CAPÍTULO 26

Betsy había trabajado el tiempo suficiente con Spector para saber cuándo las cosas se habían vuelto realmente raras. Habitualmente Spector tenía la visión taciturna y apagada de la vida, la muerte, la alegría y la tragedia que los estadounidenses habían adquirido viendo la tele y las películas en la época de Peter Gunn y Dragnet. Incluso aceptaba la posibilidad de que todos sus barcos se hundiesen si Betsy la jodía a lo grande. Pero aquel día, cuando entró en el despacho de Betsy, estaba visiblemente alterado.

Cerró la puerta, se sentó, se pasó las manos por el corte de pelo casi transparente y, en silencio, deslizó una hoja sobre la mesa. Era un memorando de acceso restringido. Betsy se concentró en el membrete: Consejo Nacional de Seguridad. No le llevó mucho tiempo leerlo.

—¡Cielos! —exclamó.

Spector la miraba con asombro.

—¿Cielos?

Betsy se puso a ordenar los documentos de su estación de trabajo, intentando decidir qué tareas podía delegar en su personal para evitar que se metiese en líos y para mantener el nivel de flujo de palabras durante los próximos tres días.

—Entonces, ¿nos vemos en el aeropuerto? —dijo ella.

Spector se limitó a mirarla fríamente.

—¿O vamos juntos? —añadió Betsy.

—Tienes un talento maravilloso para la negación, o algo así —dijo al fin Spector—. Todavía no lo has asimilado, ¿verdad?

—No creo estar negando nada —dijo Betsy—. Simplemente, intento concentrarme en el momento presente. Spector sonrió.

—Eso —dijo— es claramente una forma de negación. Nos vemos allí. —Se puso en pie, respiró profundamente un par de veces, agarró su maletín militar de aluminio y se fue.

Betsy pasó otra hora delegando tres días de tareas y dando números de contacto de emergencia. Dijo adiós a Thelma la secretaria, fue a su apartamento, le dejó una nota a Cassie, hizo la maleta y cargó con ella y una funda para el traje hasta la estación de metro de Rosslyn.

Diez minutos después se encontraba en el aeropuerto nacional, deseando no haber metido tantas cosas en la maleta.

De haber ido en un vuelo de la compañía Delta o US Air, hubiese sabido exactamente adonde ir. Como no era así, vagó por allí un rato. Había indicaciones para quienes buscaban el baño o la cinta de equipajes. Pero no había indicaciones para gente como ella. Era una suerte que su instinto de buena chica la hubiese impulsado a llegar con casi una hora de antelación.

Finalmente, por eliminación, acabó en la zona de aviación civil. Sorteó un par de operaciones de mantenimiento comercial, maldiciéndose por cada blusa y cada par de zapatos extra que había metido en el equipaje. Un alma caritativa la guió por una puerta para el personal y se encontró en la sala de espera administrada por el mismo personal de seguridad de la Agencia que se encargaba de los ascensores del edificio Castleman. Betsy era la única persona presente. Un par de ventanales tintados de oscuro daban a la pista de estacionamiento, donde la tripulación se ocupaba de un Gulfstream del Gobierno. Betsy reconoció la estructura de esas ventanas: eran las mismas a prueba de vigilancia que indicaban la presencia de personal de la Agencia.

Spector llegó media hora más tarde. Le siguieron unos tipos molestos de la NSA que habían llegado en helicóptero desde Fort Meade; un coronel del Ejército de Tierra y otro de la Marina que habían tomado el metro desde el Pentágono y, en el último momento, limpiándose el sudor de la calva con un pañuelo sucio y usando el inhalador de asma: Ed Hennessey.

Por una puerta diferente entró una mujer vestida con un uniforme azul, acompañada de una vaharada de aire bochornoso y con olor a diésel. Su uniforme estaba diseñado para ser anodino y no llevaba ninguna insignia discernible.

—Bienvenidos al Expreso de Kennebunkport. Soy su piloto. Mi nombre es comandante Robin Hughes. Por favor, síganme hasta el avión. Por favor, manténganse alejados de las puertas abiertas del hangar. —Robin Hughes tenía el aplomo y la soltura envidiables que Betsy atribuía a las mujeres que se habían graduado en alguna de las tres academias de las Fuerzas Armadas.

Hasta ese momento habían estado charlando e incluso bromeando; de pronto guardaron un silencio reverente. Robin Hughes se volvió y los guió por las puertas hasta el hangar donde se encontraba el Gulfstream preparado para despegar. Las puertas del hangar estaban abiertas de par en par y Betsy comprendió por qué les habían dicho que se mantuviesen lejos de ellas; si se acercaban más, un turista o un reportero que estuviera en una de las salas podría fotografiarlos con un teleobjetivo.

El pequeño reactor tenía dos filas de asientos. Apenas se habían sentado cuando la comandante Robin Hughes empezó a mover el avión. Era un vuelo poco habitual: no había que esperar. No salió nadie a enseñarles cómo abrocharse los cinturones de seguridad, nadie les insistió en que pusiesen los respaldos en posición vertical y plegasen las mesas. Con indiferencia, Robin Hughes cruzó por delante de un avión de la compañía Trump y de un 757 de American Airlines, giró el aparato para colocarlo en la zona de despegue y aceleró. El avión recorrió la pista y se elevó como si lo persiguiese el demonio y, no más de sesenta segundos después de escoger asiento, se encontraban a mil pies sobre el Potomac. En otras palabras, aquello era completamente diferente a un vuelo comercial.

No era un grupo muy hablador. Todos tenían asiento de ventanilla. Algunos lo aprovecharon, mirando y reflexionando, mientras que otros abrieron los maletines en cuanto el avión estuvo en el aire y se pusieron a trabajar en documentos o con los portátiles. Betsy vio abajo la ancha boca del Delaware e incluso entrevió la estela en forma de uve del transbordador de Lewes a Cabo May, que le trajo buenos recuerdos del fin de semana en que había conocido a Paul Moses.

Ed Hennessey estaba sentado en el asiento del otro lado del pasillo; echó atrás el respaldo, hacia la cara de alguien de la NSA, y se quedó dormido, resollando y roncando tan fuerte que se le oía incluso a pesar del ruido del motor. Sentándose recta y estirando el cuello, Betsy podía entrever Manhattan por la ventanilla de Hennessey.

Tuvo la sensación de que alguien la miraba. Era Spector. Sudaba y masticaba chicle obsesivamente. Agitó la cabeza en gesto de asombro. La chica de Idaho le confundía permanentemente. ¡Mirando el bonito paisaje por la ventanilla!

Ya descendían hacia Kennebunkport. Cabo Cod quedaba a la derecha, con los bancos de arena de Provincetown perfectamente definidos. Hughes habló por megafonía, comentándoles que estaban a punto de aterrizar y bromeó disculpándose por la calidad del servicio de cabina:

—Les pido que nadie salga hasta que los buses estén en posición y tengamos permiso. Es importante, por razones de seguridad nacional, que no los vean juntos.

Aquella frase provocó un tremendo desgarrón en el telón de negación que había estado colgando delante de los ojos de Betsy.

«Razones de seguridad nacional.» Saddam estaba en Kuwait. Estados Unidos se encontraba, a todos los efectos, en guerra.

Que viesen a los pasajeros de ese avión en aquel lugar, juntos, podría tener como consecuencia, todavía no imaginaba cómo, que muriese mucha gente.

Se giró y miró a Spector, que la miraba con algo que recordaba una sonrisa. La conmoción debía de ser más que evidente en el rostro de Betsy.

El avión se desplazó hasta el final de la pista. Betsy ni siquiera sabía en qué aeropuerto habían aterrizado; en algún lugar con muchos árboles. Robin Hughes lo hizo girar de forma que las puertas quedaran orientadas hacia los árboles en lugar de hacia los edificios. Llegaron enseguida un par de autobuses escolares y una furgoneta azul del Gobierno… diez veces el número de asientos necesarios. Los buses, únicamente con un conductor al volante, maniobraron para formar una barrera en «L» que bloqueara la visión de cualquiera que estuviese espiando entre los árboles. La furgoneta se acercó mucho al Gulfstream. Se abrieron las puertas y, a una señal, todos salieron al pasillo, bajaron los escalones y se metieron en la furgoneta.

Todos menos Hennessey, quien seguía totalmente dormido, y Betsy, que se rezagó intentando despertarle. Nadie en el avión, con la posible excepción de Robin Hughes, tenía estómago para intentar despertar a semejante paria leproso. El diablo se llevaba a las personas que eran amables con él; que Dios ayudase a las personas que se ganasen su resentimiento. Hicieron falta los esfuerzos combinados de Betsy Vandeventer y Robin Hughes para ponerle en pie y hacerle bajar sin que se rompiese el cuello.

Los autobuses se marcharon a otra parte. La furgoneta tenía las ventanillas tintadas y había dos agentes de seguridad a bordo que no intentaban ocultar las ametralladoras Heckler & Koch. Cuando dejaron el aeropuerto, otro vehículo se les colocó detrás: un monovolumen enorme con matrícula del Gobierno.

Ver las armas y lo que evidentemente era un carro de guerra detrás de ellos, destrozó prácticamente todo lo que quedaba del telón de negación de Betsy. Empezó a frotarse las palmas en la falda; le sudaban a pesar de que el aire acondicionado de la furgoneta estaba al máximo. El corazón le martilleaba y en la garganta se le había formado un nudo de aprensión.

La furgoneta los trasladó varios kilómetros por un terreno rocoso con esporádicas y sorprendentes vistas del océano. Fue tomando carreteras progresivamente más estrechas y sinuosas, acercándose al mar. De vez en cuando se veían grandes mansiones junto a la costa. Tomaron por un camino y pasaron un control de seguridad. Unos cientos de metros más adelante pararon frente a una estructura en forma de granero, una especie de almacén de herramientas y maquinaria rodeado de árboles por todos lados. Daba una sensación de vida sencilla y bucólica que sólo desmentía el bosque de antenas del tejado.

Se abrió una enorme puerta enrollable. Justo en el centro había un hombre con un traje impecable, negro como el carbón, de raya diplomática: James Gabor Millikan.

Spector se inclinó hacia Betsy y le dijo:

—Presta atención.

Hennessey había sido el último en subir a la furgoneta y tenía el asiento delantero. Abrió su puerta y bajó rígidamente del vehículo, pasando de un marine que le ofreció una mano para ayudarle. Caminó hacia Millikan y Millikan caminó hacia él. Todos los ocupantes de la furgoneta apretaban la cara contra la ventanilla; los desafortunados que estaban al otro lado hacían lo posible por mirar entre los hombros de los demás.

Millikan le tendió la mano a Hennessey con una sonrisa deslumbrante. Hennessey tenía el aspecto tenso, penoso y cansado de un hombre que ingresa en el hospital para someterse a una intervención de próstata. Pero apretó la mano de Millikan con firmeza y, tras pensarlo, le dio una palmada en la espalda, como si dijese: «Esta vez me has pillado.» Todos los ocupantes de la furgoneta soltaron el aire que habían estado reteniendo.

Bajaron uno a uno. Millikan seguía hablando con Hennessey; se había situado de tal forma que podía mirar por encima del hombro de éste y ver quién bajaba. Pasó de todos excepto de Betsy. Al centrarse en la cara de Betsy, asintió para sí, como si mentalmente hubiese marcado una casilla en una lista mental.

—Bienvenida a Kennebunkport, señora Vandeventer —dijo. A Betsy no le pareció demasiado sincero.

Una asistente de la Casa Blanca, una joven animada que parecía fuera de lugar entre todos aquellos espías saturninos y los guardias enormes con sus ametralladoras, se acercó a Betsy con una chaqueta de la Casa Blanca de talla extra grande. Se presentó —Betsy olvidó el nombre de inmediato— y se explicó:

—Esta noche vienes a cenar y debes parecer del personal. ¿Te la pruebas a ver cómo te sienta?

Betsy se la probó. Le quedaba perfectamente. Se alegraba de tenerla; a última hora de la tarde, cerca del océano, en Maine, hacía bastante más frío que cuando corría hacia el aeropuerto nacional a mediodía cargada con un equipaje pesado.

Un sedán del Gobierno esperaba. Millikan se acercó a Betsy, que estuvo a punto de retroceder, como si esperara un puñetazo en la mandíbula. Pero en lugar de eso le ofreció el brazo y miró hacia el coche.

Ella aceptó el brazo de Millikan y miró a Spector, quien la saludó y dijo:

Bon appétit.

Estaba claro que el resto de los recién llegados iban a cenar en el Mejor Pollo Súper Crujiente del Coronel, con salsa y galletitas.

Millikan siguió siendo un ejemplo de modales durante el corto trayecto hasta la casa. Se encontraba de un humor locuaz y jovial.

—Al presidente, como sabe bien, le gusta recibir directamente la información. Siente un gran respeto por las divisiones de analistas del negocio y desea conocerla. Pero no debe malinterpretarme. —Millikan alzó un dedo y lo agitó de forma lenta y paródica—. Se trata de un acto social… no de una ocasión para que se salte la cadena jerárquica.

Las conversaciones con sustancia deben ser mínimas. Se la ha incluido en el grupo de trabajo sobre guerra no convencional… un gran honor.

El grupo es un equipo y yo soy el líder de ese equipo. Todo lo importante pasa por mis manos. ¿Lo comprende?

Betsy, que todavía recordaba los insultos que le había dedicado Millikan, asintió y no dijo nada.

—Ya me puenteó en una ocasión, pero no debe volver a hacerlo. ¿Lo comprende?

Betsy no dijo nada. El coche se detuvo frente al complejo residencial; los marines abrieron las puertas.

—Recuerde —dijo Millikan—, siempre que estemos en el exterior usted es miembro del personal de la Casa Blanca.

Marlin Fitzwater daba una rueda de prensa. A un lado, la primera dama entretenía a unos niños con trucos de la perra Millie. Un hombre alto de frente prominente rebuscaba en una enorme bolsa llena de salvavidas y otros artículos de navegación. Se envaró, murmurando:

—Bien, creía que lo había metido aquí, pero que me maten si sé dónde está. —Vio a Millikan—. Oh, hola, Jim. Y buenas tardes, Betsy. ¿Os apetece un paseo en lancha?

Betsy notaba la tensión de Millikan.

—¡Ja, ja! —dijo el hombre—. Olvidaba que Jim odia el agua. No lo admite, pero así es. Puedes quedarte en casa, Jim. Barbara te preparará una copa.

—No pasa nada —dijo Millikan—. Iré con usted y con la señora Vandeventer, señor presidente. Simplemente, esta vez le pediría que no intentase hacer volcar la lancha.

Justo en ese momento, un asistente de la Casa Blanca, un joven con una chaqueta azul, salió de la casa y se aproximó a ellos.

—¿Doctor Millikan? Una llamada para usted, señor.

Millikan lo miró furioso. Era evidente, incluso para una novata en Washington como Betsy, que aquello estaba preparado.

—Por desgracia, no podré aceptar su invitación, señor presidente. Disfrute del viaje, señora Vandeventer.

—A mí me parece que tu talla es la grande. Bueno, quizá la mediana —dijo George Herbert Walker Bush. Rebuscó en la bolsa y sacó un par de salvavidas.

—Pruébatelos. Probablemente no nos hagan falta, pero debemos ser prudentes.

Bush y Betsy se fueron al muelle, donde un pequeño contingente de la Guardia Costera y del Servicio Secreto esperaba junto a la lancha rápida del presidente.

—Apuesto a que no teníais nada así en Iowa —dijo Bush.

—En Idaho. —Betsy enrojeció al darse cuenta de lo que había hecho. Pero Bush no se alteró, no parecía que le importara que lo corrigiesen. Estaba tan avergonzada que las siguientes frases le salieron apelotonadas—. En Hell’s Canyon… lanchas a reacción. Allí tienen. Grandes lanchas a reacción, en el cañón.

—Oh, sí. Lo sé. Ha habido una importante controversia con respecto a esas lanchas —dijo Bush.

Los motores ya funcionaban, estaban calentándose. Bush se aseguró de que Betsy tuviese puesto el chaleco salvavidas y luego alejó la lancha del embarcadero y aceleró. La embarcación levantó la proa y fue golpeando el agua a buen ritmo. Las olas eran más violentas que en Hell’s Canyon, el viaje mucho más tempestuoso. Betsy gritó cuando la espuma le golpeó en la cara y le resultó difícil recuperar el aliento, tal era la velocidad del bote. El presidente pasó unos minutos intentando dar a todas las olas grandes que se le presentaban, intentando mantener el morro de la lancha tan vertical como era posible. Betsy pasó totalmente aterrada la mitad de ese tiempo y gritó en más de una ocasión.

Luego el presidente dejó de acelerar y permitió que lo llevase la corriente.

—Buen trabajo, Betsy. Sé todas las tonterías por las que has tenido que pasar. Sigue adelante.

Betsy todavía intentaba recuperar el aliento. Se sentía relajada y llena de energía y de pronto comprendió que el paseo en lancha no era un simple paseo en lancha. Era una herramienta que Bush empleaba para sacar a los visitantes del aturdimiento producido por efecto de estar en presencia del hombre más poderoso del mundo.

—Gracias —dijo.

—¿Qué pasa con las bioarmas iraquíes? Lo he estado considerando recientemente.

—El doctor Millikan me ha dicho que debía hablar con usted de generalidades.

—Yo soy el presidente, no Millikan, y me dirás lo que quieras decirme. —El presidente volvió a acelerar la lancha, no tanto, y se puso a trazar ochos amplios.

Betsy se lo explicó todo desde su descubrimiento inicial en 1989, intentando concentrarse en los hechos y no quejarse de cómo el sistema había fallado y del trato que le había dado Millikan. El presidente se limitó a fruncir el ceño. Al final dijo:

—¿No te gustaría que pudiésemos ir directamente por los malos? Pero todo esto es como un tumor maligno, con millones de tentáculos. Cortamos el tumor principal y el resto vuelve a crecer.

—Bien. Puede que sea así, señor presidente. Pero… —Calló, sin atreverse a estar en desacuerdo.

—Suéltalo, Betsy.

—Bien. Se supone que yo no debo hacer investigaciones de ámbito nacional. Ya lo sabe.

—Es una regla muy importante, Betsy. Hay que tomarse muy en serio esa regla.

—Pero hay algunas cosas que he descubierto accidentalmente.

Bush rió.

—La inteligencia accidental es mi favorita, Betsy. Buen material.

—Es decir, no estaba recopilando información interna o extralimitándome en mis tareas. Lo he sabido porque un pariente dio con ellas… o quizá debería decir, se cayó en ellas.

—Dímelo.

—Está pasando algo en la Universidad de Iowa Oriental, en Wapsipinicon. Allí hay gente a la que se debería vigilar.

Bush asintió.

—Tengo cubierto lo de Wapsipinicon.

Betsy estaba conmocionada y encantada.

—¿Lo tiene cubierto?

—Sí.

—¿Quién se ocupa de ello, si puedo preguntarlo?

—El FBI. Hennessey.

¿Hennessey?

—Tiene un hombre sobre el terreno. —Bush hizo un gesto hacia la casa—. Barbara nos hace señas como una loca. Será mejor que regresemos. —Le dio al acelerador tan rápido que Betsy volvió a gritar—. Tendremos muy buena cena —gritó—. Un agradable acto social.