CAPÍTULO 41

Eran las tres de la madrugada del día de las elecciones y Clyde ya estaba despierto y en estado de alerta, sentado en el sillón reclinable del salón, recortándose los pelillos de la nariz y mirando la CNN sin sonido. Maggie le había despertado para un biberón y un cambio de pañales, y Clyde ya no podía volver a dormirse; últimamente lo más trivial lograba mantenerle despierto. Y los pelos rebeldes de la nariz no eran precisamente triviales. No le habían molestado hasta cumplir los treinta años, cuando de sus fosas empezó a salir un tipo nuevo de pelo grueso como alambre de embalar. En cuanto uno le crecía hasta el otro lado de la fosa nasal, la incomodidad le paralizaba. La única solución era meterse por la nariz una cuchilla rotativa.

La primera vez que lo había hecho le había parecido el acto de más valor que hubiese realizado en su vida, pero se había convertido en un acto rutinario aunque siguiera experimentando la ligera emoción del peligro. Siempre se sentía mucho mejor después de cortárselos, aunque los pelos recortados pinchaban y cuando le crecían lo suficiente todavía era peor. En ese sentido, recortarse los pelos de la nariz era tan adictivo como la cocaína.

Durante los últimos meses el insomnio de Clyde había empeorado bastante debido a varias razones, entre ellas el hecho de que el sheriff Mullowney le cambiaba continuamente de horario, asignándole siempre los turnos más incómodos y desagradables, sin darle a su reloj biológico la ocasión de regularse. Estar en el sillón reclinable, con la CNN sin sonido, cortándose los pelos de la nariz, se había vuelto habitual. En este momento del día la CNN emitía menos tonterías y se concentraba en dar noticias de verdad. Esa mañana, las mujeres saudíes que conducían un Mercedes y a las que arrestaban acaparaban las noticias desde el Golfo. Aparentemente, en ese país era ilegal que las mujeres condujesen. Clyde se estremeció al pensar en lo que podría pasar si su equivalente de Arabia Saudita intentaba evitar que Desiree operase un vehículo a motor. Sin duda acabaría en una cárcel de Dhahran, sentenciada a la amputación del pie del acelerador, más veinte años de trabajos forzados por haberle aplicado una llave al policía para enseñarle modales.

A Clyde sólo le quedaba soportar una ceremonia antes de que su carrera política llegase a un final misericordioso: la fiesta de la victoria que los Stonefield daban para todos los candidatos republicanos del condado, en el club de campo. Había pasado tiempo suficiente con los republicanos para conocer su estilo y se le hacía cuesta arriba imaginar cómo sería la velada una vez que todos estuviesen reunidos y empezasen a llegar las noticias de cómo la gente de Forks rechazaba una vez más su sabiduría y su liderazgo. Clyde los había soportado razonablemente bien hasta la fiesta del día de la ONU, cuando él y Fazoul habían visto a Anita Stonefield y al profesor Larsen enrollándose tras el cenador. Esa imagen se había grabado más profundamente en la mente de Clyde que cualquiera de las que había visto a lo largo del año.

Se quedó levantado el tiempo suficiente para pillar el avance de las cuatro. La CNN siempre le provocaba el deseo de quedarse sentado delante de la tele otros veinticinco minutos, simplemente para comprobar si había pasado algo nuevo en la última media hora. El simple y ominoso logotipo «crisis del Golfo» había calado en su subconsciente y disparaba en él tantas emociones como el llanto de Maggie. Se obligó a apagar la tele.

La única luz de la sala provenía del LED parpadeante del contestador. Bajó el volumen todo lo posible y escuchó. Sólo había un mensaje y era de Jack Carlson:

—Clyde, estoy intentando organizar una fiesta por la derrota de Clyde Banks, en el pub, el martes por la noche. No sería lo mismo sin ti. Espero que puedas venir. Adiós. Oh, y da igual si ganas.

No era una decisión difícil. De todas formas, ningún republicano querría relacionarse con él a partir de aquel día, así que no causaría demasiado daño ofendiéndolos al no ir al club de campo.

Así que esa noche, cuando se acercaba la hora de dormir de Maggie, le puso el pijama, fue con ella hasta la vieja cervecera, montó la cuna portátil en el despacho de Jack, donde había oscuridad y silencio, la durmió y luego salió al pub. Un pequeño público le recibió como si fuese un héroe conquistador: Jack Carlson, Ebenezer, el decano Knightly, algunos Dhont maduros, algunos viejos amigos de la familia de toda la ciudad y —para sorpresa de Clyde— Marcus Berry. Jack empezó la fiesta confiscando las llaves del coche de Clyde.

—Si dejo que te las quedes, Clyde, acabarás siendo la única persona que el Departamento del Sheriff arrestará este año por ebriedad. —Luego le pusieron en la mano una jarra grande de algo marrón, amargo y espeso; sabía bien.

Algunas pintas de esas y otras creaciones de Jack, además de la buena compañía, ayudaron a poner distancia entre Clyde y los recuentos desastrosos que pronto fueron llegando de las encuestas a pie de urna del doctor Jerry Tompkins. Era casi como si no estuviese experimentándolo en tiempo real sino recordando alguna aventura trágicamente divertida que se hubiese producido años antes. Todos los Dhont pasaron por la mesa de Clyde a darle golpecitos en la espalda, golpes en los deltoides u ofrecerle un apretón de manos de los que destrozan huesos o una palmada de las que deforman dedos.

Marcus Berry no se quedó mucho tiempo y no bebió nada, pero logró estar unos minutos con Clyde a solas en una esquina.

—¿Ha considerado rellenar una de éstas? —dijo, sacándose unos papeles del bolsillo. Clyde los desdobló y los miró a la luz. Era una petición de trabajo en el FBI.

Clyde se emocionó y tuvo que dar un trago extra de cerveza.

—Bien, no estaba seguro de si lo decía en serio.

—En caso contrario, no se lo habría propuesto —dijo Berry.

—Cuesta imaginarlo: yo en el FBI —dijo Clyde.

Berry se volvió y miró la pizarra de la pared, que habitualmente anunciaba el especial de la noche pero que ese día iba mostrando las cifras del recuento.

—Con un tercio de los votos, Mullowney se lleva un setenta y dos y tú un veinticinco. ¿Has considerado tu futuro en el Departamento del Sheriff de Forks?

Clyde se lamió los dientes.

—¿Trabajar para el FBI me exigiría mudarme?

Berry sonrió.

—¿Te parezco un nativo de Nishnabotna?

—No nos imagino… a nosotros viviendo en otro lugar.

—Vamos, Clyde. Sé que eres más cosmopolita de lo que dejas entrever. Y cuando Desiree vuelva del Golfo, también será una viajera con experiencia. Un pequeño cambio de entorno no hace daño a nadie.

—Bien, no veo ninguna razón para no rellenar la solicitud —admitió Clyde—. Es que… con eso del Golfo y demás…

—No puedes tomar ninguna decisión hasta que las cosas se resuelvan. Claro, Clyde. —Berry alargó la mano y golpeó a Clyde en el hombro—. Es fácil de entender. No estamos hablando de trabajar en McDonald’s. No hace falta que empieces mañana. Es una situación profesional y estamos acostumbrados a amoldarnos por la gente a la que realmente queremos.

Berry se despidió y se fue, dejando a Clyde emocionado. Una hora más tarde, cuando se colocó en el veintinueve por ciento, sintió un momento de pánico creyendo que podía ganar sin quererlo las elecciones y perder la ocasión de entrar en el FBI.

—Maldita sea, necesito un cigarrillo —dijo un tejano junto a su codo—. ¿Te apetece hacerme compañía?

Era el decano Knightly. Clyde tomó un puñado de patatas con la mano libre y siguió a Knightly por la puerta lateral hasta el callejón, pavimentado con viejos ladrillos suavizados por un siglo de tráfico. Llevaba directamente hasta un dique cubierto de hierba, a un tiro de piedra. Knightly se detuvo nada más salir de la puerta para encender un Camel y luego caminó hacia el río. Él y Clyde subieron la cuesta del dique y se detuvieron encima, mirando al río. El agua negra corría con rapidez pero en silencio, reflejando las luces del acantilado de Wapsipinicon. Cuando el agua reflejaba la luz de esa forma, y cuando el viento no rizaba la superficie del agua, el flujo turbulento provocaba todo tipo de patrones: remolinos efímeros y súbitas corrientes ascendentes que en combinación creaban otras formas y patrones. Resultaba tan hipnótico como mirar directamente una hoguera. Los dos hombres contemplaron el río en silencio durante varios minutos.

—Asombra pensar —dijo Knightly— que durante toda tu vida, cada minuto que has pasado en el planeta, esto ha estado sucediendo. Maldita sea, podrías haber venido en cualquier momento de los últimos diez mil años a mirar este río sin ver dos veces lo mismo.

—Sí —dijo Clyde—. Hace que te preguntes qué más te has perdido.

Knightly rió y chupó el Camel.

—Sí —dijo. Luego, un minuto más tarde, añadió—: De hecho, Clyde, me he estado preguntando lo mismo sobre mis estudiantes extranjeros de aquí, de Wapsipinicon.

—¿En serio?

—Oh, sí. Creo que tenemos algunos turbantes muy taimados.

—¿Algo que interese a las fuerzas del orden?

La pregunta pareció desatar un intenso debate interno en la mente de Knightly, que tuvo que fumarse otro cigarrillo.

—Quiero ser claro —dijo—. Así que presta atención.

—Atento estoy.

—Mis estudiantes sufren todo tipo de insultos de la gente de aquí. No sólo de los palurdos, sino también de la gente que se considera educada y culta.

—Lo sé. —Fazoul no era el primer estudiante extranjero a quien Clyde había sacado de un aprieto.

—Sé que lo sabes. Sólo estoy, digamos, apuntando en la pizarra cosas que debemos tener claras.

—Las tendré claras.

—Bien. Por ahora nos estamos portando como verdaderos caballeros. Estamos siendo izquierdosos académicos políticamente correctos, completamente conscientes del alcance del racismo en nuestra sociedad. Y eso está bien. Pero también debemos tener claro algo que no resulta muy políticamente correcto.

—¿El qué?

—Wapsipinicon está abarrotada de agentes extranjeros. Siempre lo ha estado. Demonios, si en tiempos del sah teníamos incluso nuestra rama local del SAVAK, la Gestapo persa, que se dedicaba a espiar a los estudiantes iraníes e incluso a realizar operaciones a pequeña escala: como acribillar el coche de algún estudiante en plena noche, sólo para intimidarle. Clyde, la mayoría de nuestros estudiantes vienen de países en vías de desarrollo, donde no tienen nada similar a la democracia o los derechos humanos, nunca lo han tenido y probablemente nunca lo tengan. Vienen aquí con unos esquemas mentales completamente diferentes de nuestra mentalidad abierta de pequeña ciudad universitaria, tanto que no podemos ni imaginarlo. —Knightly cabeceó y rió quedamente—. Cuando pienso en la Brigada Hola me entra la risa.

—Sé a qué se refiere —dijo Clyde.

—En esos países, enviar a un estudiante al extranjero durante varios años es una cosa muy importante. No es un simple lujo de niños mimados que todavía no han decidido qué quieren hacer para ganarse la vida. Es un gasto enorme de dinero realizado por el Gobierno, habitualmente más bien desagradable, que espera sacar beneficios de su inversión. Así que cuando examinas a los estudiantes extranjeros de países del Oriente Medio, África y Asia, son muy pocos los que no fueron concienzudamente examinados por el equivalente a la SAVAK de su país. Muchos de ellos incluso forman parte de esas organizaciones. Muchos tuvieron que dejar a esposa e hijos como rehenes.

»Lo que digo es que hay todo tipo de Gobiernos tenebrosos que han extendido sus tentáculos hasta lugares que no esperarías. Si realizases un registro a fondo de todos los lugares frecuentados por mis estudiantes, ya sean casas en el campus, esos complejos de apartamentos horteras en el bulevar Universidad o los despachos y laboratorios donde trabajan, encontrarías incontables dispositivos de escucha. Encontrarías micrófonos en los micrófonos.

—Bien, señor —dijo Clyde—, sé que espera que no le crea. Pero le creo.

—Vale —dijo Knightly—. Por tanto, ¿qué tenemos ya en la pizarra?

—Número uno: hay racismo y prejuicios —dijo Clyde—. Número dos: eso no significa que muchos de esos estudiantes extranjeros no se dediquen a cometer… —buscó la palabra— tropelías.

Knightly rió con ganas.

—Tropelías. Me gusta. Es una palabra de Ebenezer, ¿no?

—Sí.

—Bien, me he acostumbrado a las tropelías. Eso forma parte de mi trabajo. Esos tipos conocen las reglas, nunca exceden ciertos límites y rara vez tenemos problemas importantes. Fazoul es un buen ejemplo. Se dedica a todo tipo de tropelías, pero su comportamiento es impecable. Si todos fuesen como Fazoul…

—¿Tiene problemas?

Knightly suspiró de exasperación. Empezó a hablar dos o tres veces y calló antes de que una palabra completa pudiese salir de sus labios.

—No es que tenga exactamente problemas —dijo—. Demonios, puede ser que esté un poco nervioso por la guerra del Golfo.

—Yo lo estoy.

—Claro que lo estás. Pero no puedo evitar la impresión de que ahora mismo tenemos en la ciudad a algunos estudiantes muy traviesos. Estudiantes que se están buscando unos buenos días de castigo si los pillan.

—¿De dónde son? ¿Qué hacen? —dijo Clyde.

—Comprenderás que es totalmente inmoral por mi parte decir nada —dijo Knightly—, porque da la impresión de que alimento el racismo y los prejuicios, algo que hoy en día no debe hacerse. Y hay otra razón: si se sabe, estaré con el agua al cuello. Más tarde repasaremos esa razón.

—Vale.

—Parece que ahora mismo en la ciudad hay unos cuantos jordanos que no son jordanos —dijo Knightly—. Lo que me hace preguntarme: ¿qué son? Resulta que creo que son iraquíes.

—Al menos uno lo es —dijo Clyde—. Uno de ellos es Abdul al-Turki, de Mosul, Irak. Tiene treinta y dos años.

Knightly se volvió hacia Clyde para comprobar si bromeaba. Guardó silencio durante un buen rato.

—Bien, ¿cómo coño sabes eso?

—Me di cuenta de que uno de los jordanos es luchador —dijo Clyde—. Fui al Departamento de Lucha Libre de la UIO y repasé las viejas revistas de lucha libre. Encontré fotos suyas de algún encuentro internacional de principios de los ochenta. Pertenecía al equipo nacional de Irak. Lo descalificaron para las olimpiadas del ochenta y cuatro por uso de esteroides.

—Bien, que me aspen —dijo Knightly—. Demonios, apuesto a que ni siquiera la CIA sabe eso.

—¿La CIA?

—Me refiero al FBI —dijo Knightly—. Son los que se encargan del contraespionaje. —Cabeceó—. Que me aspen. Así que son iraquíes.

—Al menos ése lo es.

—Si uno lo es, todos lo son.

—¿A qué tropelías se dedican? —dijo Clyde.

—No lo sé —dijo Knightly—. Simplemente sé que no hacen lo que supuestamente vinieron a hacer.

—¿Que era qué?

—Una de esas malditas iniciativas del profesor Larsen —dijo Knightly—. Supuestamente venían a realizar investigaciones patrocinadas por una de esas empresas de Larsen.

—¿Se suponía que era un trabajo académico? ¿O algo privado?

—Demonios, Clyde, ya no hay diferencia —dijo Knightly—. Los límites han desaparecido, no hay reglas. Hoy por hoy es lo más corrupto de Estados Unidos.

Después de tomar algunas cervezas y de haber sido aplastado en unas elecciones Clyde se sentía más inquisitivo de lo habitual.

—Dígame que me calle si quiere, pero cuando viajaba hacía usted algo más que enseñar a cultivar, ¿verdad?

—No miento si digo que eso fue todo lo que hice. Oh, llegaba hasta el límite muchas veces. Y conocía a un montón de gente. Pero nunca hice nada así… Nunca. Habría sido fatal para alguien como yo. Trabajaba completamente solo. Se me toleraba porque les era útil a todos. Pero descubrí lo suficiente para saber que lo que hace Larsen, aquí, es totalmente diferente. Por ejemplo: Kevin Vandeventer no murió en un robo de autopista. Arreglaba visados para Larsen.

—¿Cree que lo mataron por los visados?

—Los visados son muy valiosos. Con un visado de estudiante cualquiera puede entrar a hacer lo que quiera.

—Siempre que alguien como usted esté dispuesto a responder por esa persona.

—Exacto. Y no me queda más opción que responder por ellos cuando me dicen que responda por ellos.

—¿Quién le dice que lo haga?

—Mi jefe, el presidente de la UIO —dijo Knightly—, que a su vez recibe órdenes del Consejo Universitario, que recibe órdenes de quien se encarga de la financiación… que antes solía ser el estado de Iowa y los antiguos alumnos. Pero ahora esas operaciones híbridas, como la de Larsen, se han vuelto muy importantes.

—Vale —dijo Clyde—. Comprendo por qué hablamos extraoficialmente. Porque si Larsen descubre que está entorpeciendo su maquinaria…

—Se desataría un infierno —dijo Knightly—. Vamos, se me está congelando el culo.

Bajaron cuidadosamente del dique y recorrieron el callejón hasta la cervecera.

—¿Tiene alguna información específica sobre qué traman esos tipos? —dijo Clyde.

—No. Tengo noticias de sus vecinos. Mantienen las cortinas corridas día y noche. Cuando salen, que normalmente es a horas muy extrañas, es en uno de los dos vehículos que tienen, los dos con las ventanillas tintadas, y usan un mando para el garaje, por lo que jamás tienen que enseñar la cara en el exterior. Parece que comen mucha pizza y comida a domicilio.

—¿Por qué tiene noticias de los vecinos? —preguntó Clyde—. ¿La gente simplemente lo llama para cotillear?

—Me llaman para quejarse.

—¿De qué podrían quejarse? ¿De que no son lo suficientemente amistosos?

—De las transmisiones de radio —dijo Knightly.

—¿Transmisiones?

—Ningún vecino puede ver la tele, escuchar un mensaje en el contestador, usar un teléfono inalámbrico o un monitor para el bebé sin escuchar todo tipo de interferencias.

—¿En árabe?

—No se trata de ningún lenguaje —dijo Knightly—. Lo he oído… Un ciudadano molesto me puso la cinta de su contestador. El mensaje estaba codificado o algo. Modificaron la señal electrónica de forma que ni siquiera un hablante de árabe entendiese lo que decían. —Knightly abrió la puerta lateral y la sostuvo para que pasase Clyde. Clyde quería hacerle más preguntas, pero tuvo la sensación de que Knightly ya le había contado todo lo que sabía.

Mucho más tarde salió y cambió el asiento de Maggie al coche de Ebenezer y su abuelo los llevó a casa. Maggie despertó durante el traslado y pasó casi todo el viaje alterada y llorosa, así que no hablaron mucho. Clyde hizo que Ebenezer pasase por el Departamento del Sheriff, lo que sólo los obligaba a desviarse una manzana porque no quedaba lejos de la cervecería. Ebenezer dio vueltas a la manzana, cantando fragmentos de canciones de cuna que apenas recordaba con su voz ronca, gastada después de ocho décadas de himnos, mientras Clyde corría al interior por un bolígrafo y una hoja de papel de suministros. Le dejó una nota de dos frases a Kevin Mullowney, felicitándole por la victoria y comunicándole que terminaría el año 1990, menos los días de vacaciones acumulados, y luego dejaría su trabajo. La dobló y la pasó bajo la puerta de Mullowney antes de poder pensárselo mejor, para luego correr al exterior y esperar a que Ebenezer volviese.

Clyde llevó a Maggie a casa y la acomodó en la cuna. Escuchó los mensajes del odioso contestador, en su mayoría de periodistas preguntándole por el fracaso de su campaña. Cuando acabó con los mensajes entrantes, desconectó la máquina y la colocó en un estante alto y polvoriento, al fondo del garaje. Luego entró en casa, atrancó las puertas, puso la CNN y se sentó en el sillón reclinable.

Llevaba veinticuatro horas despierto y no tenía sueño. Tendría que haber estado pensando en las cosas que Knightly le había contado, pero el hecho era que no podía dejar de darle vueltas a un comentario de Marcus Berry. Si no recordaba mal, Berry había dicho algo como: «Vamos, Clyde. Sé que eres más cosmopolita de lo que dejas entrever.» «Cosmopolita» no era un adjetivo habitual para referirse a Clyde ni a ningún residente de toda la vida del condado de Forks. Seguramente se refería a que de joven Clyde había viajado por el mundo. O quizá Berry hablaba de la relación de Clyde con Fazoul. O incluso de la misteriosa procedencia de Desiree.

En cualquier caso, Berry se estaba refiriendo a algo que Clyde nunca había mencionado al FBI. Lo que implicaba que el FBI había estado enterándose de cosas por su cuenta sobre Clyde. Alguien, probablemente Marcus Berry, había estado investigándole.

Lo que habría sido de esperar si Clyde hubiese solicitado trabajar con ellos. Pero no lo había hecho.

Recordó la solicitud de empleo que tenía en el bolsillo. La sacó para leerla a la luz fluctuante de la tele.

Lo siguiente que supo fue que ya era de día y Maggie lloraba en la cuna. En la CNN seguían hablando continuamente sobre las conductoras saudíes, lo que dejaba claro que no había pasado nada importante. La solicitud de empleo se le había caído al suelo y allí se quedó hasta la siesta de Maggie, momento en que Clyde se sentó con ella y un bolígrafo y se puso a rellenarla con perfectas letras mayúsculas. Mientras lo hacía, no pudo evitar imaginar que quizá por esas fechas el año próximo estuviera en Washington, donde no toleraban a fracasados e incompetentes y donde la gente realmente sabía cómo hacer las cosas.