CAPÍTULO 24
Agosto
El 1 de agosto no fue un buen día para James Gabor Millikan. Saddam Hussein entraba en Kuwait. A Millikan le machacaban. Toda la brillantez geopolítica que había desplegado al servicio de su país había quedado reducida a nada. Primero, le había puesto la zancadilla interna una GS-11 a la que deberían haber fusilado por alterar la elegancia de su escenario político tan cuidadosamente diseñado, y luego había recibido el golpe externo de la acción imbécil de Saddam Hussein, que no se había ajustado al papel que tenía asignado.
Millikan soportaba una pesada carga: la omnisciencia… y, la mayor parte de las veces, la soportaba con elegancia. Siempre había sabido qué era lo mejor para todos. Siempre había sabido que la intención de Dios era que él fuese el cerebro oculto tras el trono, el hombre de las ideas, que salvaba al país pero que modestamente rechazaba toda notoriedad. Era un papel difícil, pero del que disfrutaba. Ahora, su fórmula geopolítica clásica para mantener la paz en Oriente Medio, para bloquear a los iraníes, para frustrar lo que quedaba de los soviéticos…, todo se iba desintegrando. Y lo peor era que, al preparar el calendario del presidente para sus vacaciones en Kennebunkport, tenía que incluir a esa analista de mierda que tanto había contribuido a alterar sus planes y plazos. Sentado frente al teclado, mirando hacia la Casa Blanca por la ventana de su despacho en el Old Executive Office Building, se sintió amargado.
Millikan no era un admirador de Saddam Hussein. Podía afirmarse que, exceptuando a algunos colegas de St. Anthony y Harvard, no sentía entusiasmo por ningún ser humano excepto por sí mismo. Millikan aspiraba a lograr en las relaciones exteriores la perfección elegante que los matemáticos lograban calculando los dígitos de pi. No trabajaba teniendo en cuenta a seres humanos individuales; a largo plazo no creía que los seres humanos, o lo que pudiesen pensar, tuviese ninguna relación con la política de Estado, de la misma forma que las hormigas, en sus pequeños universos, no tienen efecto sobre las vidas humanas individuales. Él contemplaba un análisis matemático imponente para controlar las cuestiones de Estado, y a sí mismo se veía como un Newton aplicando esa lógica al servicio de la manipulación de los asuntos internacionales.
Mientras establecía los encuentros de seguridad nacional para las vacaciones del presidente, sabía que su escenario para Oriente Medio había fracasado. La cuestión era cómo modificar las políticas en medio de la acción sin mojarse, cómo dar con alguien a quien culpar de la debacle. Pero debía recordarse que la debacle no era responsabilidad suya: era un fallo del hombre que despreciaba, George Herbert Walker Bush, y de su completa incapacidad para actuar. Bush había echado a pique la oportunidad de aprovechar la maniobra de apertura de Gorbachov, y Millikan sentía dolorosamente cada uno de los cuchillos que la gente de George Shultz le había clavado diestramente en la espalda.
Mientras preparaba las vacaciones aparentemente normales del presidente en el complejo de Maine, hizo que su ayudante, Richard Dellinger, repasase su colección de informes secretos para eliminar cualquier comentario que le hiciese parecer demasiado proiraquí, una tarea difícil, considerando que realmente había sido uno de los más destacados defensores de Bagdad. Pero Millikan había leído a Orwell.
Considerando el hecho de que Saddam Hussein había invadido Kuwait, que la Administración ya había cortado los canales de comunicación abiertos y los traseros con la OLP, que él mismo ya había perdido cualquier influencia en el Congreso, era evidente que debía hacer algo por mantener su posición de privilegio. En el fondo le reconcomía saber que Hennessey tenía un informe sobre él de casi medio metro de grosor; que Hennessey podría acabar con él en cuanto quisiese lanzándole a los lobos de los comités del Congreso controlados por los demócratas; que podía propagar rumores que le convertirían en el Gran Topo, buscado desde hacía mucho tiempo, infiltrado en la red de seguridad nacional; que Hennessey se había convertido —como resultado de su horrible, sin precedentes y posiblemente ilegal salto lateral al FBI— en heredero de todas las fotos secretas que J. Edgar Hoover había recopilado sobre los chicos de Harvard y todos los tipos de Oxford. Debía encontrar una forma de cortocircuitar a Hennessey, volver a tener el control de la situación de Irak, convencer al presidente de que era un buen servidor. Necesitaba un asidero.
Mientras miraba por encima de la estación de trabajo, por la ventana, la Casa Blanca, de pronto comprendió cuál sería su salvación. Comprendió cómo podía, simultáneamente, zafarse de Hennessey, impresionar al presidente y apropiarse del segundo mejor tema de la guerra: el miedo de la población al gas venenoso de los iraquíes y a sus opciones de guerra bacteriológica, que pronto toda la prensa sensacionalista se encargaría de comunicar al país.
Era en momentos como ése cuando Millikan siempre sentía cierta sensación de satisfacción y autoestima renovada. Redactó una Decisión Directiva del Consejo de Seguridad Nacional para formar un grupo de acción entre agencias que incluyera a Hennessey del FBI, a Spector y Vandeventer de la Agencia, a algunas otras personas de las divisiones químicas de la NSA y el Pentágono y a algunos de los expertos en gérmenes de la NSF. Iniciarían de inmediato su trabajo, en Kennebunkport. Lo añadió al orden del día para la reunión de aquella misma mañana. Sabía que se aprobaría sin dilación. Si los jóvenes estadounidenses iban a morir, la Administración tendría al menos que considerar cuáles eran los peligros. Si morían, Millikan quedaría bien, porque lo habría recomendado desde el comienzo. Si no morían, Millikan quedaría bien, porque el grupo podría afirmar haberlo evitado.