CAPÍTULO 47

Diciembre

George Bush siempre pillaba un tremendo resfriado a principios de diciembre, y aquel día, la mañana antes del «día de Pearl Harbor», mientras James Gabor Millikan le ofrecía el informe de seguridad nacional de primera hora de la mañana, lo padecía. Millikan, por otra parte, estaba exultante. Había logrado salir del desastre por estar excesivamente a favor de Saddam. Por medio de su grupo de trabajo de Irak había bloqueado a Hennessey y a esa analista de mierda de la Agencia cuyo nombre había olvidado pero a la que habían tratado severamente y que pronto quedaría relegada al más absoluto olvido. Había tenido un momento triunfal organizando la situación en Naciones Unidas, por lo que había recibido grandes dosis de aprobación del presidente y de la prensa. Todo iba bien… excepto que el presidente tenía aquella mirada en la cara.

George Bush, bajo toda su rigidez, sus aires de Yale y su mal uso del lenguaje, tenía un problema enorme desde el punto de vista de James Gabor Millikan. Era un blando. La gente le caía bien. Se preocupaba por la gente. Le preocupaban de verdad los ataques con gas, la guerra química y sus queridos estadounidenses muriendo en las arenas del desierto. Lo que molestaba a Millikan.

—¿Qué hay de las armas químicas y biológicas? —preguntó el presidente volviéndose hacia su consejero militar.

—Nada nuevo. Si lanzan algo será alguna de esas armas sudafricanas, nada que no podamos controlar.

—¿Estás seguro? ¿Totalmente seguro?

Millikan intervino.

—Si me lo permite, señor, creo que está innecesariamente preocupado por los informes de esa analista que fue expulsada del servicio después de fallar miserablemente una prueba poligráfica rutinaria.

Bush tenía una forma peculiar de mirar a la gente, y en ese momento empezó a aplicársela a Millikan. No dijo nada, lo que era todavía peor. En momentos así, Millikan no soportaba el silencio.

—Nuestro grupo de trabajo, que usted mismo dijo que era extraordinario de arriba abajo, se ocupa de ese tema.

—¿Qué hay de Hennessey?

—Está con nosotros, señor.

—¿Para quién trabaja ahora? No me acuerdo.

—Para el FBI, señor presidente.

—¡Oh, estupendo! Así que puede dedicarse a asuntos internos sin levantar ampollas en la prensa.

—Si es necesario, señor presidente. Pero no consideramos que los asuntos nacionales sean muy importantes.

Cuando Millikan abandonó la reunión, su ayudante, Dellinger, le esperaba con cara de inquietud.

—¡Suéltalo! —dijo Millikan mientras recorrían juntos el pasillo.

—En el Des Moines Register han recibido otra historia disparatada que, otra vez, plantea preguntas curiosas —dijo Dellinger y se puso a contarle una historia demencial sobre una ciudad universitaria perdida en Iowa.

—Dios santo —dijo Millikan—, haz lo necesario para que esa historia no se publique. ¡Justo lo que nos hacía falta!, que el presidente se entere de algo así.

—Sí, señor. Ya supuse que opinaría eso y he dado instrucciones.

—¿Algo más?

—Sí. Debería saber que Hennessey se ha reunido un par de veces con Vandeventer… la de la CIA. Debo añadir que no han sido muy discretos.

—Me empieza a cansar esa mujer —dijo Millikan y suspiró—. ¿Qué grado de acceso tiene? ¿No le cancelaron todos los permisos?

—Afirmativo, siguiendo sus instrucciones.

—Entonces, me gustaría que estudiases la posibilidad de hacerle durante una temporada la vida muy desagradable y difícil a Hennessey… —dijo Millikan—, usando a Vandeventer como prueba. Su fachada de trabajar para el FBI no es más que una farsa poco convincente. Cualquiera con un cociente intelectual de más de un dígito sabe que realmente pertenece a la CIA. Y no me importaba siempre y cuando persiguiera a turcos o lo que fuese.

—Sí, señor. Perseguía turcos vakhanes.

—Pero ahora se ha metido en este otro asunto. Y creo que ha sido muy descuidado al relacionarse tan abiertamente con una mujer que abandonará la Agencia en unas horas. En serio, ¿qué sentido tiene una ley que impide a la Agencia operar dentro de las fronteras de Estados Unidos si se toleran filtraciones como ésta? Creo que las acciones de Hennessey plantean inquietantes dudas éticas que darían para un reportaje periodístico mucho mejor que todas esas tonterías sobre los iraquíes y el botulismo.

—Conozco a varios periodistas muy sensibles a las cuestiones de ética gubernamental —dijo Dellinger—, y que no sienten ni el más mínimo aprecio por la Administración republicana. Si no le importa, les pasaré la idea… anónimamente, claro.

Pero Millikan no había hecho más que empezar. Cuanto más lo pensaba, más amplio le parecía el horizonte. Se le ocurrió una idea maravillosa y jugó con ella antes de manifestarla.

—De hecho, creo que éste es precisamente uno de esos asuntos para los que tenemos inspectores generales. —Alzó una ceja a Dellinger, quien parecía conmocionado por la osadía de la idea.

Pero el asombro de Dellinger se transformó rápidamente en una especie de excitación maliciosa.

—Es artillería muy pesada —dijo.

—Estamos en guerra —dijo Millikan—. Subamos todas las apuestas.

—Entonces, estudiaré la idea —dijo Dellinger y le dedicó a su jefe un saludo perfecto. Salió de la Casa Blanca y corrió al coche para partir en busca de los inspectores generales.