CAPÍTULO 52

Clyde corrió hasta su unidad, intentó detenerse demasiado tarde, patinó el último tramo y chocó con fuerza contra el lateral del coche. Durante un momento pensó que se alegraba de que su carrera hubiese terminado, para no tener que ir a sacar a gente de las cunetas durante lo que prometía ser un tiempo muy desagradable. Luego recordó que probablemente lo que estuviese haciendo sería todavía peor.

Subió al coche y se fue a casa de Knightly, sin atender las peticiones que le llegaban por radio: un coche en la cuneta por aquí, un mejicano que precisaba ayuda para arrancar por allá. Sintió la tentación de apagarla, pero la dejó encendida por si sucedía algo interesante.

Fazoul le había oído entrar en el jardín lateral de los Knightly y ya estaba a medio camino escalera abajo, vestido con su chándal de los Twisters con la capucha bien cerrada alrededor de la cara.

—El avión —dijo.

—Sé dónde lo hicieron —dijo Clyde—. Justo al lado del aeropuerto.

Fazoul hizo un gesto de exasperación y agitó la cabeza. Guió a Clyde por el patio hasta la puerta trasera de los Knightly, sin que le importase si los vecinos le veían, recogió una llave oculta y abrió la casa.

Por decimosegunda vez en el último par de días, Clyde sacó del bolsillo un trozo de papel con diez u once números diferentes relacionados con Hennessey y se puso a marcarlos. Al final dio con alguien que trabajaba en Navidad y que envió la llamada a lo que sonaba como un teléfono aéreo de un avión.

—¡Hola! —ladró Hennessey para hacerse oír sobre el ruido de los motores.

—Feliz Navidad —dijo Clyde.

—Sí, Clyde. ¡Feliz Navidad! Hace media hora pasamos por encima de ti.

—Tengo que hablarle sobre esos iraquíes.

—¿Han construido un oleoducto?

Hennessey parecía alegre, casi exultante. Clyde se preguntó si él mismo había estado tan rebosante de confianza una hora antes, al entrar en el bufé de Metzger.

—No. Han aterrizado un Antonov.

—¡Por amor de Dios bendito! —dijo Hennessey. Lo repitió un par de veces más, con la voz apagándose lentamente en cada ocasión.

—¿Qué hacemos? —preguntó Clyde. Al otro lado, oyó que Hennessey gritaba:

—Buscadme todas las estadísticas sobre los transportes Antonov y tenedlas listas. Es un avión soviético muy grande. —Luego—: Clyde, sigo aquí. Estoy pensando. —No dijo nada durante treinta segundos. A continuación le habló a otra persona—: Decidle al piloto que calcule una ruta polar desde Nishnabotna hasta Bagdad. Tiene que repostar en alguna parte. ¡Moveos!

—¿Podríais derribarlo en algún punto sobre el océano? —preguntó Clyde. Luego se mordió la lengua, recordando la tripulación rusa a la que había ayudado en el maizal, en primavera.

—Si el presidente diese la orden —dijo Hennessey—. Pero no creo que a nuestros aliados soviéticos les hiciese mucha gracia.

Clyde dijo:

—¿Los vuelos internacionales no requieren alguna comprobación de pasaportes y permiso de exportación?

—Lo miraré. —Hennessey gritó más órdenes; Clyde tuvo la impresión de que en el pasillo del avión había una fila interminable de agentes del FBI, cada uno esperando a que Hennessey le gritase. Habló—: Por la ventanilla veo el tiempo de tu zona, o más bien el tiempo que te llegará dentro de unas horas, y me parece una mierda. ¿Tengo razón?

—Lleva una hora helando. La temperatura cae a plomo. Ahora nieva.

—Por tanto, si retrasamos lo suficiente el papeleo ahí, podrían quedar atrapados por la nieve.

—Si se trata de eso —dijo Clyde—, puedo meter el coche en medio de la pista e impedir que despeguen.

Hennessey lo consideró durante un rato. Fazoul no tuvo que pensarlo demasiado; ya decía que no con la cabeza.

—Clyde —dijo Hennessey—, no creo que queramos que se sientan atrapados. Verás, en las últimas veinticuatro horas ha sucedido algo muy gracioso.

—¿Gracioso?

—Sí, si te gusta el humor negro. De pronto, todos se han despertado. De pronto la gente de Washington se está tomando en serio esto de la botulínica. En caso contrario, no hubiese conseguido este maldito avión. Pero ya es demasiado tarde.

—¿Qué quiere decir con demasiado tarde?

—Clyde, ya han fabricado la puta toxina. Y ahí está, en la puta Iowa, prácticamente en los suburbios de Chicago si el viento sopla a favor, ya entiendes a qué me refiero. Deja que lo explique de esta forma: si la hubiesen fabricado en Irak e intentasen traerla a Estados Unidos, haríamos lo posible por evitarlo, ¿no?

—Sí, supongo que lo haríamos.

—Bien, ya está aquí. Nada te gustaría más que sacar esta mierda del país. Y eso es también lo que quieren ellos. Mi chica Betsy lo dedujo.

—¿Betsy?

—Una de mi equipo. Finalmente lo dedujo todo. Los iraquíes quieren lanzar esa mierda a Israel.

—¿Y eso?

—Si la usasen contra nosotros, Bush se volvería loco y les daría con todo lo que tenemos. Por otra parte, si la usan contra Israel, entonces los israelíes se volverán locos, bombardearán Bagdad y acabarán con la coalición… y los países árabes se pondrán todos de parte de Bagdad. Por tanto, resulta que ahora mismo tus iraquíes intentan hacer exactamente lo que mucha gente de nuestro Gobierno quiere que pase.

—¿Quiere dejar que se vayan? —exclamó Clyde. Fazoul se envaró y fue a otra habitación para escuchar por otra extensión.

—En lo que a mí se refiere —dijo Hennessey—, si conseguimos que queden retenidos por las condiciones climatológicas, podemos enviar a algunos agentes y resolver la situación con tranquilidad y de forma controlada. Podría salir bien. Pero un sheriff kamikaze metiendo una ranchera en la pista es mala cosa. Los pondría nerviosos y, por lo que sabemos, pueden tener ese contenedor envuelto en explosivos de alta potencia que lancen la toxina a los tremendos vientos de la tormenta, que van directamente hacia Chicago.

»Pero es sólo mi opinión —añadió Hennessey después de una pausa para permitir que Clyde comprendiese lo que acababa de decir—. En lo que se refiere a mucha otra gente, estaría bastante bien que esos iraquíes despegasen con su Antonov y nos librasen de una gran amenaza… una amenaza muy vergonzosa. —La voz de Hennessey se apagó durante unos minutos mientras hablaba con otros agentes.

Clyde pensó en lo que Hennessey acababa de decir y comprendió por primera vez que todo aquel asunto podía no salir a la luz… que Jonathan Town podía no escribir jamás su artículo para el Des Moines Register y que la carrera de la gente de Washington responsable de aquel desastre podía no sufrir absolutamente ningún daño.

—Buenas noticias, Clyde y quien sea que esté escuchando por la otra extensión —dijo al fin Hennessey—. El piloto ha calculado los detalles de la ruta del Antonov. Conocemos la autonomía aproximada del avión. Así que sabemos con seguridad que, si usan la gran ruta ártica para llevar el cabrón hasta Bagdad, tendrán que repostar en algún lugar del Atlántico Norte, probablemente en Islandia. Por tanto, ahí tenemos una solución buena para todos. Salen disparados de este país. Se quedan sin combustible y nosotros esperamos por ellos a que aterricen en alguna zona olvidada de Dios en lugar de derribarlos, lo que destrozaría nuestra alianza con los soviéticos. Allí los pillamos.

—Así que no quiere que haga nada —dijo Clyde.

—Demonios, Clyde, ya has hecho muchísimo. Descubriste todo el puto caso. Simplemente a Washington le llevó mucho tiempo despertar. Si ahora haces algo, pondrás en peligro a la mitad del Medio Oeste.

—Comprendo.

—Corto y cierro. Hablaremos más tarde. —Y la llamada se cortó.

Fazoul entró.

—Me gustaría ir en ese avión —dijo—, para asegurarme personalmente de que no pierdo otra familia como perdí la primera. ¿Me llevas al aeropuerto?

—Demonios —dijo Clyde—, si lo único que Saddam quería era soliviantar a los israelíes, no tenía por qué fabricar tanta cantidad de toxina. Así que ahora mismo me parece que le debo a mi esposa ir al aeropuerto en persona y ver de qué va esto.

El hielo estaba cubierto por una capa delgada pero creciente de nieve seca y esponjosa que lo volvía todavía más resbaladizo, como el polvo sobre el suelo de un salón de baile. Clyde puso las cadenas en las ruedas traseras del coche patrulla y salió para el aeropuerto con Fazoul en el asiento del copiloto.

El tiempo estaba fatal y Clyde pasó la mayor parte del viaje girando el volante hacia donde estuviesen patinando. En dos manzanas golpeó a otros tantos coches aparcados pero siguió avanzando, razonando que si al día siguiente seguía con vida, cumplimentar los informes de los accidentes sería un placer.

La interestatal Cuarenta y cinco estaba cerrada. Los grandes camiones habían empezado a acumularse en el enorme aparcamiento de Barras y Estrellas, con los motores en marcha, las luces y las televisiones brillando en el interior de las cabinas. La empresa estaba formada por varios módulos: un motel, un restaurante, una gasolinera, un lavado de camiones y una tienda. Clyde paró delante de la tienda, puso el freno de mano y entró.

—Feliz Navidad, Clyde —dijo Marie, la cajera, quien, al igual que Clyde, siempre parecía disfrutar de los peores turnos.

—Feliz Navidad, Marie —dijo Clyde. Sacó la tarjeta de crédito y la dejó sobre el mostrador.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Dame cigarrillos.

Marie frunció el ceño.

—No sabía que fumaras.

—No fumo.

—Bien, ¿cuántas cajetillas quieres?

—Todas lo que tengas —dijo Clyde.

Siguió por carreteras secundarias hasta el aeropuerto. La visibilidad era pésima, pero cuando estuvo a menos de un kilómetro del aeropuerto distinguieron vagamente el fuselaje del Perestroika, que creaba una joroba en el paisaje, como un acantilado distante, con una cola más alta que la mayoría de los edificios de las ciudades gemelas.

—¿Qué piensas? —dijo Clyde.

—Con todos los respetos para ti y tu hermoso país —dijo Fazoul—, la actuación de tu Gobierno en este caso no ha sido como para ganarse mi admiración. Hay muchos detalles que pueden impedir que el plan de Hennessey salga bien. ¿Y si los iraquíes afirman haber escondido un contenedor de la toxina en algún lugar de una ciudad importante y amenazan con volarlo o echarla al suministro de agua? El presidente dejará que carguen todo el combustible que quieran en Islandia. Incluso les pondrá una escolta hasta Bagdad.

Clyde no dijo nada. No estaba tan seguro de que Bush fuese un cobardica como decía Fazoul. Pero debía admitir que un sano escepticismo era probablemente la mejor política.

En lugar de ir directamente al aeropuerto, Clyde lo rodeó hasta el otro lado y entró por el sur, pasando directamente por delante de la granja lechera arruinada de la que le había hablado Buck. El desvío no era estrictamente por curiosidad; también les permitiría aproximarse al Antonov desde una dirección inesperada, lo que reducía las posibilidades de que los viesen.

La granja estaba separada del aeropuerto por una alta verja de alambre, e incluso desde la carretera Clyde vio que habían abierto en ella un boquete y que un par de gruesas huellas de neumático de camión, que se llenaban rápidamente de nieve, atravesaban el hueco yendo en línea recta desde el granero a una de las pistas más cortas.

Desde donde estaban podían ver directamente el aeropuerto y el Perestroika. La nieve convertía al avión en una silueta gris oscuro en medio de un universo de nieve. Habían levantado el morro para abrir la zona de carga, lo que daba al aparato el aspecto de un gigantesco cocodrilo de aluminio con la boca abierta para tragarse algo: una enorme cápsula roja colocada en la zona de estacionamiento, esperando a que un pequeño tractor la subiese a bordo.

Dejó la granja atrás, avanzando unos quinientos metros más, por si los iraquíes habían apostado vigilancia y, finalmente, aparcó la unidad en la cuneta. Allí no la verían y, si lo hacían, daría la impresión de que se había salido de la carretera. Como ayudante del sheriff de servicio, le hubiese resultado fácil dar con una excusa plausible para ir en coche directamente a la pista y ponerse a echar un vistazo, pero se le había ocurrido que los iraquíes ya debían de estar bastante nerviosos y que un coche del sheriff, o incluso un uniforme del sheriff, sería una provocación innecesaria.

El coche patrulla iba bien equipado con lo necesario para el frío; se suponía que los sheriffs tenían que ayudar a la gente durante las tormentas de nieve sin quedarse congelados ellos también. Clyde y Fazoul se pusieron gorro, guantes e incluso pasamontañas, una prenda que en esa parte del país y en aquella época del año llevaba gente que no robaba bancos ni se dedicaba al terrorismo. Clyde se examinó con detenimiento para asegurarse de que no llevaba nada que le pudiese identificar como agente de la ley.

Salieron del coche y descargaron cuatro cajas de cartones de cigarrillos del maletero y el asiento trasero. Eran incómodas de cargar, así que Clyde desenrolló un saco de dormir que guardaba en el maletero. Después de meter las cajas en el saco de dormir recorrieron la cuneta en dirección al aeropuerto, subiendo de vez en cuando al arcén para estudiar la situación. Arrastraban el saco de dormir como si fuese el gigantesco saco de Santa Claus. Nevaba con más intensidad y era como si el sol se hubiese puesto hacía media hora, aunque eran justo las doce del mediodía.

Había dos coches aparcados cerca del Antonov, iluminados interiormente por la lamparita del techo. Hacía demasiado frío para que alguien estuviese fuera. Clyde reconoció de inmediato uno de los coches como parte de la flota iraquí de vehículos con ventanillas tintadas. El otro era un norme Caprice de color azul marino.

—Ese coche azul es del Gobierno, estoy totalmente seguro —dijo Clyde—. Probablemente de alguien de Inmigración o de Comercio.

Unos faros destellaron en la distancia cuando otro vehículo apareció en el camino que unía el aparcamiento principal del aeropuerto con la carretera. El aparcamiento estaba vacío y sin mácula excepto por algunos coches de alquiler abandonados a los que a la mañana siguiente tendrían que arrancar de sus sarcófagos de hielo. La puerta principal de la terminal estaba cerrada y el edificio en sí completamente a oscuras. El coche que llegaba era un Blazer con tracción a las cuatro ruedas que avanzaba con facilidad sobre sus grandes y gruesos neumáticos. Las cadenas producían un tintineo distante al dar con el interior del parachoques.

—Es Mark Lutsky —dijo Clyde—, el director del aeropuerto. Apuesto a que está encantado de que le llamen en Navidad.

Lutsky aparcó en su plaza reservada y salió del vehículo, inclinado hacia delante para protegerse de la nieve que caía. Llegó como pudo a una entrada lateral, agitando los brazos para mantener el equilibrio sobre el hielo, y tecleó el código para entrar en la terminal. El interior se fue iluminando. Un minuto más tarde se abrieron las puertas de los coches aparcados en la pista y los hombres comenzaron a moverse, más mal que bien, hacia el edificio, como también lo hicieron las siluetas del Antonov. Incluso los iraquíes y la tripulación intercontinental del Perestroika debían plegarse al poder supremo de este mundo: rellenar formularios, presentar documentos, recibir copias selladas.

La visibilidad seguía disminuyendo. Clyde y Fazoul llegaron corriendo al arcén sin preocuparse ya de si los veían o no. Clyde no podía apartar la vista del contenedor rojo. Era un tanque cilíndrico con algunas tuberías y válvulas debajo, encajado en una estructura rectangular de la forma y el tamaño exactos de un contenedor de carga normal, para poder moverlo y apilarlo como cualquier otra carga.

A pesar de lo que había dicho Hennessey sobre la conveniencia de sacar la toxina del país, Clyde no podía soportar verla partir. No podía evitar compartir la preocupación de Fazoul sobre dónde acabaría si salía de Nishnabotna. Así que le disgustó que las pistas siguieran oscuras y prácticamente limpias de nieve, con los copos rozando el firme pero sin cuajar. En la pista larga había unos cuantos montones de nieve, pero insignificantes para la masa del Antonov.

Fazoul estaba tan callado como Clyde. Pero tenía otras cosas en mente.

—¿Qué es lo que no encaja en lo que estamos viendo, Khalid? —dijo, señalando el Antonov.

—No sabría decirte —dijo Clyde después de examinarlo durante un minuto—. No sé mucho de aviones.

—Pero sabes que necesitan combustible.

—Sí.

—Y como dijo Hennessey, el combustible es un elemento importante de la misión de los iraquíes… si ésta es llevar la toxina hasta Bagdad.

—Sí. —Clyde al fin lo había entendido—. Pero no están cargando combustible en el Antonov. —Lo meditó—. Quizá sea porque el aeropuerto está cerrado por Navidad.

—Deben de haber planeado esta operación durante meses —dijo Fazoul—. No pueden ser tan estúpidos como para haber olvidado repostar.

—Entonces, ¿qué crees que pasa?

—Me temo que los iraquíes pretenden estrellar el avión contra Chicago.

Avanzaron unos minutos más. Clyde intentaba controlar su corazón.

—No lo creo —dijo Clyde—. Primero, de haber querido atacar Chicago se habrían limitado a enviar el contenedor al centro, lo que les habría llevado hora y media, para luego hacerlo estallar.

—Cierto —dijo Fazoul.

—Segundo, conozco a los tripulantes del avión y puede que no sean ciudadanos honrados, pero tampoco son kamikazes de Saddam Hussein.

—Entonces, explícame el misterio —dijo Fazoul. Y parecía sinceramente perplejo, lo que resultaba una novedad. Clyde se había acostumbrado a que Fazoul supiese todo lo que él desconocía.

—¿Cómo es que conoces a la tripulación? —preguntó Fazoul.

Clyde le contó la historia de cómo en mayo se habían salido de la carretera.

—Así que me deben un favor —dijo como conclusión.

Fazoul cabeceó, riendo.

Recorrieron la pista como Pedro por su casa. Dejaron atrás el contenedor rojo, intentando no mirarlo muy fijamente; pero Clyde comprobó que lo habían modificado recientemente: el soldador había quemado la pintura roja y se veía el acero de debajo, además de nuevas soldaduras plateadas allí donde habían adosado rectángulos del tamaño de cajas de puros. Había al menos una docena. Estaban conectados entre sí por medio de cable reforzado exactamente del mismo tipo que Clyde había visto comprar a Tab Templeton en septiembre, en Hardware Hank. Clyde no veía el interior de las cajas, pero supuso que estaban llenas de explosivos.

Era increíble que el depósito estuviese allí, sin protección. Pero el coche iraquí estaba en marcha no muy lejos. Clyde supuso que el desempañador estaba a toda potencia y que al otro lado de las ventanillas tintadas alguien los vigilaba a Fazoul y a él mientas se acercaban, y que esa persona estaba lista para detonar por control remoto los explosivos del contenedor de toxina.

Fazoul arrastraba los cigarrillos. Mientras se acercaban al Antonov, Clyde se puso a agitar los brazos sobre la cabeza y a gritar.

Tovarisch! Tovarisch! ¡Vitaly! ¡Vitaly!

Uno de los rusos bajó cautelosamente la rampa de carga. Llevaba un gorro de piel que le daba aspecto de oso. Clyde le reconoció; era el del brazo roto, el beneficiario del soporte inflable de la jefa. No vio a ningún iraquí dentro del Antonov, así que dio la espalda al coche, se metió el pulgar bajo el pasamontañas y se lo levantó para mostrar la cara un momento. Luego se lo volvió a bajar; pero el ruso le había reconocido y parecía encantado.

—¡Sheriff! —dijo.

Clyde hizo una mueca y miró el coche. Seguramente el gesto no fue muy evidente para el ruso, dado que Clyde estaba a casi siete metros de él y llevaba pasamontañas; pero haber crecido en un estado totalitario le había hecho extremadamente sensible al lenguaje corporal.

—Moi drug —se corrigió. Alzó el brazo anteriormente roto y lo agitó para demostrar que estaba bien. Luego miró inquisitivamente a Fazoul.

Fazoul se detuvo al pie de la rampa, abrió el saco de dormir, sacó una caja y abrió la tapa para que viera el logotipo de Marlboro…, asegurándose de que toda la operación fuese perfectamente visible para el iraquí que estaba vigilando desde el coche.

—Oy —dijo el ruso, y miró nerviosamente hacia la terminal—. Dentro, dentro. —Con movimientos de la cabeza peluda les indicó que subiesen por la rampa.

El interior del Antonov era como la nave de una catedral. Pero esta vez estaba lleno de contenedores de carga apilados de tres en tres en filas de cinco. Como el que descansaba en la pista, eran tanques de líquido. Ahí terminaba el parecido; no estaban forrados de explosivos y Clyde no creía que estuviesen llenos de agentes para la guerra bacteriológica. Estaban conectados entre sí por una red improvisada de gruesas mangueras. El avión apestaba a queroseno.

—Es combustible de avión —murmuró Fazoul—, todo el avión está cargado de combustible.