quince minutos buscando un sitio. Los círculos cada vez más amplios de la búsqueda los llevaron a zonas más tenebrosas y menos agradables del vecindario; finalmente dieron con un hueco en la calle, debajo de una farola, a una manzana del flujo principal. Desde el coche parecía tenebroso y peligroso, pero cuando salieron y se pusieron a caminar por la acera no les pareció tan mal. Había muchos peatones, hispanos de todas las edades y sexos.

El restaurante estuvo genial… Kevin había elegido bien. Cerveza caribeña helada. Pollo, frijoles negros, arroz, carne al curry en pan plano, emperador a la plancha. No volvieron a hablar de los problemas de Kevin. En lugar de eso hablaron de sus investigaciones y sus sueños.

En el fondo Kevin era vagamente consciente de que habían pasado todo el tiempo hablando de él y que él apenas sabía nada sobre Margaret. Pero no era culpa suya. Era difícil conseguir que una mujer hablase cuando su trabajo era secreto y su pasado familiar, aparentemente, un tema tan delicado que debía evitarse a toda costa. Anotó mentalmente corregir ese desequilibrio en algún momento.

Pero no sería esa noche. Todo iba demasiado bien.

Kevin cargó la comida y las copas en su tarjeta y salieron a la noche. La multitud de la calle era diferente, en su mayoría eran jóvenes, no gente de todas las edades como antes. Y cuando abandonaron la calle principal camino del vecindario desolado donde habían aparcado, las aceras estaban desiertas menos por un par de jóvenes hispanos que cargaban con una batería que acababan de arrancarle a un vehículo.

—Espero que no sea la nuestra —dijo Kevin, y no pudo evitar reír.

Margaret le soltó el brazo y abrió el bolso.

—¿Qué haces? —dijo él.

—Busco las llaves del coche.

Caminaron unos metros más.

—¿Dónde están? —preguntó él.

—¿El qué?

—Las llaves del coche. Has dicho que las buscabas.

Margaret no dijo nada. Kevin se sacó las llaves del bolsillo y las agitó.

—Me las has dado a mí, ¿recuerdas? —Sonrió encantado, pero ella no pareció encontrarlo gracioso. Más todavía, ni siquiera parecía estar prestándole atención—. ¿Dónde está la maldita farola en la que aparcamos? —dijo, mirando calle arriba.

—Tres coches más allá —dijo—. Se ha apagado por alguna razón. —Se detuvo—. Kevin, esto no me gusta. Vámonos.

—¿Vámonos? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, de vuelta a la calle principal.

—Margaret, el coche está ahí mismo. Si quieres irte, deberíamos irnos en coche.

A Kevin le parecía más que evidente. Por alguna razón, a Margaret no le convencía. Se quedó allí, indecisa, un momento, luego avanzó y le quitó las llaves a Kevin.

—Vamos —dijo.

Ya estaba sentada y metiendo la llave antes de que él hubiese podido abrir la puerta. Pero cuando Kevin se sentó y cerró la portezuela, ella ya estaba frenética.

—¡Maldita sea!

—¿Qué pasa?

—No arranca.

—¿Quieres que pruebe yo?

—¡Siéntate y no te muevas! —dijo con voz dura, la voz de alguien acostumbrado a dar órdenes. Kevin la miró, asombrado, y vio que miraba por el parabrisas.

Kevin miró también y vio a un hombre, en la acera, junto al coche. Un hombre corpulento con una sudadera con capucha, con la capucha cubriéndole la cabeza. Tenía la piel oscura, un gran bigote y gafas de sol. Se sacaba algo de la cintura.

Oyó a su izquierda un chasquido metálico. Miró para ver que Margaret había metido la mano entre las piernas, en busca del bolso, y había sacado algo grande y pesado.

Era una pistola. Una semiautomática. Justo delante de la cara de Kevin. Podía ver el nombre del fabricante y el número de serie estampado en el cañón. Acababa de cargar una bala. Estaba amartillada. Gritó algo. No a Kevin, sino a la persona de fuera. En el exterior del coche, dos voces masculinas diferentes comenzaron a gritar en una lengua desconocida. Parecían sobresaltados y molestos. Pero Kevin tenía la vista fija en el arma, delante de su cara. Vio que el percutor saltaba.

Luego, durante un buen rato, sólo oyó disparos.

El parabrisas se rompió de inmediato. No se desmoronó pero se convirtió en una red de grietas, por lo que se volvió casi opaco. Las figuras del exterior eran sombras vagas, totalmente desenfocadas. Kevin se había dado cuenta de que había otra más en la calle, en el lado de Margaret.

Las roturas del vidrio destellaban cuando saltaban las llamas de la pistola de Margaret o de las armas del exterior, y en esos momentos todo el parabrisas parecía convertirse en una lámina de fuego. En algunos puntos el parabrisas tenía grandes agujeros circulares. El número de agujeros se fue incrementando a medida que continuaban las explosiones.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que llevaba tiempo sin oír ninguna. Seguían sentados, él y Margaret, igual que unos momentos antes, cuando se disponía a arrancar el coche, a punto de volver a la habitación de hotel de Kevin para realizar más actividades sociales no especificadas. Pero buena parte del parabrisas había desaparecido y el coche estaba lleno de humo. El llavero seguía colgando del contacto, como un péndulo.

En ese momento recordó lo que Margaret había gritado tras sacar la pistola y antes de que se iniciasen los disparos. Había gritado: «¡FBI! ¡FBI!»

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Margaret no respondió.