CAPÍTULO 20

La política seguía cambiando en contra de Saddam y la posición de Betsy quedaba justificada. Lo que la hacía feliz, aunque Spector se había asegurado de dejarle claro que jamás le reconocerían el mérito. Se había excedido en su tarea, y en el Gobierno era mejor seguir la cadena de mando que tener razón. Siguió siendo una descastada tan grande como antes. Y no recibió ninguna ayuda de las divisiones que podían ofrecerle la información que precisaba. Pero seguía sondeando, encontrando fuentes, leyéndolo todo para dar con alguna conexión entre la ayuda americana mal empleada, los académicos errantes, la tecnología de guerra no convencional y algunas universidades del Medio Oeste.

Los iraquíes tenían a algunos de sus mejores científicos en Estados Unidos, y Betsy no comprendía por qué. Lo normal hubiera sido que mandaran a los jóvenes prometedores a educarse y luego se los llevaran de vuelta a casa para realizar el trabajo de verdad. Pero varios científicos iraquíes que se encontraban en el mejor momento de su carrera estaban en Estados Unidos. Lo único que se le ocurría era que para tener acceso a equipo y otros recursos imposibles de lograr en casa.

Pero eso implicaba que aquella gente estaba desarrollando armas, o al menos experimentando con la tecnología que requería un programa armamentístico, en suelo estadounidense.

Durante un tiempo consideró la posibilidad del uso armamentístico de una nueva cepa de carbunco. Había leído estudios, clasificados como confidenciales, acerca de cómo los iraquíes estaban remontándose en el tiempo en el proceso de desarrollar uranio para armas. En lugar de avanzar con la tecnología en realidad habían vuelto atrás, a la tecnología Oak Ridge de 1946. ¿Podía ser que estuviesen haciendo lo mismo con las armas biológicas?

Saltó a los archivos del CDC y extrajo todo lo que pudo sobre el desarrollo de toxinas de carbunco. Pasó tres semanas siguiendo esa línea de investigación sin llegar a ninguna parte. Cuando pidió ayuda a Ciencia y Tecnología, le pusieron la zancadilla. El DCI se negó a alterar el ritmo burocrático. El Pentágono ni siquiera se planteaba ayudarla.

Una mañana, a las cinco en punto, cuando golpeaba la pantalla con el martillo de goma que le había regalado Kevin, Spector entró.

—Iba a preguntarte cómo iban las cosas. Pero en ocasiones la comunicación no verbal es más efectiva.

Betsy le miró con los ojos enrojecidos, se puso en pie, fue hasta la puerta de la bóveda y la cerró.

—¿Por qué no me ayudan?

—No podemos.

—No, no me llevaré el mérito. Se lo entregaré todo a alguien de Ciencia y Tecnología.

—No lo quieren. Saben que lo has tocado.

—¿No podemos avanzar en ningún frente?

—No. Millikan ha comunicado que debes permanecer confinada. Aislada. Ignorada.

—¿Ha dado mi nombre?

—No, eso sería de mal gusto. Ha hecho algo mucho más efectivo: ha diseñado el diagrama de la investigación de este asunto. Tú no apareces en él. Incluye tu sección, eso sí, como una especie de nota al pie… pero de tal forma que cualquier cosa que salga de esta bóveda tendrá que pasar por tres estadios de revisión antes de llegar a ninguna parte. Así que la araña más hábil de todas te ha rodeado con una telaraña.

—¿Y si me dirijo al presidente?

Spector parpadeó incrédulo y le hizo el favor de no reírse.

—Se dice que el presidente, debido a su experiencia en la Agencia, es relativamente comprensivo con las penalidades de los analistas de bajo nivel. Lo que hace que mucha gente en tu situación se haga la idea equivocada de que puede recurrir directamente a lo más alto. Pero hay miles de analistas de bajo nivel que sueñan con eso.

—¿Hay alguien más trabajando en lo mismo?

—No que yo sepa.

—¿Qué hago?

—Sigue adelante. Y ten cuidado. A ti y a tu compañera de piso se os da realmente bien no hablar abiertamente de lo que pasa. Pero vuestro tono y vuestros matices, sobre todo los matices, lo dicen todo. Desde la escapada a Wildwood, vuestro tono de conversación ha cambiado. Recuérdame, ahora que eres jefa de división, que te muestre los sistemas de análisis de onda de voz. Son muy buenos, mucho mejores que los polígrafos, para leer a las personas. En cualquier caso, vuestros patrones han cambiado.

Betsy se recostó y miró el amanecer por la ventana. Spector tenía razón. Paul Moses había cambiado las cosas, aunque no tenía nada que ver con la búsqueda que estaba realizando. Pero no tenía sentido intentar convencer de ello a Spector.

—Voy a seguir trabajando en esa línea —dijo Betsy.

—Perfecto. Sólo quería dejarte clara tu situación. ¿Me dejas salir de aquí?

Había pasado junio dividida entre el trabajo serio (de cuatro a ocho de la mañana), los asuntos de la división (de las ocho en punto a mediodía) y reuniones (de mediodía a cuatro). Spector le dio un toque de atención porque la productividad de su división había descendido desde que era la jefa.

—Eso es por todas las tonterías que me obligan a hacer —respondió.

—No importa. Hay que mantener el torrente de palabras.

Los fines de semana los pasaba con Paul cuando Paul no estaba ocupado con su propio trabajo. Después de lo sucedido en Wildwood, él se había mantenido a una distancia segura de ella y se había convertido más en un colega que en un novio. Intercambiaban arrumacos o besos de vez en cuando, pero incluso ese grado de intimidad parecía hacerle sentir incómodo. Al principio Betsy creyó que seguía avergonzado por el gatillazo. Pero con el paso del tiempo empezó a preocuparle que se tratase de algo más serio y decidió hablar con él en cuanto tuviese ocasión.

Betsy y Cassie se pusieron a planear su fiesta anual del Cuatro de Julio. Con un poco de esfuerzo, desde su balcón se veían los fuegos artificiales, por lo que siempre tenían algunos invitados. En esa ocasión iban a ser el grupo de Wildwood y Kevin, que estaría en la ciudad la primera semana de julio haciendo recados para Larsen. Desde luego también estaría la vecina, Margaret Park-O’Neil, por lo que podrían entretenerse viendo cómo Kevin y ella se hacían carantoñas.

Paul llegó pronto con una enorme bolsa de hielo. Bromeó con Cassie en la cocina y luego se acercó por detrás a Betsy y le dio un abrazo.

El timbre volvía a sonar a medida que el resto del grupo iba apareciendo. Pronto habían consumido tanto alcohol y habían comido tanto que la conversación era un murmullo arrastrado. Jeff Lippincott y Christine O’Connell se habían casado en el ínterin, pero cada cual conservaba su apellido. Marcus Berry había vuelto del Medio Oeste, donde pasaba mucho tiempo de misión, para celebrar la fiesta con Cassie. Kevin y Margaret Park-O’Neil retomaron su relación justo donde la habían dejado… Betsy supuso que en el último mes habían estado intercambiando muchos e-mails.

Pusieron el Canal 26 para ver el concierto del Mail y siguieron hablando y bebiendo. Betsy observó a Kevin con atención. Nunca le había sentado bien el alcohol y no le llevó mucho tiempo alcanzar el punto en que hablaba en voz muy alta y muy despacio, como si tuviese que saborear cada palabra antes de que le saliese de la boca.

Kevin intentaba impresionar a Margaret, que parecía impresionada. Kevin le iba contando, de varias formas, lo importante que se había vuelto. Le hablaba de sus amigos en la embajada jordana, sobre la gente realmente importante venida de todo el mundo para estudiar o dar conferencias en universidades estadounidenses y de cómo él forzaba las normas y llegaba a acuerdos con pequeños burócratas para ayudarlos a entrar, y de que todo eso era parte del juego internacional de rascarse la espalda mutuamente organizado por Larsen, que obtendría, como un esquema piramidal, conexiones aun más profundas, proyectos de investigación aun mayores y logros más impresionantes. Mientras hablaba cada vez más fuerte y más despacio y era cada vez menos consciente del impacto de lo que decía, todos fueron guardando silencio hasta que, aparte de Kevin, lo único que se oía era la Obertura 1812 que surgía de los altavoces minúsculos de la tele.

—Y el doctor Larsen me da bonificaciones enormes. Logró un negocio nuevo en Jordania y yo recibí un cinco por ciento de comisión.

Dos minutos antes había aludido a ese negocio con Jordania y había mencionado que rondaba «el par de millones de dólares». Todos le habían oído.

Ahora las palabras «comisión del cinco por ciento» flotaron en el aire durante lo que pareció una eternidad. Luego, una bomba aérea explotó sobre el río, tan potente que Kevin se sobresaltó y se derramó algo de bebida sobre las rodillas.

—Vamos a ver los fuegos artificiales —dijo Betsy—. No os inclinéis demasiado sobre la barandilla, el suelo está a treinta metros.

Margaret corrió a la cocina por algunas toallitas de papel para secar a Kevin, operación que llamó la atención de Betsy, aunque sólo fuese porque la bebida había caído en el regazo de Kevin.

Extrañamente, Betsy estaba más decepcionada con Margaret que con su hermano. Conocía a su hermano. Sabía que era joven, estaba pagado de sí mismo y atravesaba una fase, y que con el tiempo saldría de ella y se avergonzaría de su comportamiento… con toda la razón. Pero Margaret le había parecido muy inteligente. Que estuviese adulando a Kevin la hacía dudar de su buen juicio… de su buen juicio o de su sinceridad.

Kevin se puso de pie de pronto y se marchó al baño. Margaret le vio irse y se volvió tímidamente hacia Betsy, quizás interpretando la expresión de su cara.

—Mi padre tiene un problema con la bebida… algo típico de su puesto —dijo—. Así que supongo que para mí esto es patológico. Lo siento.

Eso hizo ceder un poco las sospechas de Betsy.

—Cuando éramos niños nunca había alcohol en casa —le dijo a Margaret—. Ahora tiene que beber porque forma parte de su trabajo. Me pregunto si Larsen sabía en qué se estaba metiendo cuando contrató a mi hermano.

Margaret dijo:

—Es muy dulce. Pero espero que no siga el mismo camino que mi padre. —Se sonrojó, quizá porque pensó que podía haberse excedido—. Será mejor que me vaya.

Paul salió del baño con un brazo alrededor de Kevin y lo llevó al dormitorio. Regresó, miró muy serio a Betsy y no dijo nada. Jeff Lippincott entró del balcón; los fuegos artificiales habían terminado y Betsy se los había perdido. Jeff abrazó a Betsy y le susurró al oído:

—Vuelve a comprobar mi nota.

—Dios —murmuró Betsy. Jeff le había dado el sobre durante el viaje a Wildwood; se lo había metido en el bolsillo y se había olvidado de él, preocupada como estaba por Paul. Desde entonces, había lavado los pantalones cortos.

Dejó a Cassie al cargo de la fiesta, sabiendo que estaba en buenas manos, y entró en el dormitorio, donde Kevin roncaba en la cama. Olía a vómito. Recuperó los pantalones cortos del fondo del cesto de planchar y sacó el sobre deformado y lleno de pelusilla de papel. En su interior había una hoja sacada de una impresora láser, por suerte a prueba de agua.

Jeff le había dado una lista de nombres… de nombres árabes. Jeff pertenecía a la Agencia, pero trabajaba en la USIA, comprobando las peticiones de visado, y Betsy se había topado más de una vez con su nombre cuando investigaba el flujo de científicos iraquíes a universidades americanas.

Reconoció algunos nombres de personas que ya conocía, personas que estaban en su lista de la Docena Sospechosa. Pero algunos no le sonaban.

Junto a la columna de nombres había una columna de fechas de entrada. La mayoría eran de uno o dos años antes. Pero algunas eran de julio de 1990: las de los nombres que Betsy no reconocía.

Kevin se había estado jactando de la gente importante que iba a hacer entrar en el país durante aquel mes. Nada de aquello podía ser coincidencia.