CAPÍTULO 18
¿Qué tipo de hombre sería cómplice en la trama para incriminarse a sí mismo por un brutal asesinato en primer grado, en un país extranjero, donde todo estaba en su contra?
Clyde seguía haciéndose esa pregunta y, siempre que le tocaba ocuparse de la cárcel, observaba a Sayed Ashrawi con la esperanza de adivinar la respuesta. La mayor parte de los internos de la cárcel del condado de Forks eran borrachos apestosos, violentos, pendencieros y estúpidos. Habían tenido que meter a Ashrawi en una celda aparte para mantenerle a salvo de aquella gente. El árabe era un hombre pequeño con el pecho hundido. No era alguien a quien uno creyera capaz, para ser sinceros, de meter a Marwan Habibi, de setenta y tres kilos, en un bote y golpearle hasta la muerte con un remo, ni de realizar los demás prodigios de los que se le acusaba.
Ashrawi había pasado los tres primeros días en prisión sin comer nada, porque la comida de la cárcel no era lo que él llamaba halal. Luego, otros estudiantes árabes le habían traído algunos alimentos que estaba dispuesto a comer. Su visitante más asiduo era un tal doctor Ibrahim Abboud, doctorado por una universidad inglesa que trabajaba para obtener su segundo doctorado. Había sido Abboud el que había hablado en inglés para provecho de Kevin Vandeventer mientras sacaban el cadáver de Marwan Habibi del laboratorio 304. Clyde le consideraba el cabecilla de aquella conspiración y se interesaba especialmente por sus visitas a la cárcel.
Pero resultaba inútil, porque el doctor Ibrahim Abboud también tenía calado a Clyde. Por lo visto Abboud era la única persona sobre la faz de la Tierra, a excepción de Desiree, que no infravaloraba la inteligencia de Clyde y le adjudicaba un cociente de cincuenta nada más verlo. Por lo que siempre que Clyde estaba presente, Abboud era todo sonrisas y reserva. En una ocasión Clyde le preguntó de dónde sacaba comida halal en un lugar como Forks, Iowa. Abboud, por una vez, bajó la guardia: «De un rabino judío», dijo.
Cuando Ebenezer hubo dejado al macho convertido en huesos y cartílago, seleccionó unos quince o veinte kilos de carne como comisión y le entregó el resto a Desiree, excepto un paquete del tamaño de un melón que puso en los brazos de Clyde:
—Sobras.
El paquete descansaba en una nevera portátil, en la parte posterior de la camioneta de Clyde. Aunque jamás se lo diría a Ebenezer, también había metido dentro otros cortes de carne, que el viejo había realizado con mucho cuidado, y que Clyde sabía por experiencia que contenían nervios que los hacían duros de masticar y difíciles de digerir. Ebenezer era el único que se molestaba en cortar esas piezas y les había puesto nombre: «pepitas de cuello», «popurrí pélvico» y cosas así.
Era sábado, el día de dormir hasta tarde de Desiree. Tan pronto como Maggie había empezado a agitarse por la mañana, Clyde había saltado de la cama, la había sacado de la cuna y, envuelta en una manta, se la había llevado del dormitorio como si fuera una bomba de relojería. Un ciclo de siesta y biberón más tarde, estaba atada al moisés, un trasto de plástico aerodinámico con asa que le permitía cargar con la niña todo el día sin tener que tocarla. Clyde lo metió en la camioneta y lo acopló a su nave nodriza, una base del mismo color adosada al asiento del acompañante. La tecnología industrial de la manipulación de bebés avanzaba a un ritmo que muy pocos campos podían igualar; amigos suyos con niños de dos años habían tenido asientos y sillas que bien podrían haber estado fabricados con ramitas y tiras de cuero, de primitivos que parecían en comparación con las maravillas que habían ido apareciendo en su hogar después de las primeras fiestas para bebés patrocinadas por los Dhont. Clyde no lo dudaba: si Desiree y él tenían otro hijo, tendrían que reunir todos aquellos trastos y rogar a los indigentes etíopes que se los llevasen gratis, para dejar sitio a la nueva generación tecnológica.
Clyde pasó la mano por una cadena oxidada, encontró el extremo y la pasó cuidadosamente por encima de la nevera portátil para que no saliese volando cuando pusiera el vehículo a velocidad de crucero. Luego abrió la portezuela del conductor, puso el motor en punto muerto, apoyó un pie en el freno y lo soltó en silencio. Apoyó un hombro contra el marco de la portezuela abierta y empujó la camioneta hacia delante con un impulso lento y prolongado de ambas piernas. Cuando el vehículo comenzó a descender la curva suave de la entrada, se subió y dejó que llegase a la calle antes de cerrar y arrancar el motor, dos maniobras que, en una camioneta tan vieja y en aquel estado, con toda seguridad habrían despertado a Desiree si las hubiera realizado en el garaje.
Maggie se puso a alborotar un poco al pasar por la zona vieja de edificios de ladrillo rojo de Nishnabotna y la gran masa de Talleres Matheson se alzó a babor. De momento se portaba bien, teniendo en cuenta que Desiree no estaba allí para someterla al flujo continuo de arrullos, besitos en la nariz, juegos y caricias que normalmente ocupaba todos los sentidos de Maggie mientras estaba despierta. El comportamiento de Clyde era, por decirlo suavemente, más comedido, hasta el punto de que Maggie hubiese tenido disculpa de haber creído que su padre se había caído en el camino de entrada y que la camioneta iba sin control hacia el río.
Cuando Clyde vio por primera vez a Desiree jugar con el bebé, se había sentido insignificante, dado que ella poseía muchos talentos de los que él carecía. Se había sentido todavía más insignificante cuando Desiree le había comentado —despreocupadamente y sin la más mínima intención de que se sintiera culpable— que no era juego sino «estimulación», que esos juegos tontos no se improvisaban sino que se planeaban para trabajar una parte importante u otra del cerebro del bebé. Los juegos de Desiree venían con notas al pie. Clyde suponía que si criaba a Maggie él solo, la niña acabaría convertida en una cría a la que habría que recordar que tenía que respirar y que se pegaría trompazos contra las puertas cerradas.
En algún momento del cambio de siglo alguien había pintado «Konrad Lukas e Hijos» en el muro de ladrillo que era su destino. Debajo, donde probablemente antes decía «matadero», recientemente habían escrito: «Carnes selectas y sacrificios personalizados.»
Iba a necesitar las dos manos para la nevera, así que tomó la medida radical de soltar a su hija del módulo moisés/asiento y transferirla al módulo de transporte reversible mochila trasera/frontal. Se la puso a la espalda, sacó la cadena de la nevera y dio la vuelta al vehículo para llevar la caja de restos al edificio principal.
Fuera de la carnicería había la mayor colección de vehículos universitarios que Clyde hubiese visto nunca en Nishnabotna. Algunos coches desentonaban claramente: un Cadillac nuevo y un Volvo familiar que, por sus matrículas, pertenecían a otros condados de Iowa, a una hora o dos de distancia. El coche más cercano a la entrada era un enorme Chevy Caprice, un modelo que habitualmente se usaba para los coches de policía; pero ése estaba pintado de azul marino y no llevaba equipamiento especial ni otra insignia que un cartel de cartón amarillento en el salpicadero que ponía «Clero» con una estrella de David. La matrícula era de Illinois.
Dobló la esquina del edificio y llegó hasta la acera de ladrillo, separada de la calle de ladrillo por un bordillo de piedra de al menos medio metro de alto. Justo en ese momento, un tipo de traje oscuro con barba y sombrero negro salía por la puerta principal de Carnes Lukas cargado con una enorme cartera de piel. Metió la cartera en el maletero del Caprice, se puso al volante y se alejó.
Clyde quedó sorprendido por el aspecto de algunas personas que hacían cola en la zona principal de Carnes Lukas aquella mañana de sábado. Los hombres vestían las mismas prendas de grandes almacenes que otros estudiantes graduados, pero las mujeres iban envueltas en metros y metros de tela oscura. Algunas enseñaban sólo el óvalo de la cara, otras miraban a través de una rendija horizontal. En general, las familias iban en bloque. Los hombres conducían, pagaban y controlaban a los niños mayores mientras las mujeres llevaban a los más pequeños y decían a los carniceros lo que querían. De aquel lugar la carne salía a cajas. Nadie compraba menos de cinco kilos y el pedido medio probablemente se acercase más a los diez. Dos carniceros se afanaban para servir la carne y otra persona cobraba.
Uno de los hombres hubiese llamado la atención incluso en las calles de su propio pueblo, estuviera eso donde estuviese. Le había pasado algo, Clyde no sabía qué exactamente pero desde luego algo horrible. Ya de entrada tenía el cutis con muchas cicatrices de acné, pero además su rostro estaba desfigurado por tejido cicatricial. La nariz y los labios los tenía bien, pero las quemaduras de las mejillas le habían sanado de cualquier manera. Tenía una oreja mutilada y la línea capilar en ese lado de la cabeza terriblemente deformada. El pelo rizado aparecía y desaparecía caprichosamente sobre un sustrato de piel roja, marmórea y abultada. Los daños seguían bajo el cuello de la camisa y llegaban al menos hasta su mano izquierda, a la que le faltaban tres dedos. Todavía tenía el índice y un pulgar atrofiado y deforme toscamente corregido. El hombre estaba demacrado y era sorprendentemente alto, probablemente tan alto como Clyde, que medía metro noventa. Le acompañaba una mujer considerablemente más joven con el rostro rollizo y atractivo enmarcado por un gran pañuelo de seda que le colgaba por la espalda, cubriéndole el pelo.
Compraban una enorme caja de carne. Cuando estuvo lista, la mujer se apartó del mostrador y Clyde comprobó que estaba en avanzado estado de gestación. El hombre agarró un lado de la caja con la mano buena y la deslizó para sacarla del mostrador, levantando una rodilla para sostener el otro extremo mientras intentaba asirlo con la mano atrofiada. Cuando levantó la rodilla de esa forma, la pernera del pantalón dejó al descubierto unos centímetros de plástico color carne. Debía de tratarse de una amputación por debajo de la rodilla, sin embargo, porque una vez que hubo encajado el dedo en la caja, fue a pagar sólo con una leve cojera.
Maggie jugó con el chupete, que salió volando de su boca y rodó por el suelo. Clyde lamentó no haber hecho uso de la tecnología para bebés que había puesto a su disposición la generosidad infinita de la extensa familia Dhont; tenían muchos cordones para chupete especialmente pensados para evitar ese tipo de percances pero, con las prisas para sacar a Maggie de la casa antes de que detonase prematuramente y despertase a Desiree, se había olvidado de ponerle uno.
La mujer embarazada se inclinó con cuidado y recogió el chupete. Se volvió hacia la cajera, una mujer Lukas de ojos azules en la cincuentena.
—¿Hay un WC? —dijo.
—¿Disculpa, querida? —preguntó la cajera, inclinándose y haciendo trompetilla con la mano.
—Baño —aclaró el marido, más para beneficio de su esposa que de la cajera.
—Tras esa puerta —dijo la cajera.
La mujer embarazada circunnavegó el mostrador, aparentemente moviéndose sobre un colchón de aire por efecto de aquella prenda como una tienda de campaña. Sobre el mostrador había una cafetera Bunn, un montón de tazas de papel y un cuenco de donativos. Una de las jarras de vidrio estaba llena de agua caliente. La mujer la sacó de la máquina y se la llevó al baño junto con el chupete.
Clyde oyó el sonido del agua corriente. Maggie empezaba a inquietarse; Clyde se volvió y le dijo algo supuestamente tranquilizador, pero no podía mirarla a los ojos sin romperse el cuello. Finalmente la mujer salió del baño y devolvió la jarra a su sitio. Se volvió hacia Clyde, sonriendo de oreja a oreja. Clyde quedó un poco sorprendido hasta que se dio cuenta de que no le sonreía a él, sino a Maggie.
—¿Puedo? —dijo, sosteniendo el chupete que todavía soltaba vapor.
—Por favor. Gracias —dijo Clyde. La mujer hizo algo tras su cabeza y Maggie se quedó tranquila y relajada mientras se dedicaba a la succión total. La mujer se quedó un poco más, mientras su marido pagaba la carne, mirando a la niña y hablándole en voz baja, en una lengua incomprensible. Luego su marido salió por la puerta sosteniendo la caja, mientras le repetía varias veces a la mujer una palabra, paciente pero firmemente.
—Gracias, señora —dijo Clyde mientras ella salía. El marido había abierto la puerta con el hombro y la sostenía con la espalda mientras ella salía. Clyde le miró a los ojos; el hombre miraba a Clyde con tranquilidad, de una forma evaluativa y casi distraída. Clyde le saludó—. Buenos días, señor. Vote por Banks.
Maggie se quedó dormida. Mientras Clyde se aproximaba al mostrador, hizo callar a Todd Gruner, el carnicero, quien, sorprendido y emocionado al ver a otro representante de la Cristiandad, estuvo a punto de saludarle con demasiada efusividad.
—¿Cómo te va, Todd? —le susurró.
—Me alegro de verte, Clyde. ¿Qué llevas ahí, un mapache?
—Murciélagos —improvisó Clyde—. Los he estado cazando con un saco alrededor de la luz del porche. —Levantó la tapa.
—Ah. Pepitas de cuello. Parecen obra de Ebenezer —dijo Todd—. ¿Tengo que prepararte salchichas?
—Sí.
—Tenemos un nuevo picante realmente bueno. Es extra picante.
—No las quiero extra picantes.
—Entonces el normal. ¿De dónde has sacado un ciervo en esta época del año, Clyde? ¿Caza furtiva?
—Hice que lo enviasen por avión desde Australia. Es temporada de ciervos en el hemisferio sur.
—Bien, te lo tendré listo el lunes por la tarde.
—Pues hasta entonces —dijo Clyde—. Vota a Banks.
A Clyde se le había ocurrido que podría ganarse un poco más de buen karma de relaciones matrimoniales yendo a Wapsipinicon, entrando en la panadería europea de Lincoln y comprando bollitos de canela. A lo mejor incluso podría volver con aquel botín antes de que Desiree despertase, lo que le valdría doble buen karma.
Poco después de girar al sur por la calle River vio tres vehículos del Departamento de Policía de Nishnabotna bloqueando el carril derecho, a un par de manzanas, y a Lee Harms allí de pie con su uniforme de policía dirigiendo el tráfico alrededor de la obstrucción.
Clyde hizo avanzar la camioneta pasando de las gesticulaciones de Lee Harms, que todavía no le había reconocido, y se detuvo detrás de un coche patrulla.
Vio de inmediato que otro agente, Mark Ditzel, tenía a un sospechoso boca abajo y esposado en el suelo. Ditzel había sacado la porra; estaba manchada de sangre. Una mujer voluminosa con un vestido como una tienda de campaña estaba de pie con las manos en la parte posterior del Toyota, gritando a los agentes de policía en una lengua que Clyde no reconoció. Un perro policía de la unidad de agentes K-9 se ocupaba de algo que no estaba en el Toyota, sino en el bordillo, a su lado.
Clyde se apeó de la furgoneta. Colocó a Maggie en el capó del coche de Ditzel, justo delante del asiento del conductor y se metió en el fregado. Reconocía a la mujer: era la que había limpiado el chupete de Maggie. Al principio no la había reconocido porque le habían quitado el pañuelo de la cabeza y tenía el rostro distorsionado por lágrimas de furia.
Ditzel tenía la rodilla hundida en la espalda del marido y el rostro como a cinco centímetros de la cara del prisionero. Sostenía en alto la porra ensangrentaba como si fuese a descargar un golpe adicional. Ditzel tenía la cara roja y marcada, aquí y allá, por gotitas de sangre que no era suya. Clyde se estremeció cuando olió el espray de pimienta.
Ditzel gritaba a la cara del prisionero, babeando.
—¡No debes resistirte con un agente! ¡A un agente ni se le toca ni se le golpea! Si lo haces, ¡estoy autorizado a derribarte! ¿Lo comprendes o quieres más de esto? —Ditzel tenía los ojos rojos y fluidos transparentes le manaban de los lagrimales y las fosas nasales; parte del espray le había dado en la cara, cosa que no había mejorado su humor.
El hombre dijo algo que Clyde no acabó de comprender. Ditzel abrió más los ojos, esta vez de asombro.
—Muy bien, señor, veo que tendré que tomar medidas adicionales. —La última palabra fue un gruñido por la tensión del diafragma al querer descargar la porra más o menos en los riñones del prisionero. Pero no descargó el golpe porque Clyde Banks, anticipándose al movimiento, agarró el extremo de la porra antes de que se pusiese en marcha. Recordando una maniobra que había practicado en la Academia de Policía de Iowa, retorció la porra contra los dedos de Ditzel para obligarle a soltarla. A continuación Clyde la lanzó por encima del Toyota. Golpeó la acera y se detuvo delante de una tienda cegada con tablones.
Ditzel se sintió totalmente aterrorizado durante un momento, pensando que un cómplice le había desarmado. Pero luego reconoció al ayudante del sheriff Clyde Banks y quedó demasiado sorprendido como para enfurecerse… todavía.
—Clyde —dijo en un tono de voz asombrosamente tranquilo—, ¿qué coño haces? —Luego, empezando a cabrearse—: ¿Qué coño has hecho con mi porra, tío?
—Ofrecerte la oportunidad de tranquilizarte y pensarlo —dijo Clyde.
En ese momento la mujer apartó las manos del parachoques del coche. Se lanzó contra el agente K-9 y su perro, que también estaba a ese lado del coche. El perro decidió interpretarlo como un gesto hostil y la hizo retroceder con ladridos y gestos amenazadores.
Tanto Clyde como Ditzel fueron por ella. Ditzel dio la vuelta por la parte delantera del Toyota. Clyde saltó sobre el capo de tal forma que aterrizó entre Ditzel y la mujer. Clyde avanzó rápidamente hacia ella y le puso una mano en el hombro. Ella le apartó y agitó un brazo, intentando alejarle, pero luego se volvió y le reconoció.
—¡Mira lo que dejan hacer al perro! —gritó, señalando al suelo.
Habían sacado la caja de carne del Toyota y la habían dejado sobre la hierba, que ya estaba cubierta con hojas ensangrentadas de papel de carnicero. Parte de la carne seguía en el centro de los envoltorios y parte había caído al suelo. En la caja todavía quedaban algunos cortes intactos.
Clyde agarró la mano de la mujer, se la puso bajo el brazo y la dejó atrapada. Así la guió por la fuerza hasta el Toyota. Le sujetó la mano y se la apoyó contra el techo del coche, reteniéndosela allí mientras hacía lo mismo con la otra mano de la mujer, que colocó junto a la primera. Estaba detrás de ella, cubriéndola como una capa, aunque él era tan grande y ella tan diminuta que había varios centímetros de aire entre los dos. Al oído le dijo en voz baja:
—Puedo ocuparme de esto si te tranquilizas y no te mueves. Si vuelves a separar las manos del coche, no tengo ni idea de qué sucederá.
—Muy bien —dijo ella.
Clyde le soltó las manos y se alejó unos centímetros. Cuando vio que no se movía, se relajó y miró al perro.
El agente de K-9 sacó otro corte de carne de la caja, lo abrió y lo colocó en el suelo. El perro lo tocó con el morro y lo lamió. El agente se había puesto guantes de plástico, que ya estaban manchados de sangre y, mientras Clyde miraba, recogió la carne, la partió y dejó que el perro olisquease un poco más.
—Buena chica —dijo y le lanzó uno de los trozos arrancados.
Mientras el perro disfrutaba de la carne bien ganada, Clyde avanzó, cogió la caja y la colocó encima del Toyota. Todavía contenía un trozo enorme de carne, como del tamaño de un pavo grande, enrollado.
—Eh, ¿qué pasa, Clyde? —dijo el agente Morris, el K-9.
—¿Por qué? —preguntó Clyde tras una larga pausa, girándose para indicar la caja de carne.
—Bien, ya sabes, Clyde —dijo Morris—. Ya sabes para qué tenemos a Bertha.
—Drogas. Pero a mí me parece carne.
—Oh, no, Clyde —dijo Morris. Se echó a reír, una risa algo forzada, e incluso se dio una palmada en la rodilla. Se levantó y le dio una orden a Bertha, que se sentó y permaneció inmóvil—. Clyde, te conozco desde hace años y había supuesto que eras más listo. Sabes que entra mucha marihuana en Forks, y que por eso gastamos tanto dinero en Bertha.
—Por ahora te sigo —dijo Clyde.
—Bien, lo que debes recordar es que no todos los criminales son estúpidos. Algunos son muy listos. Saben lo de Bertha. Así que ahora esconden el material, Clyde. Lo ocultan en latas de café o en lo que piensen que puede esconder el olor. Bien, si quieres confundir a un perro, ¿qué podría ser mejor que ocultarlo en el interior de un buen trozo de carne cruda? Muy ingenioso, ¿eh?
—¿Qué te hace pensar que este hombre lleva droga, para empezar?
—Tiene que venir de alguna parte —le respondió Morris.
—Demonios, Jim, de alguna parte en un radio de quince kilómetros. Casi toda la marihuana de Estados Unidos se cultiva en el cinturón del maíz. Lo sabes bien. Por tanto, ¿por qué iba alguien a tomarse la molestia de importarla desde lejos, de donde venga esta gente, cuando ya crece aquí mismo, en Forks?
Morris apartó la vista. Clyde vio que le había derrotado. Pero impidió la conversación otra conmoción al otro lado del Toyota. Clyde corrió hacia allí y encontró a Ditzel dándole patadas en las costillas al sospechoso esposado.
—¡Puto negro de la arena! ¡Eso es lo que eres! ¿Lo entiendes? Así que no me sueltes más groserías, porque en esta ciudad no toleraré groserías de un negro de la arena.
—Agente Ditzel, si vuelve a golpear a ese hombre, pondré su culo al fuego —dijo Clyde.
No podía creer que lo hubiese dicho. Tampoco Ditzel. Que Clyde diese a entender que se chivaría de otro agente de policía era como anunciar que iba a cambiar de sexo. Todos los que le oyeron quedaron conmocionados y se vieron obligados a reevaluar todo lo que sabían sobre Clyde Banks.
—Ba ba ba ba ba —dijo Maggie desde el capó de la unidad de Ditzel.
Ditzel miró a Maggie, con asombro todavía más profundo, y luego una sonrisa burlona fue apareciendo en su cara.
—Bien, ya puestos, ¿qué coño haces aquí? No recuerdo haber pedido el apoyo de un ayudante… ni de su compañera —dijo, señalando a Maggie.
—Ofrezco ayuda —dijo Clyde— y consejo.
—¿Consejo? Bien, muchas gracias. Esto iba bien antes de que llegases.
—No lo parece —dijo Clyde, señalando al sospechoso.
—Le paré porque no llevaba cinturón de seguridad. Quizás en su país no tengan cinturones de seguridad, pero aquí tenemos. Actuó de un modo sospechoso. Así que les pedí que saliesen del coche, él y su mujer, y llamé al K-9 para registrar el coche, y fue entonces cuando se puso arisco. Cuando apareció el K-9 empezó a resistirse, por lo que le reduje. Así que ha sido una operación limpia en toda regla y no me hacen falta tus consejos, ayudante.
—¿Ves esto? —dijo Clyde. Golpeó con la uña la pegatina de la ventanilla del Toyota.
Ditzel se inclinó para ver y abrió la boca como si eso fuese a mejorar su visión.
—¿Y? Una pegatina de aparcamiento.
—No la reconoces porque eres de Nishnabotna, pero a veces trabajo en Wapsie y aprendí a leer esos códigos —dijo Clyde—. Es del aparcamiento de la Facultad de Derecho.
—Que me aspen —dijo Ditzel.
Un silencio profundo cayó sobre la escena. Clyde podía oír el viento agitando las hojas de los robles.
La Universidad de Iowa Oriental ni siquiera tenía Facultad de Derecho. La Facultad de Derecho estaba en la ciudad de Iowa. Pero Clyde Banks, que conocía a Ditzel desde que iban juntos a la guardería, sabía que Ditzel no lo sabía.
—Ven aquí —dijo Clyde, y con la cabeza señaló la camioneta. Le dio la espalda a Ditzel, al pasar recogió a Maggie del capó y regresó a su camioneta. Dejó a Maggie en la caja y le volvió a colocar el chupete. Un momento más tarde Ditzel se unió a él.
—Sabes que los abogados pueden causar problemas —dijo.
—Pero no es más que un camellero —protestó Ditzel en voz mucho más alta.
—Mucho mejor, considerando cómo funciona nuestro sistema judicial. Piénsalo. Una minoría oprimida con una esposa embarazada contra un policía paleto.
Ditzel abrió la boca para protestar, pero Clyde le detuvo con un gesto de la mano.
—No es lo que yo diría —dijo—. Para mí eres el agente Ditzel, un veterano condecorado y experimentado de la policía. Pero cuando lleven tu culo hasta el tribunal, eso lo van a olvidar y te retratarán como a un poli paleto. Créeme. He estado en Wapsie y sé cómo piensa esa gente.
Morris ya había llegado con la perra. Clyde miró a la mujer, que miraba fijamente la caja de carne a un brazo de distancia. Le miró. Él se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y le dedicó una mirada de advertencia, para luego volvérselas a subir y concentrarse en los agentes.
—Entonces, ¿qué aconsejas? —dijo Ditzel.
—Bien, piénsalo. No llevaba el cinturón. Le pillaste por eso. Te dio problemas y le diste unas tortas. ¡Has tenido un buen día, amigo! —Clyde le dio una palmada en el hombro—. Has logrado toda la satisfacción que vas a conseguir. Ahora bien, si das el siguiente paso y pasas el resto del día delante de una máquina de escribir, acabarás ante el tribunal y te acusarán de ser un poli paleto y de todo lo que se les ocurra. Por otra parte, podrías retirarte ahora que vas ganando. Deja que se vayan.
—Me mataría que hubiese hierba al fondo de esa caja —dijo Morris con tristeza.
—¡Sí! —dijo Ditzel, que casi se había rendido hasta que Morris mencionó la droga—. Tenemos que llegar hasta el fondo.
—Ahí sólo hay carne —dijo Clyde y les contó resumidamente lo que había visto en Carnes Lukas.
—¿Entonces es judío? —dijo Ditzel, asombrado y escandalizado.
—Supongo que musulmán. Pero creo que siguen las mismas reglas para la carne —dijo Clyde—, por lo que todos la compran el mismo día, cuando el carnicero judío pasa por aquí. De ahí viene toda esa carne, y si los Lukas han estado ocultando droga en su carne, entonces supongo que deberíais registrar a los Lukas con el K-9.
Por suerte, Maggie se echó a llorar en ese momento. Clyde la llevó al asiento delantero de la camioneta y fijó el moisés. Luego se sentó al volante y miró por el parabrisas sucio cómo Morris devolvía la caja de carne a la parte posterior del Toyota y ayudaba a la mujer a subir. Ditzel le quitó las esposas al hombre, lo levantó y lo empujó hacia el Toyota. Clyde arrancó la camioneta, retrocedió y se metió en el carril izquierdo, avanzando muy lentamente para ver la escena. El hombre tenía una herida profunda en la frente, de las que sangran mucho, pero suficientemente restañada para que pudiese conducir. Parecía absurdamente tranquilo cuando subió al coche, como si acabase de parar en una gasolinera para ir a mear.
A continuación, el cuerpo inmenso de Lee Harms, todavía dirigiendo el tráfico, eclipsó la escena. Lee se inclinó y miró a través de la ventanilla de Maggie.
—Bien hecho, Clyde —dijo—. Parece que te has ganado el voto musulmán.
—Vota a Banks —dijo Clyde sin fuerzas y dio un giro completo en la calle River para irse a casa con Desiree. No tenía ganas de ir a comprar rollitos de canela.