CAPÍTULO 22

Kevin Vandeventer condujo su nuevo Camry desde O’Hare a la UIO, un viaje de dos horas y media, y pasó todo ese tiempo hablando consigo mismo. Allí estaba, un recién doctorado que jamás tendría que dar una clase de biología básica, vestido con un traje nuevo, conduciendo un coche más que decente, volviendo de un viaje a Washington donde había tenido acceso a varias embajadas y conocido en persona a varios personajes bastante importantes del Departamento de Estado, la USIA y Agricultura. Pero mientras Vivaldi le machacaba los oídos desde el estupendo estéreo del Camry, se preguntó por qué sentía esa extraña incomodidad… algo lo reconcomía como si hubiese cometido una verdadera maldad pero no supiera cuál.

Quizás hubiese sido lo de emborracharse hasta vomitar en el apartamento de su hermana, justo cuando las cosas iban bien con Margaret. Anotó mentalmente que debía mantenerse sobrio. Estaba adquiriendo demasiadas responsabilidades como para arriesgarse a que algo así le pasase durante un almuerzo de negocios. Su madre siempre decía que en la familia de su padre había muchos alcohólicos: «Una copa, una borrachera, pero siempre fueron amables», decía, mirando a su padre, a quien cuando bebía, habitualmente después de que una helada tardía hubiese malogrado la cosecha de patatas, todos evitaban.

Kevin era un borracho amable. En la universidad a menudo se había despertado junto a una chica a la que no conocía que le había garantizado su dulzura. Mientras atravesaba el Misisipí, mirando las gabarras que iban corriente abajo, decidió que tendría que controlarse: aprender qué beber y en qué cantidad.

Las emisoras de Chicago empezaban a tener interferencias y lo único que podía sintonizar era country, que no le gustaba. Apagó el estéreo, sacó del maletín una grabadora de bolsillo y se puso a dictar el informe del viaje para el profesor Larsen. Una de las secretarias del grupo de Larsen lo pasaría a limpio y, expertamente, arreglaría las frases incoherentes.

—Llegué a Washington el 3 de julio. Tenía citas en la Sección de Agricultura Extranjera del Departamento de Agricultura. Comprobé los rumores de que podrían rescindir nuestra subvención para la roya del trigo. Su compañero de golf, el congresista Fowler, tiene un personal estupendo. Se centraron en ese problema justo cuando llegaba al comité y nos cubrieron las espaldas. El artículo de National Geographic sigue haciendo maravillas, aunque tenga muy poco que ver con la ciencia.

«Uf, no, será mejor borrar eso.» Rebobinó la cinta mientras adelantaba a ciento cuarenta por hora un camión articulado, el coche vibró un poco y regresó al carril derecho justo a tiempo de que un Corvette, que iba al menos a ciento sesenta, pasase a su lado como una exhalación.

—Reggie Marsh, encargado de Brasil, le manda recuerdos. Luego fui al otro lado del Mail, al Departamento de Estado, para tener una charla con nuestros amigos de la USAID. Querían que nos asegurásemos de mantener el contacto con sus estudiantes iraquíes para el caso de que se produzcan más hostilidades entre ellos e Irán, puedan servir de canal de tecnología, financiación y (leyendo un poco entre líneas) información. Hugh Reinckens, uno de sus antiguos alumnos, le manda recuerdos. Por cierto, no le va muy bien en su carrera. —Se paró en un área de servicio, vació la vejiga, compró una Coca-Cola y se dispuso a conducir durante la última media hora de viaje—. El agregado de la universidad en la USIA nos regañó… Se están poniendo muy quisquillosos con parte de la documentación de nuestro grupo actual de estudiantes graduados jordanos. Alguien los presiona para que revisen los papeles de esos estudiantes o cancelen sus visados. Quizá sea un efecto del asesinato de Habibi. En cualquier caso, pedí medio año, porque de todas formas la mayoría de los jordanos se habrán ido para Navidad. En lo que debe ser un ejemplo clásico de mano derecha que no sabe lo que hace la izquierda, la gente de la oficina de visados de estudiantes autorizó sin problemas a nuestros tres nuevos jordanos.

»Fui a la embajada de Jordania para hablar con el agregado cultural. Estuvo encantado de saber lo de los tres nuevos estudiantes. No quiso hablar mucho más.

»Al día siguiente celebré la independencia de nuestra nación.

»El cinco hice la ronda de la Academia Nacional de Ciencias, Agricultura, las oficinas de la AID en Rosslyn, la NSF y Comida para el Futuro. Buenos informes en general. Todos están encantados con el trabajo que realizamos para ellos y deseosos de seguir contribuyendo. La NSF quiere enviarle más trabajo interdisciplinario… Le pasaré los papeles.

Después de hacer todo aquello Kevin había pasado tres días visitando las embajadas de África, América del Sur y Asia donde la UIO tenía instalaciones de investigación. En el informe se saltó esas reuniones. No había mucho que decir sobre ellas. Todos estaban encantados. No tenían razones para no estarlo. Buena parte del dinero canalizado por la organización de Larsen acababa en las cuentas suizas privadas de los funcionarios implicados. Además, Kevin apenas recordaba esas reuniones, ya que en muchos casos le habían servido alcohol. El simple recuerdo le provocaba una sed mortal… El aire frío y seco que surgía del climatizador del Camry, combinado con el sol que entraba por la ventanilla izquierda, le había dejado deshidratado. Un enorme vaso de té helado, quizá con un chorrito de whisky, le sentaría bien. No podía pensar en nada más mientras entraba en Wapsipinicon camino de su dúplex del norte de la universidad. Le dio al botón para abrir la puerta del garaje, guardó el coche y entró en casa por la puerta de la cocina. Casi le derribó el impacto del aire acondicionado… Se había olvidado de desconectarlo antes de irse. La factura de la electricidad sería brutal. Su padre jamás hubiera salido de ninguna habitación ni de ningún edificio sin asegurarse de haber apagado todo lo que hubiese que apagar.

En el contestador había quince llamadas, en su mayoría de venta telefónica… Montones de fondos de inversión. Aparentemente le habían metido en alguna lista de tontos con dinero, de las que circulaban entre las empresas de telemarketing.

Larsen le había llamado para decir que quería verlo en cuanto llegase. Dejó un mensaje en el contestador de Larsen:

—Todo salió estupendamente, mañana al mediodía tendrá el informe.

Su madre había llamado para decir que quería saberlo todo sobre cómo le iba a Betsy en Washington. La llamó para garantizarle que Betsy estaba bien, que él estaba bien, que Washington era precioso con los fuegos artificiales (que no había visto).

Y luego, una voz vagamente familiar, claramente de alguien nacido y criado en el Medio Oeste:

—Saludos, doctor Vandeventer, lamento volver a molestarle… Le habla el ayudante del sheriff Clyde Banks. Esta mañana fui a la cárcel y descubrí que a Sayed Ashrawi lo habían deportado en plena noche. Supongo que ahora está de vuelta en Jordania. Simplemente, me preguntaba qué opina de eso. Adiós.

A Kevin le resultaba profundamente inquietante el asunto del asesinato de Habibi y especialmente la obstinación de Clyde Banks en meter las narices en él. Al oír la voz de Banks surgiendo del contestador, sintió que el estómago se le encogía. Debería haberse quedado en Washington, donde su única ocupación consistía en ir en taxi y dejar que los extranjeros le invitasen a beber. De pronto se sintió sudoroso. Fue a la nevera, sacó una lata de té helado que llevaba allí semana y media y se sirvió en un vaso de los Picapiedra. Luego abrió la alacena de encima de la nevera, sacó una botella de Jim Beam y le echó un chorro… le pareció que más bien escaso, quizás un poquito más. Con las prisas por llegar a casa se había olvidado de hacer la compra o incluso de parar en un McAuto, así que sacó un puñado de galletitas saladas. Sus intestinos protestaron nada más ver comida, así que fue al baño, dejó el vaso y las galletas junto al lavabo, se bajó los pantalones y tomó asiento.

Banks no le había contado a Kevin su teoría sobre Habibi, pero podía leer entre líneas con toda facilidad: Banks creía que Marwan Habibi ya estaba muerto esa noche, en el laboratorio 304… que Kevin no había visto a un colega borracho e inconsciente, sino un cadáver todavía caliente. De lo que se deducía que todos aquellos hombres del laboratorio 304, esa noche, no habían sido juerguistas joviales sino maquinadores fríos preparando un plan para deshacerse del cadáver de Habibi de la forma que resultase menos dañina para ellos, sus actividades y —por extensión— la empresa de fabricación de lluvia de Larsen.

Era una teoría ridícula. Pero le daba escalofríos la simple idea de haber estado tan cerca de un montón de agentes extranjeros que manipulaban fríamente un muerto por el Sinzheimer.

El teléfono inalámbrico estaba junto al lavabo, frente a él. Kevin marcó el número directo de uno de sus colegas de la embajada jordana en Washington. Debía de haber alguna explicación sencilla para la deportación súbita de Sayed Ashrawi. Pero la voz que respondió fue la de una secretaria. Le rechazó con cortesía pero con firmeza. Debía de ser nueva, porque era la primera vez que trataban a Kevin con tanta brusquedad.

Llamaron a la puerta. Kevin no se movió, con la esperanza de que, quien fuese, se largase de allí. Pero había dejado abierta la puerta del garaje, así nadie dudaría de que estaba en casa.

Se subió los pantalones y fue a la puerta. Al otro lado de la mirilla vio al repartidor de periódicos.

—Hola, Scott —dijo Kevin, abriendo la puerta.

—Me llamo Craig —dijo el repartidor—. Eh, me debe dos meses… Catorce con cincuenta.

Kevin se había sacado la cartera nada más entrar, así que volvió a la cocina a recuperarla. Seguía llena de billetes nuevecitos de veinte sacados de un cajero de Washington, tan nuevos que se pegaban traicioneramente. Regresó a la puerta principal, intentando separarlos y, al alzar la vista, se sorprendió de ver que, junto a Craig, había un hombre robusto y corpulento con el pelo muy corto, que parecía sudoroso y torpe, con unos tejanos recién planchados y camisa a rayas.

—¡Ayudante Banks! —dijo Kevin casi sin fuerzas—. Acabo de oír su mensaje… He vuelto hace apenas unos minutos. —Le entregó un billete de veinte al repartidor y apenas fue consciente de que le daban el recibo y el cambio—. Ese asunto con Ashrawi… No sé qué decirle. He intentado llamar…

—No he venido por eso —dijo Banks, parpadeando, al otro lado de sus gruesas gafas, por la sorpresa—. Puede que sepa que me presento a sheriff e intento llamar a todas las puertas de Forks. Y hoy le toca a usted.

El repartidor había pasado al siguiente dúplex. Banks miró detenidamente a Kevin.

—¿Se encuentra bien?

—Acabo de volver de Washington. La comida del avión no era muy buena —improvisó Kevin.

—Me han contado que es muy mala —dijo Banks—. Por cierto, ¿le importa si uso su baño? He tomado demasiado té helado.

—Claro —dijo Kevin.

—Ya conozco el camino. Estos adosados son todos iguales —dijo Banks. Entró en el dúplex, dando la impresión de ocupar todo el espacio de la puerta, y fue al baño. Kevin oyó un estruendo y un juramento apagado. El ayudante volvió un minuto después con cara de bochorno—. He derribado su vaso y se ha roto en el lavabo —dijo—. Se lo debo.

—No se preocupe.

—¿Al menos puedo prepararle otra copa o algo?

—Por favor, no pasa nada —dijo Kevin, horrorizado de que Banks hubiese olido el whisky.

—Bueno, ya que estoy aquí, me preguntaba si podría contarme otra vez en qué trabajaba Marwan Habibi en ese laboratorio.

—Estudiaba un tipo de bacterias que vive en el tracto digestivo de los bovinos —dijo Kevin automáticamente. Había pasado al Modo Interrogatorio inconscientemente.

Banks volvió a parpadear, sorprendido. Kevin se recordó que desde hacía cuatro horas había vuelto al Medio Oeste, donde uno podía tomarse tiempo para conversar, donde las respuestas apresuradas podían ser consideradas, por algunos, como sospechosas. Deseaba que Banks no le hubiese tirado la bebida.

—¿Podrían vivir en humanos? —preguntó Banks.

—No conozco los detalles. Pero me sorprendería que no pudiesen —dijo Kevin.

—Entonces, ¿pudo morir por efecto de esas bacterias?

—No, a menos que muriese por exceso de flatulencias, ayudante.

No pareció que a Banks le hiciera gracia. Pero cambió de tema.

—Parece ser que Ashrawi era sospechoso de un asesinato en Jordania… uno de esos asuntos entre familias. Supuestamente, mientras esperaba en nuestra cárcel de Nishnabotna, allá aparecieron pruebas nuevas y tuvieron que llevárselo para ser los primeros en juzgarle. Luego nosotros lo recuperaremos. ¿Qué cree que le harán? ¿Le cortarán la cabeza?

—Me parece que piensa en Arabia Saudita —dijo Kevin.

—De todas formas, no estoy seguro de que hubiésemos podido condenarle —comentó Banks.

—¿En serio? Creía que tenían pruebas irrefutables.

—Bien, las teníamos, hasta que a principios de julio nos llegaron las estadísticas trimestrales de mortalidad.

—¿Estadísticas trimestrales de mortalidad?

—De todo el estado de Iowa. El Departamento de Salud señala todas las muertes en un mapa. Por colores. La mayoría de los puntos están en residencias de ancianos y son verdes, lo que significa, más o menos, que esas personas murieron de vejez. Hay algunos puntos rojos en Des Moines y las ciudades de la universidad… muertes por sida. Puntos amarillos para los accidentes de tráfico.

Kevin quería que Banks se fuese. Se suponía que estaba allí para una breve visita de campaña, un pretexto que ya no engañaba a nadie. Aquella despiadada explicación detallada del mapa de mortalidad debía de tener un propósito. Kevin esperaba que en cualquier momento sacase la porra y le diese en la cabeza.

—¿Podría tomar un vaso de té helado? —dijo Banks.

—Claro —dijo Kevin, y se puso en pie.

—A mí no me ponga whisky, gracias —dijo Banks cuando Kevin salió de la sala.

No había vasos limpios. Sólo una taza térmica de café de la que había perdido la tapa. Kevin la llenó de té, le echó unos cubitos y volvió junto a Banks, que hojeaba algunos artículos científicos que había dejado sobre la mesita de café.

—¿Me estaba contando…? —dijo Kevin al fin.

—Bien, habitualmente, cada mapa trimestral tiene el mismo aspecto que el anterior. Pero el del segundo trimestre de este año era diferente.

—¿Diferente en qué?

—Siguiendo el río Iowa, entre Nishnabotna y el punto donde se une al Misisipí, hubo muchas muertes por problemas pulmonares y de corazón. Muchas más de las habituales. Bien, los del Departamento de Salud lo miraron, pero ya conoce a los burócratas… su ideal es tener un día tranquilo. Así que dijeron que las muertes por problemas pulmonares eran consecuencia de la epidemia de gripe y los ataques cardíacos una anomalía estadística.

Kevin no pudo evitar darse cuenta de que Banks había pronunciado las palabras «anomalía estadística» con facilidad y extrema corrección, como si el Departamento del Sheriff obligase a sus ayudantes a pasar una prueba mensual de dicción.

«¿Qué cree que le harán? ¿Le cortarán la cabeza?» A Banks se le daba muy bien el hacerse el tonto.

—¿Tiene una teoría diferente? —preguntó Kevin.

—Lo curioso es que ninguna de las muertes se produjo corriente arriba del embalse Pla-Mor —dijo Banks—. Y ninguna se produjo antes de la noche en la que usted vio cómo sacaban a Marwan Habibi del laboratorio tres cero cuatro.

—Ah —dijo Kevin.

—La mitad de los casos se produjeron en el condado de Forks, así que nuestro forense, Barney Klopf, firmó los certificados de defunción. Y conozco al viejo Barney, así que me dejó echar un vistazo a los informes. Y ¿sabe qué? Las muertes por afecciones pulmonares parecían iguales que las muertes por ataque cardíaco. No había ninguna diferencia.

—¿Esa es su opinión o…?

—¿Y sabe qué más? Antes de morir, todas esas personas habían tenido contacto con peces del río. Preparando lutefisk, pescando, disparando a las carpas con arco y flechas.

—Oh.

—Bien, me quedan muchas puertas a las que llamar —dijo Banks—, así que será mejor que me vaya. Gracias por el té. Y no coma ninguna carpa recién pescada, ¿vale, Kevin?

Kevin recuperó el vaso del lavabo, fue a la cocina y se preparó otra copa. Mientras lo hacía, por primera vez se le ocurrió pensar si Banks no se habría inventado toda esa historia del mapa de mortalidad. Ahora que lo pensaba, no tenía demasiado sentido. Kevin no podía creer que se lo hubiese tragado.