CAPÍTULO 8

Desiree preparaba el desayuno. Clyde hojeaba la sección de deportes del Des Moines Register. Maggie se entretenía con el chupete sentada en su sillita.

Clyde seguía con el uniforme de ayudante del sheriff. Acababa de salir del turno de noche. Desde que había anunciado su candidatura a sheriff, su jefe y oponente, Kevin Mullowney, le había asignado, todos los días, el turno de noche o las labores de cárcel. Se consideraba que eran las labores menos deseables que podía realizar un ayudante del sheriff. Clyde estaba de acuerdo en que vigilar la cárcel del condado era un suplicio, pero no le incordiaban mucho los turnos de noche. De todas formas, en casa tampoco podía dormir.

La noche anterior le habían asignado la responsabilidad de la región situada al norte de la ciudad de Nishnabotna, lo que básicamente se reducía a circunnavegar ociosamente el embalse Pla-Mor buscando a personas y situaciones interesantes para iluminarlas con su foco de policía. Las cabañas de vacaciones que rodeaban el embalse eran un blanco atractivo para los ladrones, mientras que los parques y las rampas de los botes eran un refugio para adolescentes enamorados, folloneros, borrachos y drogadictos. Todos estaban encantados de salir corriendo en cuanto Clyde aparecía por allí y los clavaba con el rayo halógeno azul de su foco. En ocasiones tenía que soltar algo ininteligible por el sistema de megafonía antes de que se fuesen: las jóvenes tapándose la cara y riendo incontrolablemente, los jóvenes dedicándole valientemente un gesto obsceno.

La noche antes había llovido, por lo que alrededor del Pla-Mor las cosas habían estado más tranquilas que de costumbre. Si un contribuyente airado ponía a Clyde Banks contra las cuerdas y le exigía que justificara el dinero invertido durante las últimas ocho horas en su salario, gastos generales y subsidios, Clyde sólo podría responder que había recuperado uno de los botes de remos de la universidad.

Lo había visto mientras recorría la calle Dike, cuyo trazado iba sobre la presa del río Nishnabotna que había creado el embalse Pla-Mor. El bote, una vieja bestia de aluminio, aparentemente había ido a la deriva por el embalse y se había quedado atrapado en una masa de cañas y espadañas, no lejos del desaguadero. Clyde sabía que allí el agua sólo llegaba hasta las rodillas, por lo que había aparcado el vehículo en las inmediaciones, se había puesto las botas de goma que llevaba en la parte de atrás, se había metido en el agua y lo había agarrado. Atrapó la cuerda de la proa, regresó a la orilla y luego tiró del bote para alejarlo de allí y llevarlo a la playa que estaba a unos cientos de metros al norte.

El bote lo habían robado del cobertizo de embarcaciones de la universidad, situado al otro lado del lago, que debía de ser uno de los lugares para robar más populares de todo el condado. Era casi un rito de paso obligatorio para los jóvenes del instituto o la universidad: en algún momento de su vida debían entrar allí, robar un bote o una canoa, y luego ir al embalse a navegar sin rumbo completamente borrachos. Desde la playa donde Clyde dejó el bote podía mirar directamente al otro lado y ver las farolas que habían colocado en el aparcamiento del cobertizo de embarcaciones como una forma patética de autodefensa. Consideró la posibilidad de remar con el bote hasta el otro lado y dejarlo donde debía estar, lo que hubiese sido más útil y productivo que sus actividades nocturnas habituales. Pero al bote le faltaba un remo. Así que lo varó en la playa todo lo que pudo, que no fue demasiado porque la embarcación tenía en el fondo varios centímetros de agua de lluvia y algo de gravilla, por lo que pesaba bastante. Ató la amarra a la pata de una mesa de picnic y se dejó una nota mental recordándose llamar al cobertizo de embarcaciones por la mañana y decirles dónde estaba.

Desiree murmuró algo que se perdió entre los gruñidos petulantes del señor Café.

—¿Qué decías? —dijo Clyde.

—Deshazte del coche —dijo Desiree—. No es un buen coche para tener niños.

Clyde dejó el periódico y miró la espalda de su mujer, que sólo tres semanas después del parto estaba tan delgada como siempre.

—¿Te refieres a la camioneta?

—Necesitamos la camioneta para cargar cosas —dijo Desiree—. Muebles para la niña. Cosas para arreglar tus edificios.

—Entonces te refieres a…

—Tenemos que deshacernos del Célica —dijo Desiree. Lo dijo como si se tratase de una idea novedosa y exclusivamente suya. De hecho, Desiree había sido la que había comprado el Célica. Desde entonces, Clyde había intentado librarse de él. Pero sabía que no sería muy inteligente darle la razón de inmediato, porque podría tomárselo por regodeo.

—¿Estás segura? —dijo taimadamente.

—No nos sirve un coche de dos puertas. No va bien con el asiento del bebé. Pregúntaselo a Marie. Marie y Jeff tenían dos coches de dos puertas y tuvieron que deshacerse de ambos.

—Si tú lo dices —dijo Clyde, y como Desiree no cambió de opinión ni protestó de inmediato, se sintió tranquilamente satisfecho. Un tema que ya venía de lejos había quedado resuelto y a Clyde le habían dado carta blanca para resolverlo como le apeteciese.

De pie en las cunetas del condado de Forks, sosteniendo una linterna para iluminar a los médicos enfrascados en rescatar a alguien de las Fauces de la Muerte, se había hecho una idea bastante clara de qué coches se construían bien y cuáles no. Si recibir el impacto lateral de una camioneta de una tonelada en un cruce no revelaba todas las deficiencias estructurales de un vehículo, las Fauces de la Muerte sí que lo hacían.

Forks era un condado especialmente adecuado para aprender esas lecciones. El sheriff Mullowney no era el tipo de político que se preocupara en exceso de las políticas públicas, pero tenía una regla inviolable: nunca arrestes a un conductor borracho. Síguele hasta su casa si quieres, pero no le arrestes. La aplicación metódica de dicha regla durante un periodo de doce años había hecho que Forks tuviese la tasa de arresto de conductores borrachos más baja, y la tasa de muertes en carretera más alta, del estado de Iowa.

Así que Clyde llevaba tiempo, sobre todo desde el embarazo de Desiree, deseando cambiar el Célica por algo con más poder de parada. Había probado muchos argumentos con Desiree, le había contado muchas historias de terribles accidentes de tráfico. Desiree siempre tenía a mano una refutación devastadora: el Célica era «mono» y un «buen cochecito».

Aquella mañana, con la mente ocupada en planes estratégicos a largo plazo, Desiree había cometido el error crucial de decirle que se deshiciese del Célica sin especificar si el coche de reemplazo debía ser mono. Clyde cambió radicalmente de tema, comió con rapidez, se disculpó, recogió todas las copias conocidas de las llaves del Célica de todos los llaveros y el título de propiedad, subió al cochecito mono y se marchó calle abajo. Por si la Jefa se lo pensaba mejor e intentaba alcanzarle, no miró por el retrovisor hasta que estuvo lejos del alcance de gritos y gestos. Había estallado otra tormenta torrencial, lo que le convenía bastante.

Por suerte, Desiree siempre mantenía el Célica muy limpio por dentro, para que estuviese mono. Clyde metió en una bolsa de plástico algunas cosas personales que quedaban, pasó el vehículo por un lavado de coches de forma que las gotas de lluvia luciesen atractivas sobre el capó y se dirigió directamente al First National Bank de NishWap, una estructura que veinte años antes había sido relucientemente moderna y ya parecía más vieja que el vecindario del siglo XIX. En la parte de atrás disponía de un aparcamiento de gravilla y, antes de entrar, Clyde recorrió el aparcamiento una vez buscando un vehículo en concreto.

Allí seguía. Clyde sonrió y le dio una palmada al volante del Célica, sintiendo que por una vez todo salía como quería. Aparcó justo al lado del otro coche; era tan pesado que casi sentía el Célica agitándose sobre su débil suspensión, atraído por su gravedad.

El vehículo en cuestión era una ranchera Buick Roadmaster de 1988. Roja por dentro y por fuera. Tenía algunos extras de lujo que a Clyde no le importaban en absoluto. Durante los últimos nueve meses había realizado muchas compras teóricas de coches. Al principio había prestado mucha atención a ciertas características y opciones. Pero con el paso del tiempo su mente acabó centrándose y se obsesionó con un único dato: a saber, peso lanzable. Y ese vehículo pesaba más que cualquier cosa que pudiese comprar. Para superarlo, hubiese tenido que volver al Lincoln Continental de mediados de los sesenta. Aquella bestia poseía masa suficiente para atravesar por completo un coche como el Célica sufriendo sólo rasguños; pero, por si acaso —dada la posibilidad de que golpeara dos o tres Célica de una tacada— también tenía airbag.

—Te cambio mi Célica por el Roadmaster, ahora mismo —dijo Clyde.

Que Jack Harbison, director de sucursal, no se riese ni se mofase de inmediato de la idea le indicó a Clyde que casi con toda seguridad llegarían a un acuerdo. Por primera ver en más de medio año, Harbison vio la opción de librarse del Coche de la Muerte.

El anterior dueño del Coche de la Muerte, un veterano fan del equipo de fútbol americano de la UIO con pase de temporada, había llegado inesperadamente pronto a casa después de un partido de los Twisters y había sorprendido a su esposa y a su amante en la cama. Se había desatado una pelea. Le habían golpeado en la cabeza. Esposa y amante habían forrado el interior del Roadmaster con bolsas de jardinería, habían colocado al marido encima y lo habían tapado con más bolsas y una alfombra vieja. Cuando llegaron al parque estatal de Palisades, había muerto de asfixia o derrame cerebral… Barnabas Klopf, el forense, había lanzado una moneda al aire y escrito que derrame cerebral. Le habían sacado del maletero y metido en una tumba poco profunda en la linde del bosque. Pero precisamente la linde del bosque era el lugar más probable para que hubiese cazadores con perros durante la temporada de fútbol americano y, por tanto, no había pasado ni una semana cuando un golden retriever encontró el cuerpo. El propio Clyde había ayudado a llevarlo hasta la carretera principal.

Los dos asesinos pasarían mucho, mucho tiempo en Fort Madison. El First National Bank de NishWap había cancelado el préstamo del coche y recuperado la ranchera, y desde entonces estaba en su aparcamiento: un objeto de fascinación morbosa para los escolares que daban grandes rodeos para pasar a su lado de vuelta del colegio, pero que no resultaba especialmente atractivo para nadie más.

Excepto para Clyde. Jack Harbison salió y probó con cautela el Célica, consultó su libro azul, se llevó las gafas a la frente y se frotó los ojos.

—Hecho —dijo con resignación y, unos minutos después, Clyde volvía a casa al volante del Coche de la Muerte.