CAPÍTULO 13
Salvar cien millones de vidas, o al menos creer haberlo hecho, no estaba nada mal para un hombre que había iniciado la suya en la choza de un contrabandista de licores en las colinas del condado de McCurtain, Oklahoma. El padre de Arthur Larsen le había enseñado una cosa y sólo una: cómo zafarse. Cómo evitar los obstáculos estrafalarios y sin sentido que la Autoridad pone continuamente en tu camino. Y, si no era posible esquivarlos, cómo saltar por los inevitables aros con el mínimo esfuerzo.
Era una filosofía vital ideal para un contrabandista de alcohol, pero Arthur Larsen descubrió que era todavía más útil en el mundo académico, incluso en la escuela elemental. Fue el primero de su clase en el instituto, no porque fuera más listo sino porque había comprendido el funcionamiento del sistema y no tenía reparos en manipularlo. En la Universidad Estatal de Oklahoma trabajó incansablemente hasta lograr licenciarse y obtener el título de veterinario en seis años. Un récord tan asombroso que Cornell le concedió una beca para cursar un doctorado en patología veterinaria.
A esas alturas ya se dedicaba a la ciencia en serio. Eso no se podía fingir. Pero siempre que siguiese esa norma podía zafarse dentro de ese sistema tan bien como en cualquier otro. Larsen desarrolló una habilidad especial para estimar cuál era el contenido mínimo que podía poner en un artículo de investigación y aun así lograr que se publicase. Sus primeros esfuerzos no fueron bien recibidos, pero siguió realizándolos y al cabo de unos años los minúsculos copos habían formado un montón. Cuando obtuvo su doctorado, la montaña de nieve estaba completa. Se trasladó a la Universidad de Iowa Oriental y, una vez conquistado el negocio de la investigación, dedicó toda su atención a lo que se convertiría en su gran triunfo: el control supremo de las artes mágicas de los fondos de investigación.
Y si los fondos de investigación no bastaban, encontró otras formas de lograr dinero. Larsen y el tesorero de la Estatal de Iowa criaron experimentalmente una manada de cuatrocientas cabezas de Angus negro, vendieron el producto —sin impuestos— y se hicieron con una pequeña fortuna. En 1990 Arthur Larsen había levantado dos monumentos a sus logros: el Centro de Investigación Scheidelmann y un parque de investigación al sur de la ciudad que acogía dos docenas de pequeñas empresas de alta tecnología que empezaban. Al menos la mitad de ellas eran resultado de investigaciones de Larsen y Larsen se sentaba en su consejo de administración. El parque de investigación era una pequeña obra maestra en sí mismo; había sido construido con dinero estatal en terrenos de la universidad y había sido rociado con exenciones de impuestos y dulces subvenciones de los legisladores estatales, a los que Larsen había guiado por allí como si fuesen Angus negros, deslumbrándolos con visiones de un Silicon Valley de la agricultura.
Lo que podía hacer dentro de la estructura de la UIO lo hacía en el Scheidelmann y, lo que no, lo hacía en las empresas embrionarias. Eran los dos pilares del coloso de Larsen, una red fabulosamente compleja que ocupaba a tiempo completo un bufete de seis abogados para garantizar que se pagaban todos los impuestos y que no se violaban en exceso demasiadas leyes importantes.
Kevin Vandeventer tuvo tiempo de sobra de repasar mentalmente esos hechos y estadísticas sentado en la sala de espera de las oficinas del profesor Larsen, una mañana de principios de mayo, esperando para una cita a las diez en punto que se posponía continuamente, en incrementos de cinco, diez y quince minutos. Iba avanzando lentamente por una cola compuesta por media docena de estudiantes graduados: todos del Sudeste Asiático o africanos. Cada uno de ellos, incluido Kevin, era responsable de parte del dinero para investigación de Larsen: medio millón por aquí, tres millones por allá. Cada uno era responsable de garantizar que esos dólares se convertían en artículos de investigación publicados y, cuando era posible, en notas de prensa que destacasen los beneficios salvavidas de la agricultura moderna. Cada uno tenía que reunirse con Larsen cada pocas semanas e informarle sobre los últimos progresos. Larsen tendía a programar esas citas en bloque para sacrificar un día entero y poder invertir los demás en jugar al golf con el Consejo Universitario, pilotar su Beechcraft hasta Taos, engatusar a posibles inversores, grabar entrevistas para programas de noticias nacionales o viajar a China o la India para ser agasajado por los escalafones más altos de sus respectivos Gobiernos. Esos eran los aspectos divertidos de ser el Hacedor de Lluvia. Administrar becas de investigación y el rollo de los estudiantes de doctorado eran las figuras obligatorias en una competición de patinaje sobre hielo.
No se charlaba amistosamente en la sala de espera. Esa gente estaba allí por su inteligencia, no por sus habilidades sociales. Muchos de ellos competían entre sí por las mismas subvenciones para investigación del Hacedor de Lluvia, y los que no competían podían proceder de países hostiles o directamente enfrentados en una guerra.
Sonó el intercomunicador de la recepcionista. Kevin parpadeó intentando librarse del letargo de media tarde; estaba a la cabeza de la cola. La recepcionista habló por teléfono un momento, mirando directamente a Kevin, y luego colgó:
—Vuelve a disculparse… Acaba de recibir una llamada de Nueva Delhi que tiene que responder… Sólo serán unos minutos más.
Kevin se puso cómodo y no le dio mayor importancia. Su papel en la vida era ser desviado de un proyecto a otro, un peón en el gigantesco tablero de Larsen, interpretando el papel que Larsen requiriese en cada momento. En aquel momento su papel consistía en esperar.
Por ejemplo, a comienzos de 1989 lo habían colocado en el puesto de ayudante de investigación en una subvención de la NSF de trescientos mil dólares. No lo supo mientras la subvención duró. Lo había descubierto un mes antes, al recibir un formulario W-2 que decía que había cobrado veinticinco mil dólares que, en realidad, no había recibido.
Había ido a hablar con el contable de Larsen, que trabajaba en el centro de Wapsipinicon, en el bufete que se ocupaba de sus asuntos. Le indicó, con todos los respetos, que no debería haber pagado impuestos por un dinero que no había cobrado. Lo había dicho, en su opinión, con sentido del humor, pensando que la absurda situación podía dar pie a unas carcajadas. Pero al contable no le hizo ninguna gracia… ni siquiera se sorprendió.
—¿Tienes asesor fiscal? —le dijo.
Kevin rió.
—Demonios, no. Mi declaración es tan simple que yo…
—Ahora lo tienes —dijo el contable—. Tráeme todos tus W-2, los 1099, dietas y demás, y yo me ocuparé.
—¿Ocuparse?
—Me aseguraré de que la declaración esté cumplimentada adecuadamente y a tiempo —dijo el contable, lenta y claramente—. Y que los impuestos sobre esto —agitó el misterioso W-2— no te incomoden.
—El doctor Larsen le recibirá ahora —dijo la recepcionista.
Kevin se puso en pie, agarró el portátil y recorrió el pasillo de mármol hasta el despacho de Larsen, una habitación del tamaño de una cancha de baloncesto desde la que se disfrutaba de una panorámica de ciento ochenta grados del valle de Wapsipinicon y el campus de la UIO. Las paredes sin ventanales estaban forradas de placas de homenaje y fotos autografiadas de Larsen codeándose con secretarios de Agricultura, ganadores del Premio Nobel y jefes de Estado extranjeros.
Ya había tenido antes reuniones como ésa… Conocía la rutina. Primero, treinta segundos de charla amistosa con el Hacedor de Lluvia. Después, una especie de alarma interna se disparaba en la cabeza de Larsen, sus ojos se ponían vidriosos y su conversación se volvía entrecortada y distraída. Si lo veías venir e ibas al grano antes de que Larsen se irritase, te iba de fábula.
Aquel día, sin embargo, la cosa fue un poco diferente: en el orden del día había un elemento poco corriente.
—Lo de Habibi —dijo Larsen—. Hasta ahora lo has manejado bien. Buen trabajo.
Kevin se encogió de hombros.
—La poli me hizo preguntas y conté la verdad.
Larsen le dedicó un guiño y una risita de complicidad, lo que a Kevin le resultó inquietante.
—Lo has llevado muy bien —repitió—. El fiscal quiere descargar todo el peso de la ley sobre Ashrawi y mantenerle en Fort Madison hasta que muera de viejo. Parece que simplemente le deportarán… Entonces será problema de los iraquíes.
—Bueno, creo que Ashrawi es jordano.
Larsen miró fijamente a Kevin un momento.
—Esas fronteras son una estupidez… Las trazaron hace poco los imperialistas. Así que no malgastes mi tiempo discutiendo si es iraquí, jordano o kuwaití. Lo único que deseo es que se vuelva a su casa y no me moleste más, ni tampoco estropee mis operaciones. Y si oyes cualquier rumor sobre alguna novedad en el caso, me lo cuentas a mí primero… ¿comprendes? Hemos esquivado una bala, pero no podemos permitirnos el lujo de bajar la guardia.
A Kevin no se le había ocurrido que hubiesen esquivado ninguna bala. Se había producido un asesinato; el malo estaba en la cárcel. Pero comprendía el punto de vista de Larsen. Algo así podía causar graves problemas a las operaciones de relaciones públicas de Larsen, milimétricamente planificadas.
—¡Cuenta! —dijo Larsen.
—He recibido un par de visitas de Clyde Banks… Una justo ayer.
—¿Clyde Banks? ¿A qué demonios viene aquí? —Como pilar del Partido Republicano local, Larsen sabía muy bien quién era Clyde Banks.
—Me pedía detalles sobre mi declaración a los detectives.
—¿Qué detalles?
—Bien, por ejemplo, cuando los otros sacaban a Marwan del laboratorio, uno de ellos, en inglés, dijo: «Procurad no golpear la cabeza de Marwan contra la jamba.» Clyde me lo preguntó.
—¿Qué preguntas te hacía?
—Quería saber si los estudiantes árabes normalmente hablaban entre sí en inglés, o si normalmente lo hacían en árabe.
—¿Y le dijiste?
Kevin se encogió de hombros.
—Le dije que habitualmente hablaban en árabe.
La cara de Larsen se fue poniendo roja.
—Pero —se apresuró a añadir Kevin—, comenté que había muchos dialectos árabes y que, si los estudiantes árabes de distintos países intentaban comunicarse, pasaban al inglés.
Larsen respiró hondo.
—Lo hiciste bien. Lo hiciste bien. —Larsen giró la silla noventa grados y miró por la ventana—. ¿Clyde preguntó alguna cosa más?
—Sentía curiosidad por las costumbres de los estudiantes árabes. Por ejemplo, ¿era normal que bebiesen alcohol? Y le dije que bebían de vez en cuando. Me preguntó si normalmente dejaban abierta la puerta del laboratorio 304. Dije que no, pero que esa noche celebraban una fiesta, por lo que quizá la dejaron abierta para que entrase el aire. Y fisgoneó por mi laboratorio durante un rato.
—¿Qué quieres decir con «fisgonear»?
Kevin se encogió de hombros.
—Sólo sentía curiosidad. La mayoría de la gente jamás ha visto el interior de un laboratorio de investigación. Recuerdo que se percató de que en un cajón tengo una caja de guantes quirúrgicos de látex y me preguntó si eso era habitual.
—Mierda —dijo Larsen, y pasó un minuto entero mirando en silencio por la ventana—. Bien —dijo al fin—, tu investigación.
Kevin se acercó para poner dos documentos sobre la mesa de Larsen: uno delgado y otro grueso.
—El delgado contiene sobre todo gráficas —dijo Kevin—. Si lo repasa, se hará una idea general de los hitos importantes y los principales desafíos a los que nos enfrentamos. —«Hitos» y «desafíos» eran dos de las palabras preferidas de Larsen—. El grueso es un informe completo sobre el estado de la investigación hasta la fecha, para sus archivos.
Larsen abrió el delgado. Una hoja suelta le cayó sobre el regazo.
—Esa hoja es como un resumen del resumen —le explicó Kevin—. Una tabla de hitos y desafíos, y algunos cálculos preliminares sobre el recuento.
«Recuento» era la palabra mágica más reciente de Larsen. Se había obsesionado con ella durante la redacción del artículo para National Geographic, cuando había pasado muchas noches y largos finales de semana dando con el látigo a sus estudiantes graduados, haciéndoles estimar cuántas vidas había salvado para pasar la cifra al Departamento de Relaciones Públicas de la universidad, que a su vez podría pasársela al periodista que escribía el artículo. Así que el recuento había empezado oficialmente hacía unos cinco años en alrededor de cien millones y había ido aumentando desde entonces. Parte de todos los proyectos del Hacedor de Lluvia era que sus lugartenientes prosiguieran el recuento a medida que trabajaban: ¿cuántas vidas se podrían salvar desarrollando e implementando la idea en la que estuviesen trabajando? Todo lo que estuviese por debajo de los diez millones se consideraba que no compensaba el esfuerzo.
La cifra del resumen era de veinticinco millones. Larsen hizo una mueca y asintió apreciativamente para luego hojear el breve documento.
—Caramba —soltó, y lo volvió a repasar. Los gráficos, generados por ordenador, eran tridimensionales y de colores llamativos.
Kevin se encogió de hombros.
—He estado probando un nuevo paquete gráfico para mi Mac. Lo conecté a una impresora en color del local de fotocopias, Kinko’s. Espero que no lo encuentre demasiado…
—¿Demasiado qué? —dijo Larsen.
Kevin se había metido él solito en un aprieto. Entornó los párpados y no dijo nada.
—A mí me parece bien. Demonios, mejor que bien —dijo Larsen—. Es justo por esto que te aprecio, Kevin, porque además de ser un buen científico tienes talento creativo… sabes comunicar los resultados. Créeme, no es un rasgo muy habitual.
—Gracias, doctor Larsen.
Sonó el teléfono. Larsen descolgó y dijo que sí seis veces seguidas. Luego colgó.
—Por cierto —dijo, inclinándose y bajando la voz—, gracias por comprender eso de los impuestos y no causar problemas. Fue un error de contabilidad.
Una de las secretarias de Larsen se coló en el despacho y le dio una carta para que la firmara. Luego Larsen le dedicó toda la atención a Kevin.
—Cuando esperabas para entrar, ¿qué tipo de gente has visto en la sala de espera?
—Mis compañeros de investigación.
—¿Algo te ha llamado la atención?
—Son todos muy listos.
—Venga, hombre, ¿de qué color son?
Kevin se encogió de hombros con incomodidad.
—De varios tonos de marrón.
—¿Te das cuenta de que eres el único estadounidense que trabaja para mí?
—Bien, ahora que lo comenta…
—El sistema escolar de mierda de este país fabrica unos productos tan defectuosos que las universidades deben invertir su tiempo llevándolos a lo que se consideraba el nivel de un graduado de instituto en Little Dixie. —Después de ese estallido de elocuencia, Larsen se calló más o menos un minuto, respondió a otra críptica llamada de teléfono, se puso en pie y miró por la ventana—. Kevin —dijo—, quiero que seas mi ayudante especial.
Kevin no tenía ni idea de a qué se refería; se imaginó trayendo café o manejando la fotocopiadora.
—¿Qué quiere que haga?
—Dirigir el taller por mí mientras estoy en Washington, o ir a Washington en mi lugar mientras yo dirijo el taller.
Kevin rió nervioso.
—Doctor Larsen. ¿A qué se refiere con «dirigir el taller»?
—Oh, venga. Te sientas aquí y miras tres cosas: hitos, desafíos y recuento. Eso ya sabes hacerlo, ¡lo tienes aquí mismo! —Pasó los dedos por el resumen de Kevin. Seguidamente dio un paso hacia él y bajó la voz—. Mira, vamos a dejarnos ya de tonterías. Mis chicos asiáticos son de primera. Son grandes científicos. Pero no puedo mandarlos al Congreso, a la NSF, a Agricultura. Pero tú… eres joven, agradable, sabes de ciencia, puedes crear gráficas bonitas y, sin pretender destacarlo demasiado, eres un hombre blanco que habla inglés. ¿Lo harás?
—Pero no he terminado mi tesis.
Larsen parpadeó sorprendido. Se le había pasado ese detalle. Luego soltó un tremendo suspiro y puso cara de exasperación. Tenía unos ojos hundidos de granjero rodeados de arrugas… de un azul tan claro que prácticamente eran grises. Esos ojos se agitaron de un lado a otro mientras hacía uso de sus habilidades para esquivar obstáculos, habilidades que jamás le habían fallado.
Tuvo una inspiración. Regresó a su mesa y recogió el documento grueso: Transmisión bovina de contaminación por metales pesados a través de la cadena alimenticia: avances recientes. Lo hojeó, deteniéndose para examinar algunas de las gráficas y tablas, y luego pasó un minuto o más examinando la bibliografía.
—Servirá. Es una contribución. Dáselo a Janie para que le dé forma de tesis. Tenemos el software para hacerlo.
—¿Doctor Larsen?
—Preséntalo. Necesito que seas doctor. Podemos hacer que la universidad se olvide de las fechas. Te necesito ahora.
Tres semanas después, el doctor Kevin Vandeventer salió de la estación de metro Courthouse, en Arlington, Virginia, con un traje en una funda sobre el hombro y una bolsa de plástico de Hy-Vee en una mano. Bajó por Clarendon y unos minutos más tarde llegó a los apartamentos Bellevue. Llamó al apartamento de su hermana y tuvo suerte: Cassie respondió por el intercomunicador; se mantenía la sorpresa. Le dejó pasar.
En el ascensor, sacó la toga de doctor y el birrete de la bolsa y se los puso sobre la ropa de viaje. Así ataviado, recorrió majestuosamente el pasillo. Cassie le esperaba en la puerta; cuando vio el atuendo soltó un grito y se echó a reír.
—¿Qué pasa? —preguntó Betsy.
—¡Betsy, ven aquí! Tienes un visitante distinguido.
Betsy salió del dormitorio y se echó atrás involuntariamente al ver a la criatura imponente con toga. Luego reconoció la cara de su hermano, estuvo encantada y, cuando vio el birrete rojo, verde y dorado de doctor, se emocionó. Casi lo derribó al abrazarlo.
—¿Por qué no me lo contaste?
Él apartó la vista algo incómodo.
—Ha sido todo muy rápido. ¿Cómo te va, Betsy?
A Betsy se le escaparon las lágrimas, que le corrieron por la cara, por lo que Kevin se sintió todavía más incómodo.
—¿Cuándo ha sido? —le soltó, se apartó y recuperó el aliento—. Estoy muy orgullosa. ¿Se lo has dicho a la familia?
—Pensaba llamar desde aquí. Pueden venir a la ceremonia del mes que viene. A Larsen le lleva como media hora procesar a su gente.
Cassie tenía los ojos como platos, como una niña en Halloween que hubiese visto un disfraz de duende por primera vez.
—Doctor Idaho —dijo y de pronto se echó al suelo y se le metió bajo la toga.
—Deja que abra la cremallera para que no te ahogues —dijo Kevin, incómodo y nervioso. La cabeza de Cassie salió por la abertura del cuello, junto a la de Kevin, y lo que Betsy vio lo recordaría durante toda la vida.
—Quedaos así —gritó y corrió en busca de la cámara.
—El placer es mío —dijo Kevin, abrazando a Cassie.
Betsy volvió y sacó varias fotos desde distintos ángulos.
—Me aseguraré de que papá reciba una copia grande de ésta.
Cassie se dio cuenta de que Kevin no la soltaba.
—¡Vaya! ¡Le das un doctorado a un hombre y ya cree tener prerrogativas! —dijo—. Discúlpeme, señor doctor, pero en mi pueblo no vemos con buenos ojos que nos atrapen personas vestidas con toga. —Kevin la soltó y Cassie salió.
Kevin estaba en el cielo.
—Vamos a abrir la botella que compramos para celebrar el ascenso de Betsy —dijo Cassie.
—Buena idea —dijo Kevin.
—He dicho «el ascenso de Betsy» —repitió Cassie, un poco ofendida.
—Oh. ¿Te refieres a eso del polígrafo de cinco años?
—Trasladaron a mi jefe —dijo Betsy—, y Cassie le da demasiada importancia al hecho de que me hayan nombrado jefa en funciones.
—¡Jefa de división de la Compañía! No está nada mal para una recolectora de patatas —dijo Kevin tibiamente. Betsy vio claro que a su hermano le decepcionaba un poco dejar de ser el centro de atención.
Cassie apuntó la botella hacia las puertas abiertas del balcón y lanzó el corcho hacia el Pentágono con una explosión satisfactoria. Sirvió el Sovetskoe Champanskoe en los vasos de postre; todo lo demás seguía en el lavavajillas.
—Un brindis por el doctor Kevin y la agente Betsy. —Se bebieron el champán dulce, admitieron que sólo estaba pasable y de inmediato se tomaron otra copa.
—Con calma, doctorcito —dijo Cassie fingiendo preocupación, viendo cómo Kevin bebía—. Mi padre me dijo que no hay nada tan rápido y divertido como una borrachera de champán ni nada tan rápido y desagradable como una resaca de champán.
La alegría del champán duró varias horas, o quizá tuviesen otras razones para estar de buen humor. Cassie llamó a Domino’s y pidió pizza. Veinticinco minutos más tarde llamaron a la puerta y Cassie volvió de la puerta principal con dos pizzas calientes recién preparadas y una chica… la vecina de un par de puertas más abajo. Betsy había hablado con ella varias veces en el ascensor, pero nunca la había invitado a pasar.
—Mira quién andaba por el pasillo —dijo—. Esta es Margaret… Lo siento, no sé tu apellido.
—Park-O’Neil —dijo—. Siento la intrusión —les dijo a los demás—, pero esta mujer me ha arrastrado.
—Pareces sola —dijo Cassie—, y tenemos demasiada pizza y demasiado champán.
Betsy no pudo evitar darse cuenta de que Kevin se apresuraba a ponerse en pie para darle la mano a Margaret Park-O’Neil. Debía admitir que su hermano tenía muy buena planta con la toga de doctor. Aparte de imprimirle autoridad también parecía añadir carne a sus huesos.
—Lo siento, no sabía que fuera un acto formal —dijo Margaret—. ¿Debo volver y ponerme mi toga?
—¡Oh, disculpe! Doctora Park-O’Neil —dijo Cassie. Miró a Betsy—. Tú y yo tenemos que procurarnos educación.
Durante las siguientes horas la vecinita recibió muchas atenciones del hermano de Betsy. Escuchando su conversación, Betsy se enteró de que Margaret era medio coreana y medio estadounidense, miembro del Ejército con un doctorado en estudios de Asia Oriental, que trabajaba, naturalmente, para la CIA. Era una mujer graciosa, agradable y práctica que sabía vestirse.
A Betsy le recordaba mucho a una mujer asiática-estadounidense de la que Kevin había estado profundamente enamorado durante dos años, en la universidad. La que había llevado a Nampa en varias ocasiones para conocer a la familia y, al final, había roto con él, que se había pasado un año deprimido. No tenía ninguna duda de que Kevin, fuese consciente de ello o no, también había notado el parecido.
Margaret se quedó durante un tiempo decente y luego se disculpó aduciendo que era día laborable.
—Sí. Es hora de que los buenos empleados federales se vayan a la cama —dijo Cassie, llevándose las cajas de pizza a la cocina y embutiéndolas en la basura. Kevin fue al armario de la limpieza y sacó el saco de dormir que usaba cuando estaba de visita; Betsy lo extendió sobre el sofá y le prestó su almohada extra. Se dio cuenta de que él la miraba con ojos centelleantes. Se le acercó y le dio la mano con seriedad y formalidad.
—Estoy orgullosa de ti, Kevin. Felicidades.
—Salgamos al balcón —dijo Kevin.
—Me pondré algo para abrigarme —dijo ella—. Yo no llevo toga y birrete. —Quitó la manta de su madre del respaldo del sofá y se la echó sobre los hombros antes de seguir a su hermano. Kevin, apoyado en la barandilla, miraba las luces de Washington.
—Todavía me deja sin aliento —dijo.
—¿El qué?
—Washington. Aterrizamos siguiendo el Potomac. Y como me dijiste, me senté a la izquierda del avión, en un asiento de ventanilla. Se distingue la autopista de circunvalación y, cuando hay luna como esta noche, incluso se ve la catedral. Pero la vista del Mall hacia el Capitolio es tan hermosa que me dan ganas de llorar, y esta noche he visto la cabeza de Lincoln a través del tragaluz y la mano de Jefferson. Y luego tras un paseo en taxi aquí estoy, con mi hermana, con la que me solía sentar en el tejado de casa para mirar las montañas con los binoculares de papá.
Betsy empezaba a estar sobria. Muchas preguntas iban flotando en su mente.
—Kevin. ¿Cómo ha sucedido tan rápido?
—¿Cómo hemos acabado tú y yo aquí?
—¿Cómo has logrado tú el doctorado?
Kevin estaba pagado de sí mismo, ebrio de champán, y todavía tenía el recuerdo palpable de Margaret Park-O’Neil. Le contó a Betsy una historia asombrosa. Le habló del profesor Arthur Larsen y su imperio, de cómo Kevin, a lo largo del último año, había prosperado hasta el punto de informar directamente al Hacedor de Lluvia por delante de profesores con plaza fija. Le contó una historia muy rara sobre un formulario W-2 equivocado y cómo los contables de Larsen se ocupaban desde entonces de su declaración. Fue en ese punto que las alarmas de Betsy se dispararon.
Kevin seguía compartiendo todavía la suficiente intimidad con su hermana para sentir su inquietud.
—No te preocupes, Betsy —dijo en un tono que se suponía que debía ser tranquilizador pero que sonó condescendiente—. Todo pasa una auditoría.
En ese momento Betsy sintió la resaca del champán. Era una de las frases preferidas de Howard King. ¿A cuántos agentes federales sórdidos les había oído decir lo mismo después de haber quebrantado las reglas? ¿En cuántas reuniones presupuestarias había oído la frase «pasarse un poco pero no tanto como para cumplir condena»? Todavía recordaba a un contratista que se había asignado un cuarenta por ciento más de lo permitido y que le había dicho: «En el sector privado jamás podría hacerlo, pero aquí no lo comprobarán. No olvides, cariño, que el margen de beneficio se halla en la zona situada más allá de la ley escrita y antes de que intervenga la policía.» Betsy estaba mareada. Ahora su hermano era uno de ellos.
—No te preocupes, hay una buena razón para todo esto. Damos de comer al mundo.
«Y a vosotros también», estuvo a punto de replicar Betsy. Pero no lo hizo. No quería estropear el momento de triunfo de su hermano.
—Oh, se exagera mucho con el recuento del doctor Larsen. Nadie cree realmente que haya salvado tantas vidas… Menos que nadie el propio doctor Larsen. Debes comprender que esos golpes de efecto son necesarios… Forma parte de hacer negocios. Pero bajo las exageraciones hay algo de verdad, Bets. Esta investigación es muy positiva.
Estaba cansada. Tendría que consultarlo con la almohada. Se limitó a abrazar a su hermano y retenerlo como solía hacer cuando su padre perdía los estribos y gritaba que Kevin nunca llegaría a nada.
—Ten cuidado con lo que haces, Kevin —susurró.
—Lo haré, hermanita. Estamos muy lejos de Nampa y a veces las cosas se complican un poco.
Se quedaron unos minutos más, mirando los MD-80 y los 757 que aterrizaban, observando las luces reflejarse en las flores que todavía quedaban en los árboles, oliendo el dulce aire de Washington. De pronto, Betsy estornudó con tal fuerza que del otro lado de la calle llegó el eco.
—Hora de irse a la camita, hermanito. Sea cual sea tu misión aquí, en nombre del Hacedor de Lluvia, estoy segura de que tendrás que estar despejado y reluciente. Puedes usar el baño cuando acabe Cassie. No olvides colgar el traje.
Entraron. Betsy le dio otro beso en la mejilla, le dijo lo orgullosa que se sentía y luego se fue a la cama. Pero no se quedó dormida hasta mucho después de que el cielo oriental comenzase a aclararse.