CAPÍTULO 27
El ayudante Clyde Banks permanecía impasible en la columna de vapor que se retorcía y agitaba a su alrededor, blandiendo una espátula en cada mano, revolviendo un montón de patatas cortadas como si intentase encontrar un gran tesoro que, por alguna razón, hubiese caído en la sartén. Se trataba de una enorme sartén industrial del tamaño de una antena para satélites, y el anillo de fuego que tenía debajo consumía tanto gas que la hebilla del cinturón de Clyde estaba cubierta de vapor de agua condensado. El gigantesco extractor industrial que tenía sobre su cabeza aullaba como una sirena de tornados, ahogando los incesantes silbidos de los prisioneros.
La señora Krumm, la cocinera oficial de la prisión de Forks, se encontraba en un rincón con otro cigarrillo en la boca y un encendedor desechable en las manos, intentando unir ambos objetos a pesar de los estremecimientos constantes provocados por la avanzada edad, su carácter nervioso y el increíble consumo de nicotina. La señora Krumm quería jubilarse y probablemente debería haberlo hecho hacía tiempo, pero le hacía falta el dinero y por tanto se aferraba al trabajo como si fuese el último cartón de Virginia Slims sobre la faz de la Tierra. Cada vez que a Clyde le tocaba turno en la prisión —cosa que sucedía cada vez más a menudo, ya que se consideraba la peor de todas las tareas— tenía claro que la señora Krumm no era físicamente capaz de realizar sus tareas.
Clyde debería haber estado pensando en la campaña para sheriff, pero no había mucho en lo que pensar. Todas sus pegatinas para guardabarros se habían despegado y volado hasta Illinois, o habían ido a parar a las alcantarillas para forrar de rojo y blanco el sistema regional. Sabía por una buena fuente que los mapaches y otros animales de similar tamaño recubrían sus madrigueras con sus pegatinas. Sólo le quedaba ir llamando a las puertas. Sirviese o no de algo, Clyde estaba decidido a seguir con la campaña hasta el amargo final.
Así que la campaña ya no ocupaba su mente, excepto cuando visualizaba el siguiente bloque de casas o la siguiente fila de apartamentos en Wapsipinicon que visitaría una vez que acabase su turno. Se sentía mucho más inclinado a reflexionar acerca de los acontecimientos recientes en Kuwait.
Durante una semana, el asunto de la invasión había sido otra forma de entablar conversación en la cafetería o el supermercado, un alivio agradable después de años de hablar sobre el tiempo o el estado de los viejos puentes de la carretera E505 del condado.
Sin embargo, para Clyde la guerra de pronto había llegado a su casa, esa misma mañana, durante el desayuno, cuando Desiree había comentado de pasada la posibilidad de que llamasen a la reserva.
Desiree llevaba años en la reserva del Ejército de Tierra. Les dedicaba un fin de semana al mes y un periodo anual de dos semanas; ellos mandaban un cheque y eso era todo.
Pero ahora daba la impresión de que iba a ser mucho más.
Era inconcebible que tuviesen que llamar a los reservistas para lidiar con un país de mierda como Irak. Pero en las noticias decían que Irak poseía el cuarto Ejército del mundo. El Ejército de Estados Unidos, acostumbrado a enfrentarse a los soviéticos en Europa, seguro que podía ocuparse incluso del cuarto Ejército del mundo con una mano atada a la espalda. Pero en las noticias decían que el Ejército era deficiente en varias áreas básicas… por ejemplo, en personal médico. La mente de Clyde llevaba todo el día moviéndose alocadamente de un extremo al otro.
Era imposible que llamasen a la madre de un bebé.
¿Por qué no? Continuamente llamaban a padres de bebés.
Las patatas se quemaban; los prisioneros habían olido que su almuerzo se iba por la chimenea y habían montado tal pandemonio como para oírlo bajo la campana extractora. Clyde agarró con ambas manos el mango de la sartén, lo movió y descargó las patatas en un enorme cuenco de acero para servir.
Cuando Clyde se volvió se sorprendió de ver a alguien más en la habitación… Un negro alto y corpulento pero sin sobrepeso, trajeado, con una camisa blanca muy limpia y almidonada.
—¿Ayudante Banks? Marcus Berry, agente especial del FBI —dijo el visitante, ofreciéndole una tarjeta de visita. Clyde la aceptó y le dio la mano a Berry. Durante un momento se sintió confuso; irracionalmente creyó que aquello tenía alguna relación con Desiree, que el Gobierno había enviado a ese hombre para llevársela. Lo que no tenía sentido, pero pensarlo le alteró igualmente.
—Quería hablar con usted sobre la mutilación del caballo —dijo Berry—, si tiene un minuto.
—Señora Krumm, ¿le importaría servir el almuerzo a los prisioneros? —dijo Clyde.
La señora Krumm recogió encendedor y cigarrillos, se puso en pie con un profundo suspiro y se dedicó al trabajo.
—He repasado su informe —dijo Berry. Iba directo al grano, cosa que impresionó favorablemente a Clyde. Lo normal hubiese sido que un hombre de raza negra con el puesto de Berry pasase un rato hablando de cosas sin importancia, comentando las posibilidades de los Twisters en la temporada y demás, dando por sentado que el cerebro de un nishnabotniano se habría colapsado por la conmoción de ver a un negro y que le harían falta varios minutos para ponerse otra vez en marcha. Pero Berry apostó por la cabeza de Clyde.
—Espero que no le importe que lo diga —añadió—, pero habitualmente aborrezco leer los informes escritos por agentes locales y policías de pequeñas ciudades.
Clyde asintió, ya que él mismo había tenido que leer unos pocos. Muchos seres humanos agradables trabajaban en las fuerzas de seguridad, pero ninguno era sir Arthur Conan Doyle.
—Su informe sobre el incidente de Maíz Dulce era impecable —dijo Berry—. Le votaré en noviembre.
—Gracias —dijo Clyde—. No recuerdo haber llamado a su puerta, pero supongo que tacharé su nombre de la lista.
—Demasiado tarde —dijo Berry—. Me visitó mientras estaba fuera. Me dejó un folleto. En cualquier caso, su informe era un relato notablemente preciso de un trabajo policial excepcionalmente concienzudo. Así que no me quedan tantos cabos sueltos por atar como suele pasarme. Pero siempre queda algo. —Metió la mano en la cartera y sacó una copia del informe de Clyde.
Ver a un agente federal sacar una copia de su trabajo de la cartera pilló por sorpresa a Clyde. Su conmoción se incrementó cuando Berry se puso a pasar las páginas y Clyde comprobó que el texto estaba subrayado y resaltado. Había preguntas apuntadas en los márgenes, y aunque Clyde no podía leerlas, distinguía dos o tres escrituras diferentes. Pero en la oficina local del FBI sólo había una persona, y Clyde estaba hablando con ella.
—Primero, deje que le exprese mis condolencias por su amigo y colega Hal Karst.
—Se lo agradezco.
—Por lo visto era un buen hombre. Me gustaría haber tenido ocasión de conocerle.
—Hal era de los buenos —dijo Clyde.
—No puedo imaginar que quiera hablar de eso conmigo —dijo Berry—, y me disculpo por sacar un tema difícil, pero me ha parecido que debía decir algo.
—No me molesta —dijo Clyde.
—¡Esta puta mierda sabe a mierda! —gritó uno de los prisioneros de las celdas.
—Vale, al grano —dijo Berry sin ni siquiera parpadear—. En esa parte del condado hay varias instituciones importantes: el parque de alta tecnología, la Facultad de Veterinaria y los Laboratorios Federales de Patología Veterinaria. Antes de llegar al lugar del incidente, usted visitó esos tres lugares. ¿Por qué?
—Había leído los informes de los dos primeros incidentes de mutilación —dijo Clyde—. Los responsables estaban muy bien organizados, por lo que supuse que sería mejor repasar las rutas de huida más lógicas y comprobar si encontraba algún vehículo fuera de lo común.
—Pero no vio nada.
—Nada que me llamara la atención.
—¿Qué buscaba?
—Oh, si hubiese visto una furgoneta o algo parecido en uno de los aparcamientos, con el motor en marcha, orientada hacia la salida y con las ventanillas tintadas, eso me hubiese llamado la atención.
—Pero sólo vio los coches que uno esperaría ver en esos lugares.
—Repasé cada uno con el foco. No vi a nadie en esos coches. Ninguna ventanilla empañada. Nada destacable.
—¿Ninguna furgoneta negra?
—No —dijo Clyde.
Dos noches antes, en el condado de Cedar, habían mutilado a una vaca, a media hora de distancia, y por los alrededores se había visto una furgoneta negra o azul marino. El sheriff Mullowney no había vacilado en proclamar que la Guerra contra Satán había obligado a los malvados a llevar sus actividades lejos de la jurisdicción de Mullowney.
La furgoneta no había dejado marcas de ruedas en Cedar. Pero sí que habían logrado identificar las rodadas en la vía muerta de ferrocarril la noche de la mutilación de Maíz Dulce, y eran de furgoneta.
Esas rodadas sugerían que la furgoneta, o lo que fuese, se había dirigido al sur por Boundary después de abandonar la escena del incidente; en otras palabras, se alejaba de Wapsipinicon, probablemente para reducir las posibilidades de que alguien como Clyde la viese. El ayudante Jim Green, en dirección norte por Boundary, no se había cruzado con ningún vehículo en sentido contrario; pero había visto uno abandonando Boundary y tomando por una carretera lateral para dirigirse al este. Esa carretera llevaba a un cruce con la Nueva Treinta y la interestatal Cuarenta y cinco, como a unos ocho kilómetros de distancia. Una vez en la interestatal, el vehículo podía haber huido con facilidad al norte hacia Rochester o al sur hacia St. Louis, o bien podía haber vuelto hacia Nishnabotna unos pocos kilómetros al norte y llegar al hogar de los satanistas.
Por lo que parecía bastante claro que había habido un vehículo, una furgoneta oscura, que había estado junto a la vía muerta de ferrocarril y que la comprobación de Clyde de los aparcamientos cercanos, aunque no había sido mala idea del todo, había sido una pérdida de tiempo. Por tanto, era curioso que Berry siguiese preguntándole sobre ese asunto.
—¿Qué vehículo le parecería fuera de lo común en esos lugares —dejando aparte lo más evidente?
—Hay porteros que se ocupan de esos edificios por la noche. Más o menos reconozco sus coches. Aparte de ésos, sólo se ven los coches de los estudiantes graduados. En ocasiones van chicos de instituto para enrollarse o fumar porros… Se los distingue de inmediato porque aparcan en las zonas más alejadas y los coches son diferentes.
—¿En qué sentido?
—O es un bólido o un buen coche que le han tomado prestado a papá. Mientras que el coche clásico del estudiante graduado es una ranchera de importación con diez años encima.
—¿Por qué?
—Porque la mayoría de ellos son extranjeros y muchos tienen familia.
—Y habitualmente ve allí esos coches, por la noche.
—Continuamente. Trabajan en proyectos de investigación y tienen que estar allí a horas intempestivas.
—Vale. —Berry parecía satisfecho. Pasó un par de páginas del informe—. Pasemos a la escena de la mutilación, junto a las vías. Ya sé que lo ha descrito en su informe. Pero me gustaría que buscase en su memoria una vez más, intentando recordar si vio algún resto o basura en ese lugar.
—Bien, como puse en el informe, muchos chicos van allí a beber cerveza y fumar porros —dijo Clyde—, por lo que siempre hay mucha basura por esa zona. En ocasiones cuesta distinguir la basura de hace diez minutos de la que lleva allí varios días.
—¿Sabe que al caballo lo trabaron?
—¿Trabaron?
—Sí. Los veterinarios encontraron marcas alrededor de las patas.
—No examiné el caballo con atención. Pero, ahora que lo dice, es razonable.
—¿Vio correas en el suelo? —dijo Berry, para añadir luego—: O cualquier otra cosa que se pudiese haber usado para trabar a un caballo.
—Bien —dijo Clyde—, ¿con qué lo ataron?
—¿Disculpe?
—¿Fue con correas o con alguna otra cosa?
—Es lo que le pregunto —dijo Berry.
—Ha dicho que había marcas en las patas del caballo. ¿Eran marcas de correas o algún otro tipo de marcas?
Berry se rebulló. Clyde le había pillado sin pretenderlo. Berry le había ofrecido información que se suponía que debería haber sido secreta.
—No vi correas en el suelo —dijo al fin Clyde—, ni cualquier otra cosa que se pudiese haber usado para trabar un caballo.