CAPÍTULO 46

Te escribo cuando llevo aproximadamente seis horas de nuestro lujoso vuelo al Golfo. Nos recogieron en un enorme y nuevecito 747. Resulta extraño ver a toda esta gente vestida de verde militar apilando macutos al borde de la pista y subiendo a este bonito avión. Incluso tenemos azafatas y todo. Por una vez todos nos hemos sentado muy rectos para prestar atención cuando nos han hecho la demostración para el uso de las máscaras de oxígeno. En los compartimentos superiores tenemos también mascarillas antigás, por si un Scud da contra el aeropuerto de Dhahran.

Nos han servido comida… No estaba mala, pero nada que ver con los platos calientes que probablemente te están pasando los Dhont. Hace unos minutos han bajado la intensidad de las luces y he intentado dormir, pero no puedo. He ido al baño y he prestado atención a los rostros de la gente vestida de camuflaje pero en tonos verdes (¡el Ejército todavía no tiene suficiente ropa de camuflaje para el desierto!). Gente normal, escuchando sus walkman, intentando dormir o sentada bajo la luz, como yo ahora mismo, escribiéndoles a sus seres queridos. No hay ni un solo soldado profesional entre nosotros. Sólo somos gente normal como la que se ve en la calle, excepto que llevamos la misma ropa y nos hacemos llamar soldados.

Clyde leyó varias veces la carta sentado en la ranchera, aparcada frente al instituto de Wapsipinicon. Justo delante tenía el pasillo donde, mucho tiempo atrás, había visto a Desiree encargarse del chico de Nishnabotna y había decidido casarse con ella. Maggie despertó y tuvo que darle de comer y cambiarla, lo que le ocupó cuerpo y mente durante unos minutos; estuvo bien, porque ver el pasillo había conducido sus reflexiones por senderos sentimentales y peligrosos.

En el asiento delantero del Coche de la Muerte había otra carta, con matasellos de Washington y sin remitente, a nombre de Clyde, del Departamento del Sheriff del condado de Forks. Contenía una única hoja salida de una impresora láser o alguna máquina similar. Decía:

El hombre de las orejas de coliflor asesinó a mi hermano. Independientemente de lo que haga o deje de hacer el FBI, debe detenerle.

No cuente con que el Gobierno de Estados Unidos haga nada útil. Debe comprender que está completamente solo.

Créame, es mejor así.

Clyde oyó que llamaban a la ventanilla y con la mano limpió el vaho hasta que vio la cara de Jonathan Town, soltando vapor como una locomotora al respirar. Clyde le indicó que entrase. Town intentó abrir la portezuela y se asombró de que el seguro estuviera puesto. El propio Clyde se sobresaltó un poco y alargó la mano para abrir la puerta mientras con la otra mantenía en posición el biberón de Maggie. Se guardó la carta misteriosa de Washington en el bolsillo del abrigo mientras Town entraba.

—Lo lamento —dijo, cuando Town se sentó.

—No pasa nada —dijo Town con rapidez—. Aquí hay que tener mucho cuidado. Alguien podría forzar la entrada e intentar venderte un boleto para la rifa del instituto.

Jonathan Town, licenciado en periodismo por la Universidad Estatal de Iowa, había trabajado algún tiempo en periódicos de Minneapolis y Chicago. De esa aventura había regresado armado con un ingenio rápido y un sarcasmo que le distanciaba eternamente de la mayoría de los habitantes de Forks. Clyde tenía que recordarse continuamente que no debía ofenderse; en cierta forma, Town le estaba halagando al dar por descontado que Clyde tenía la inteligencia necesaria para pillar la gracia. Sólo se trataba de una diferencia de estilo, nada más.

Clyde llevó la mano a la visera y sacó un trozo de papel en el que había escrito: «Hay micrófonos en el coche… Por favor, hablemos sólo de cosas intrascendentes.» Se lo pasó a Town, quien hizo una mueca y le miró receloso.

—En cuanto Maggie se acabe el biberón te enseñaré la propiedad —dijo Clyde.

—Vale —dijo Town, y se arrellanó en el asiento, preparándose para un buen rato de aburrimiento. Pero eso no era nada nuevo para Town, que siempre se comportaba como si se aburriese.

—¿Cómo van las cosas en el periódico escolar?

—Lo normal. Mi reportero de fútbol se olvidó de mencionar a un jugador de tercera en la crónica sobre el partido de Waterloo y he tenido noticias de sus padres. Alguien se me cuela en el cuarto oscuro a fumar hierba. Y ya tenemos crisis con el anuario.

Maggie apartó el biberón. Clyde puso la ranchera en marcha y salió del aparcamiento, dando las gracias por alejarse de aquel pasillo acristalado. Hablaron de tonterías. A unos kilómetros de la ciudad, la carretera descendía al valle de Wapsipinicon, en su mayor parte cubierto de bosque denso. Los grandes y viejos árboles hacía varias semanas que habían perdido sus colores otoñales, aunque los robles se aferraban tenazmente a las hojas marrones. La carretera se volvía muy empinada y a continuación dejaba de ser completamente recta para serpentear entre los troncos de los grandes árboles. Se veían afloramientos de pizarra y arenisca que sobresalían de la espesa alfombra de hojas muertas. Al fondo del valle, el Wapsipinicon había tallado un sendero serpenteante en la arenisca.

—Supongo que ahora podemos hablar —dijo Clyde—. Dicen que las ondas de radio no pueden salir del valle.

—Vaya, qué alivio —dijo Town. Con el rabillo del ojo Clyde veía que su pasajero le miraba inquisitivamente.

—Supongo que ahora crees que soy un maníaco paranoico —dijo Clyde.

—Se me ha pasado por la cabeza —dijo Town—. ¿Qué te hace creer que Mullowney te ha puesto un micro?

Clyde se rió con ganas por primera vez desde hacía semanas y golpeó el volante con la palma de la mano. En el asiento trasero, Maggie le imitó, profundamente aliviada de ver a su taciturno padre comportándose de esa forma. Clyde se volvió y le sonrió a Maggie para luego volver a mirar la carretera de curvas.

—No se trata de Mullowney —dijo—. En realidad, no estoy seguro de quién me los ha puesto. Primero, creí que eran unos estudiantes extranjeros de la universidad.

—Ah —dijo Town, que por lo visto consideraba eso ligeramente menos improbable—. Bien, yo me lo creería. Pero tendría que argumentarlo para convencer a mis lectores. —Cambió de posición por primera vez desde que había subido al coche, rebuscando en el bolsillo de la chaqueta para sacar un cuaderno de notas y un bolígrafo—. ¿Por qué iban a querer hacer tal cosa unos estudiantes extranjeros?

—Bueno, es que luego decidí que era el FBI, porque sabían de mí más de lo normal —dijo Clyde—. Y posteriormente decidí que eran de algún otro grupo haciéndose pasar por agentes del FBI.

—Ajá —dijo Town con calma—. Es una pena que pasen esas cosas.

Clyde redujo y dejó que el peso llevase la ranchera al fondo del valle sin superar la velocidad permitida en una carrera lenta. Le contó a Jonathan Town la versión resumida de la historia, sin mencionar a Fazoul, lo que desplazó el punto focal de lo verdaderamente extravagante sobre agentes falsos del FBI a elementos más mundanos de la historia, como Tab, que llevaba décadas siendo noticia… desde que se había convertido en el alumno de primero de instituto más pesado de todo Iowa. Town lo apuntó todo y planteó la pregunta inevitable:

—¿Se lo contaste a tu jefe?

—El FBI se ocupa de cualquier cosa que pase más allá de las fronteras. También se ocupa del contraespionaje. Por tanto, se lo conté a ellos hace un par de semanas, justo después de las elecciones.

—¿Qué crees que pensará Mullowney de que lo hayas puenteado? —preguntó Town, sonriendo de sólo pensarlo. Clyde también sonrió.

—No creo que importe mucho lo que piense —dijo—. No le puedo caer peor de lo que ya le caigo.

—¿Cómo puedes soportar trabajar para él?

—No puedo. He presentado mi dimisión. Pero ésa es otra historia.

—Entonces, ¿cuándo será tu último día como ayudante del sheriff?

—Fin de año. Pero me quedan días de vacaciones, así que en realidad alrededor de Navidad.

—¿Qué vas a hacer para mantener a la familia?

Clyde suspiró y apretó la mandíbula.

—Desiree recibe una paga especial de combate —dijo—. Cuando regrese, si las cosas se ponen mal, siempre puede volver a trabajar como enfermera a jornada completa.

—Bien, volviendo a la historia principal —dijo Town, presintiendo que se adentraba en un campo de minas—. ¿Cómo reaccionó el FBI a la noticia de que Saddam Hussein está construyendo una instalación de fabricación de armas biológicas en el condado de Forks, Iowa?

Clyde hizo una mueca.

—Bien, no ha hecho nada dramático, si a eso te refieres.

—¿Nada dramático?

—Nada evidente.

—Es decir, por lo que sabes no han hecho nada.

—Sí.

Clyde vio que Town apuntaba su respuesta en el cuaderno y pensó en lo tonta que quedaría en el Des Moines Register.

—Los agentes locales fueron a Washington y le enseñaron el informe a sus superiores —dijo Clyde—. Sé que están muy interesados.

—Pero eso no es noticia. Al menos, no es noticia en Iowa. Noticia en Iowa es un montón de agentes del FBI cayendo sobre Nishnabotna para ocupar toda la ciudad o algo así.

—Bien, no si eso es lo que quieren para esta investigación.

—Entonces, ¿qué quieren?

—Supongo que esperar y ver. Aceptan que esos individuos son personajes tenebrosos, pero no quieren venir en tropel, arrestarlos y presentar cargos contra ellos… como haría un policía.

—Pero los agentes del FBI son policías.

Clyde volvió a suspirar.

—Oh, sí —dijo Town—. Me has comentado algo acerca de que no son realmente agentes del FBI.

—No sé cómo trabajan los agentes del FBI —dijo Clyde—, pero un policía es muy disciplinado y organizado en la recopilación de pruebas sólidas que se sostengan ante un tribunal, para poder presentar cargos y garantizar una condena. Estos tipos no parecen saberlo.

—Bien —dijo Town, enderezándose en su asiento y volviendo al principio de las notas—, lo de los caballos productores de antídoto para la toxina botulínica merece definitivamente un artículo. El hecho de que los militares tengan sólo dos caballos dedicados a eso en todo el país me parece una falta de previsión por su parte y daría pie a un buen artículo de denuncia. Y el hecho de que alguien haya mutilado uno me lo pone aun mejor, porque deja clara la vulnerabilidad del proyecto. —Town miró un minuto por el parabrisas, mordiéndose pensativo el labio—. ¿El Register lo publicaría? Bien, no lo sé, no soy más que un autónomo. Pero tiendo a pensar que podría pasar de la historia, o al menos dejarla en el tintero hasta que se resuelva la crisis del Golfo, para no dar la impresión de estar minando el esfuerzo bélico. Claro está, tú estás yendo mucho, mucho, mucho más lejos para penetrar en un asunto asombroso e increíble de espionaje. Lo que en sí mismo no está mal, porque las historias asombrosas de espionaje a veces son ciertas. Pero lo único que me ofreces como prueba es la historia de Tab Templeton, que ya ha salido hasta la extenuación en las páginas de deportes, una nota de los archivos internos de la Brigada Hola y una pequeña fotografía en blanco y negro de una vieja revista de lucha libre. ¿Cierto?

Clyde apretó los dientes.

—Sí, cierto.

—Y para rematar esa historia asombrosa, tienes otra sobre algo raro que sucede en el FBI. Y la única prueba de ello que tienes es que hablaste por teléfono con unos tipos del FBI y tuviste la impresión de que no tienen la cabeza donde debería tenerla un policía.

Town guardó silencio un rato para dejar que los hechos hablasen por sí mismos. Clyde apretó la mandíbula un poco más.

—Vale, vale —dijo—, por separado parecen locuras. Pero juntas se respaldan.

—¿Me lo explicas?

—La idea de que los iraquíes estén maquinando aquí alguna tropelía es bastante demencial. Pero si así fuese, esperarías que alguien del Gobierno se preocupara. La CIA o algo así. Lo que explicaría por qué la gente de Washington ha estado actuando de una forma tan rara.

—Desde mi punto de vista, eso hace que la historia sea peor, no mejor —dijo Town—, porque no la puedo dividir en trocitos. Tengo que contar todo un entramado de sucesos. Tendré que escribir un maldito libro.

—No estoy acostumbrado a tratar con la prensa —dijo al fin Clyde—, así que no sé cómo va. ¿Pero no sucede a veces que un periódico manda a un periodista de investigación a que encuentre más información?

Town respiró hondo y dejó escapar el aire, y Clyde tuvo la impresión de que, por cortesía y por respeto a Clyde, se esforzaba por no echarse a reír.

—Lo del reportero de investigación es sobre todo un mito de Hollywood —dijo—. En realidad, nadie se dedica a eso. Nadie tiene tanta capacidad de atención para estar tanto tiempo interesado en algo. Nadie tiene el presupuesto necesario. No hay muchas personas capaces.

—Vale. Bien, eso me corrige muchas ideas erróneas —dijo Clyde.

—Básicamente, al Register, al Trib o a quien sea debes entregarle la historia servida en bandeja de plata.

—Nadie va a investigar excepto yo —dijo Clyde.

—Ya lo has entendido.

—Vale, bien, salgamos de este maldito valle y te invitaré a café por el tiempo que me has dedicado —dijo Clyde.

—No, no hace falta —dijo Town. Pero unos minutos después, mientras regresaban por la carretera de curvas, dijo—: ¿Sabes? Se lo voy a comentar a mi editor del Register. Como te he dicho, con lo que tienes no hay noticia. Pero sería algo tan grande que si estuviese pasando… odiaría perdérmelo.

—Lo que te parezca mejor —dijo Clyde.

—Pero aunque les interese no moverán un dedo a menos que les entregues una prueba definitiva. Algo a lo que se pueda sacar una foto.

—¿Como qué?

—Venga, Clyde —dijo Town, al fin un poco impaciente—. Afirmas que Tab Templeton construyó una fábrica de toxina botulínica para esos tipos. ¿Dónde coño está esa fábrica?

—Podría estar en cualquier parte —dijo Clyde—. En una casa, en un viejo granero, en un garaje. Ningún vecino vio a Tab ni la furgoneta en casa de los iraquíes, así que no está ahí.

—Muéstrame la maldita fábrica. A eso se reduce todo, Clyde.

—Veré qué puedo hacer.