CAPÍTULO 44
—Para abreviar —dijo Hennessey en cuanto el taxi se puso en marcha alejándose de Langley—, vamos a dejar claro que soy un hijo de puta amoral y manipulador y que lo que hice es imperdonable.
El hombre poseía el talento exasperante de desinflar a Betsy. Suspiró y apartó la vista, mirando por la ventanilla la zona boscosa que rodeaba el paseo George Washington.
—Si necesitabas un caballo de Troya en la Agencia —dijo Betsy al fin—, ¿por qué no me lo pediste? ¿Para qué tomarse la molestia de darme una vida falsa y amigos falsos?
—Lo primero que debo decir —dijo Hennessey— es que, aunque esas personas te conocieron por razones profesionales que son más bien desagradables y arteras, algunas de ellas te quieren de verdad, o al menos te tienen aprecio, por razones personales perfectamente genuinas y que, por tanto, no deberías cometer el error de rechazarlas.
—Agradezco que lo digas —dijo Betsy—. Pero sé que jamás te perdonaré.
Hennessey tomó un sorbo de café y se lo pensó un momento, moviendo la cabeza de derecha a izquierda como si mantuviese un debate interno.
—No —dijo al fin en voz baja y renuente—. No. Eso no es aceptable.
—¿Qué quieres decir con que no es aceptable? Lo que hiciste fue una cabronada y jamás te perdonaré. ¡Acéptalo!
Hennessey alzó una mano.
—Oh, por supuesto. Está claro que soy un cabrón. Muchos de mis ayudantes también son cabrones… si no, yo no me molestaría en contratarlos. Somos todos unos cabrones. Pero lo que no es aceptable es que te hagas la superior y nos condenes.
—¿Qué tiene de malo condenaros?
Hennessey se sentó recto y se volvió, lleno de fría cólera.
—¿Qué coño crees que has estado haciendo durante los últimos cinco años, sentada frente a tu estación de trabajo? Tecleas peticiones de información y la información aparece como por arte de magia. ¿De dónde coño crees que sale la información? ¿Crees que sale de la enciclopedia?
—¡Claro que no!
—Claro que no. Sale del mundo, Betsy. Viene de fuentes que realmente están sobre el terreno, vagando por las calles llenas de moscas de ciudades de mierda del Tercer Mundo, repartidas por todo el globo. Tampoco es que esté hablando de tipos nobles en plan James Bond. No los estoy idealizando. La información se obtiene por cualquier medio. Cualquiera. Incluso matando a gente o enviándola a morir. Amenazando. Sobornando. Robando. Engañando. Aprovechándose de su debilidad por los niños guapos o las niñas guapas. ¿Has visto la guerra, Betsy? Yo sí, y te puedo asegurar que la guerra es un universo de completa degradación moral. De entornos así sale la información. Y tú te sientas en el edificio Castleman y la miras en la pantalla como si fueses una maldita bibliotecaria y no tuvieses ni idea de cómo ha llegado hasta allí. Así que no te me pongas moralista ni me critiques. Querías trabajar para la CIA. Lograste lo que querías. Y cualquier cosa mala que yo te haya hecho ni siquiera mueve la aguja de mi escala Richter de moral.
Betsy no supo qué replicar a Hennessey. Pero sabía que era mejor no desafiarle. Cuando le convenía, sabía fundirse con el fondo. Pero cuando deseaba controlar una sala —o el asiento trasero de un taxi— también podía hacerlo.
Viajaron en silencio durante unos minutos. Al final, Betsy dijo:
—Simplemente dime que valió la pena. Dime que algo bueno ha salido de todo esto.
Hennessey sonrió satisfecho.
—¿Bueno?
—Vale, útil. ¿Alguien presta atención a los problemas que investigaba?
—Hemos estado trabajando en ellos —dijo Hennessey—. Ampliando tus ideas.
—¿Cómo?
—Bien, diste por supuesto, y estamos de acuerdo en ello, que los iraquíes están empleando las aulas americanas para entrenar a su gente. Los laboratorios de la universidad para realizar sus investigaciones. Los ordenadores de la universidad para almacenar sus datos y enviar sus correos electrónicos. Todo eso es cierto. —Hennessey tomó otro sorbo de café y se sentó recto, tomándole el gusto al tema—. Pero no avanzaste lo suficiente. Ni tampoco nosotros. Hasta ahora. Y ahora probablemente sea demasiado tarde para hacer nada.
Betsy seguía perpleja. Se encogió de hombros, esperando al resto. Durante unos minutos, Hennessey miró el Potomac por la ventanilla y luego siguió hablando:
—Producción. Los hijos de puta han montado instalaciones de producción de armas químicas en algún lugar del país. Probablemente en Forks, Iowa.
—¿De carbunco?
—De toxina botulínica.
—Claro. Es más fácil —dijo Betsy—. ¿Sabes?, en cierto modo tiene sentido. —Pensó un rato para luego negar con la cabeza—. Pero no me lo creo. ¿Por qué iban a hacer eso en suelo extranjero?
—Millikan y el grupo de trabajo están de acuerdo contigo. Se niegan a creerlo. Millikan no va a presentarle la información a Bush. —Hennessey asintió—. No a menos que podamos obtener alguna prueba contundente. Y debo admitir que lo que tenemos es muy endeble. Yo me lo creo un día sí y otro no.
—¿Que tienes?
—En este momento, Betsy, la pieza clave de nuestra seguridad nacional en lo que se refiere a armas biológicas son las observaciones aleatorias de un ayudante del sheriff del condado bastante grandullón y con aspecto de estúpido al que acaban de dar una paliza en las elecciones locales y cuya esposa es una enfermera que parte para el Golfo.
—¿Marcus no está allí? ¿No puede sacar nada?
—¿Qué podría sacar? Toda la operación está tan por debajo del radar que, simplemente, no hay pruebas objetivas. Oh, sí, casi lo olvido: el ayudante del sheriff del condado tiene un compañero, un turco vakhan nacionalista y sospechoso de terrorismo que desde hace tres años controla personalmente a un topo en la Agencia. Casi tengo las pruebas suficientes para arrestar a ese personaje y, definitivamente, tengo las suficientes para arrestar al maldito topo. Pero en lugar de hacer eso tengo que apartar las manos para no reventar el asunto de la botulínica. —Hennessey agitó la cabeza amargado—. A veces la vida es una maldita locura.
—¿Qué hacemos?
Hennessey levantó las manos.
—No lo sé. Si Millikan no me hubiese rodeado con la telaraña del maldito grupo de trabajo, trasladaría el centro de operaciones a Nishnabotna. Pero el hecho es que estoy atrapado en la telaraña. La única persona con libertad de acción es ese pobre hijo de puta de Iowa.
El taxista los llevó hasta Arlington y los dejó frente a un asador. Hennessey salió y dijo:
—Gracias, Hank, buen trabajo.
El hombre de Bangladesh habló con un acento tan marcado del Misisipí que Betsy no le entendió. Hank la miró, disfrutando de la sorpresa de su cara, y dijo:
—Me licencié en interpretación en Misisipí. No pude llegar a los escenarios. Acabé en el grupito de Hennessey. —Agitó la mano desdeñoso—. Demonios, es un hombre del Renacimiento. Supongo que en otro momento te contaré la historia de mi vida.
Paul Moses había salido del restaurante y allí estaba, de pie, mirando a Betsy tímidamente. El y Hennessey intercambiaron asentimientos y, a continuación, Hennessey se subió al taxi y Hank se alejó, dejándolos a los dos de pie en la acera mirándose incómodamente los zapatos.
Paul se había ocupado de todos los detalles tras la muerte de Kevin, hasta el punto de volar a Idaho con el cuerpo. No había dado nada por descontado, había dejado a Betsy espacio de sobra y de principio a fin había sido impecablemente amable y profesional. Se había alojado en la Days Inn de Nampa y dedicado un día a ir hasta Palouse a visitar a sus padres, para luego, tras asegurarse de que Betsy no precisaba nada más, volver a Washington. Betsy llevaba allí casi una semana, pero no le había visto. Lo cierto era que no había visto a ningún otro miembro de la banda… ni siquiera a Cassie, que estaba fuera de la ciudad por un trabajo.
—Bienvenida —dijo Paul—. Te hemos preparado una pequeña fiesta, si no te sientes demasiado distanciada para entrar y saludar.
No pudo evitar sentir afecto por Paul. Lo sucedido aquella noche en Wildwood lo decía todo sobre su carácter. Había estado tan duro como una tubería de plomo durante las dos horas que habían retozado en el sofá, pero cuando llegó el momento de hacerlo, había perdido la erección y no había logrado recuperarla. Betsy comprendía que eran muchos los factores que podían causar impotencia masculina. Pero le gustaba pensar que, en el caso de Paul, esa noche de Wildwood, había sido su vergüenza… vergüenza por la farsa que él y el resto del personal de Hennessey estaban representando para Betsy. En Wildwood, Paul había comentado lo mucho que deseaba escapar de Washington y, aunque podía ser que formara parte del engaño —como una forma de lograr que Betsy bajase la guardia—, estaba convencida de que había sido sincero.
—Bien puedo asomar la cabeza —dijo.
Paul guió a Betsy hasta el restaurante y, directamente, a un reservado del fondo, donde varias personas saltaron y gritaron:
—¡Sorpresa! —Cassie estaba allí, y también estaban Marcus Berry y sus amigos, Jeff y Christine, del viaje a Wildwood. Habían colgado un cartel: ¡BIENVENIDA, IDAHO!
En el taxi, Hennessey había escogido las palabras con mucho cuidado: había afirmado que algunas personas sentían verdadero aprecio por Betsy y no habían estado fingiendo. Mirando sus caras, Betsy tuvo rápidamente claro quién se había preocupado por ella (Paul y Cassie) y quién estaba allí por cortesía (todos los demás). Y, efectivamente, todos ésos se fueron después de tomar una copa y estrecharle la mano. Se quedaron Paul, Cassie y Betsy. Una o dos horas después, Paul llevó a las damas de regreso al Bellevue y, por fin, Betsy y Cassie se quedaron solas, tiradas en los sofás, mirándose.
—Lo siento —dijo Cassie cuando hubieron pasado unos minutos eternos.
—Cassie —dijo Betsy—, ni siquiera lo registra mi escala Richter de moral.
Hablaron más o menos una hora, sobre nada en particular, y las dos se tranquilizaron al comprobar que su amistad era básicamente como antes. Cassie había sufrido un llamativo cambio de actitud: era más fría, más sobria, menos un animal de fiesta, pero seguía teniendo un perverso sentido del humor.
—¿Qué hay de Marcus y tú? ¿Es de verdad? No puedo evitar preguntarlo —dijo Betsy.
Cassie sonrió un poco.
—Marcus es gay. Yo también. Probablemente seamos los dos únicos agentes negros y gays de todo el maldito FBI. Así que es natural que acabásemos en el grupo de Hennessey.
—¿Por qué? ¿Hennessey es negro y gay?
Cassie rió. Pero no echó la cabeza atrás y aulló de risa como hubiera hecho la antigua Cassie.
—Hetero e irlandés —dijo—. Pero contrata a gente poco común.
—¿Por qué me escogió como su caballo de Troya? ¿Porque soy soltera, estoy sola y soy una mormona de Idaho?
—En parte por eso —dijo Cassie sin vacilar—. En parte porque ya trabajabas en lo de Irak. Pero cuando descubrimos que tu hermano trabajaba para Larsen, ya estuvo claro. —Cassie hizo una mueca—. Lo siento. No es un tema afortunado.
—Lo he superado, Cassie —dijo Betsy—. Todo lo que podré llegar a superarlo.