CAPÍTULO 43
La plaza del juzgado de Nishnabotna estaba rodeada de edificios centenarios de arenisca basta color rojo fuego. Todavía se hablaba del día de principios del siglo en que el cielo se había puesto violeta mientras un tornado se aproximaba, como sucedía siempre, desde el sudeste. La gente de Nishnabotna se había congregado en la plaza del juzgado, a un par de manzanas al nordeste del río Iowa, para ver cómo se abría paso arrasando el pueblecito de Wapsipinicon; en aquella época todo el mundo sabía que los tornados no podían cruzar los ríos. Muchos se habían reunido en los tejados de los edificios de arenisca para ver mejor. El número de muertos había alcanzado las dos cifras y las fachadas de los edificios estaban todavía marcadas por los pequeños cráteres de los guijarros del río que el remolino había levantado y lanzado por el aire como balas. En la plaza del juzgado habían levantado un monumento conmemorativo que competía con el monumento a la Guerra Civil: una estatua de los valientes hombres de Nishnabotna intentando vanamente usar su propio cuerpo para proteger a mujeres y niños.
Tras sobrevivir al cataclismo, los edificios rojos habían sido inmunes a todos los estragos menos a los defectos humanos del mal gusto y la codicia. Habían derribado algunos de los mejores para reemplazarlos por cajas modernas de metal y vidrio, con tejados planos con goteras. El Primer Banco Nacional de NishWap había montado en uno de ellos su sucursal. En la planta de arriba había una pequeña zona de oficinas llena de cubos de metal y cubos de basura estratégicamente situados bajo las peores goteras. De vez en cuando los encargados pasaban por allí y vaciaban los cubos.
Unos años antes habían encontrado un uso más lucrativo para esa zona de oficinas: se la habían alquilado al Gobierno federal, que había montado en ella la oficina del FBI en el condado de Forks.
Y así fue como, dos días después de la aplastante derrota en las elecciones de 1990 a manos del titular eterno Kevin Mullowney, Clyde Banks aparcó en batería su enorme 460 frente a esa caja de vidrio y metal de la plaza del juzgado.
Sin embargo, no apagó la radio, porque en las noticias estaban diciendo algo interesante. El presidente Bush explicaba a la nación que iba a enviar muchas más tropas al Golfo. Muchas más. Clyde se quedó sentado un rato, prestando atención al presidente y tamborileando en el volante. Para él no era exactamente una noticia nueva, porque Desiree le había dicho la semana anterior que iban a desplegarse. Saberlo mucho antes del discurso del presidente le provocó la sensación poco habitual de ser alguien bien informado. Clyde suponía que así se sentía Terry Stonefield todos los días de su vida.
Clyde no prestaba atención al presidente Bush porque la información le resultase novedosa, le prestaba atención porque tenía el corazón continuamente en un puño; porque no podía dormir por las noches pensando en Desiree; porque había perdido el apetito y se limitaba a jugar con la comida; porque en los momentos más insospechados tenía ganas de llorar. Precisaba darse coraje. Curiosamente, para eso le había servido la campaña hasta hacía dos días.
Pero ya no tenía nada de lo que ocuparse excepto de la preocupación, y por tanto se quedó allí sentado unos minutos escuchando al presidente Bush con la esperanza de oír algo tranquilizador. De Ebenezer había heredado el escepticismo de los políticos y no tenía por costumbre buscar tranquilidad y guía espiritual en Washington. Pero aquel día iba a aceptarla viniera de donde viniese.
Cuando apagó la radio y salió del coche ya se sentía un poco mejor. No estaba seguro de por qué; según el discurso, cientos de miles de soldados, incluida su esposa, iban a ir a Arabia Saudita a aplastar a Saddam. Pero siempre ayudaba un poco que el presidente se quejase de lo hijo de puta que era Saddam. Y le confortaba saber que Desiree estaría en compañía de medio millón de personas. Si resultaba ser una operación absurda, no sería la primera vez que un presidente mandaba a medio millón de soldados a una operación absurda. Pero medio millón de personas tenían bastante sentido común en conjunto; si las enviaban en una operación absurda, habría consecuencias. Medio millón de buenas personas con tanques, helicópteros y tarjetas telefónicas sabrían cuidarse.
Ya era un poco tarde y empezaba a anochecer. Gruesas nubes de noviembre habían sellado el cielo como placas de acero. Se veía luz en las ventanas del piso superior. Clyde entró por la puerta de la esquina del edificio y subió unos tramos de escalera largos y estrechos. En el descansillo de arriba había un montón de cubos de basura y de metal; el tiempo había sido más bien seco. Clyde llamó a la puerta y la abrió.
Marcus Berry tenía toda la oficina para él solo. Había extendido unos papeles sobre una enorme mesa plegable y colgado la chaqueta en el respaldo de la silla en la que trabajaba. Cuando Clyde entró, metió los brazos por los brazos de la chaqueta, se la puso y se levantó, todo en un único movimiento. Luego cruzó la habitación y le estrechó la mano.
—Fue agradable verte en el local de Jack —dijo Clyde.
—Eh, cuando Jack Carlson me invita a una fiesta de derrota para Clyde Banks, ¿quién soy yo para rechazar la invitación? —dijo Berry—. Siéntate, Clyde.
—No me puedo quedar. He dejado a la niña con los vecinos.
—Bien, espero que hayas venido a entregar la solicitud —dijo Berry con alegría.
Clyde sintió que enrojecía. Le entregó el formulario cumplimentado.
—Excelente —dijo Berry.
—Bien, es posible que cambies de opinión después de leer esto —dijo Clyde—. Estaba a punto de perder el valor, así que se sacó del bolsillo trasero las notas escritas a mano y las dejó en el centro de la mesa, como un apostante desesperado en un barco-casino jugándosela a un par de seises.
—¿Todas las máquinas de escribir del Departamento del Sheriff están rotas? —dijo Berry.
—No es un informe oficial —dijo Clyde—. Es una pista de un ciudadano preocupado.
Berry reflexionó mientras recorría lentamente la oficina, estirando los músculos.
—No es por sacar un tema doloroso —dijo Berry—, pero ¿se lo has enseñado a tu jefe?
—Creo que es más bien un asunto federal —dijo Clyde.
—Algunos malos han cruzado las fronteras estatales, ¿eh?
—Creo que estos malos han cruzado algunas fronteras internacionales —dijo Clyde.
—Ah. ¿Crees que deberíamos enviar una copia a la DEA?
—No es un asunto de drogas —dijo Clyde.
—No es un asunto de drogas —repitió Berry.
Clyde se sentía cada vez menos seguro de sí mismo y sintió calor en la cara. Allí, sobre la mesa, el informe parecía una estupidez, escrito a mano en papel rayado como los deberes de un niño.
—Si te lo contase directamente, te reirías —dijo.
—Lo dudo.
—Pero si lo lees —dijo Clyde, indicando el informe—, lo explico todo de principio a fin, y quizá no te parezca tan estúpido.
—Bien, entonces me aseguraré de echarle un buen vistazo —dijo Berry—. ¿Puedo hacer algo más por ti, Clyde?
—Ya lo has hecho. Nos veremos, Marcus.
—Ten cuidado con la escalera —dijo Berry—, esa bajada no es para cobardicas.
Mientras bajaba, Clyde reflexionó sobre esas palabras, preguntándose si sería un cobardica. A veces estaba completamente seguro de serlo.