CAPÍTULO 48

Estamos todos molestos con nuestros anfitriones saudíes. Nos invitaron a proteger su país, pero no quieren que nos mezclemos con su gente y, por tanto, nos han alojado en una especie de reserva: una vieja fábrica de cemento en las afueras de Dhahran. Ocupamos largas filas de viviendas en esta inmensa capa de polvo mientras esperamos a que la Gran Maquinaria Verde nos ponga en formación y nos mande al desierto. Ayer estaba sentada en la tienda comedor, agitando ambas manos sobre el plato para espantar las moscas. Luego cambió el viento y olí algo asqueroso. Vi las letrinas a unos pocos metros, con las mismas moscas revoloteando. Se lo conté a mi oficial superior (¡aunque no fui yo la única en darse cuenta!) y ahora todo el cuerpo médico está alborotado por lo que la gente llama «higiene de la guerra civil». Pero no es realmente culpa de los saudíes. El Ejército es así.

Clyde había llegado a Happy Chef unos minutos antes y leyó esa y otras dos cartas de Desiree mientras permanecía sentado en el banco que había justo al entrar, esperando a su cita del desayuno.

Los Happy Chef tenían que estar siempre cerca de la autopista, porque se anunciaban con una enorme silueta de fibra de vidrio de un chef exultante y regordete con sombrero blanco que sostenía una enorme cuchara de madera sobre la cabeza, como un coronel de la Guerra Civil blandiendo el sable de caballería. Aquél incluso parecía más grande de lo habitual; debía serlo, para no quedar empequeñecido por el Wal-Mart que tenía detrás, que parecía sacado de Abu Simbel.

Estaban en la primera semana de diciembre y en Happy Chef habían adornado tanto la figura como el local en sí con guirnaldas de oropel verde esmeralda y luces intermitentes. Los suplementos publicitarios del Des Moines Register y el periódico local estaban repartidos, como restos rojos y verdes, por el banco y el mostrador, lo que recordaba a Clyde la reunión fallida con Jonathan Town. Town había hablado con él unos días antes, molesto:

—Gracias por casi lograr que me despidan —había dicho.

—¿Tienes problemas en el instituto?

—No, no, hablo de mi trabajo como colaborador independiente.

—¿En el Register?

—Sí. Le hablé a mi editor de Des Moines sobre el asunto iraquí. Dijo que lo llevaría a los de arriba. Cuatro días más tarde tuve noticias directas del jefe del jefe de mi jefe… Me llamó desde Washington usando su maldito teléfono móvil. Me leyó la cartilla. Dijo que si se me ocurre contar una palabra de esa historia, negará tener conocimiento de mis acciones, me despedirá inmediatamente y divulgará que soy un loco sin ninguna relación con el Des Moines Register.

Clyde lo había meditado.

—Supongo que no es la forma habitual de rechazar un artículo.

—Deja que lo exprese de esta forma: cuando uno de mis alumnos me viene con una idea atroz para un artículo del periódico escolar, habitualmente se lo digo yo mismo. No hago que el secretario de educación le llame desde Washington para gritarle durante quince minutos.

—¿Por qué crees que lo hicieron así?

—Tú sabes tanto como yo. El tipo que me chilló vive en Washington, si te sirve de algo.

—No estoy seguro —había dicho Clyde, recordando su conversación con Fazoul sobre lo ingenuo que era con respecto al ancho mundo.

—Mira, sólo digo que el tipo parecía asustado —había dicho Town.

Y entonces Clyde lo había comprendido: Town le decía que el jefazo del Register estaba asustado. Y bien podía ser cierto; pero lo que realmente quería decir era que él, Jonathan Town, estaba asustado. Y cuando Clyde comprendió que el jefazo de Register y Jonathan Town estaban asustados, los dos, él empezó a asustarse. Tenía sobradas razones para tener miedo antes, pero eran de orden local y personal. Saber que gente que vivía en Washington estaba asustada añadía a su existencia una capa de miedo generalizado.

Delante de la caja registradora de Happy Chef había dos bancos encarados y separados por unos dos metros. Desde hacía unos minutos enfrente de Clyde se sentaba un tipo mayor que leía el periódico y masticaba un palillo mentolado que había sacado de la taza de la caja. Como no lo conocía, volvió a analizar atentamente todos los artículos de los periódicos relativos a Escudo del Desierto. Alguien había dejado un Chicago Tribune en el banco, del que sacó una clase de datos que no hubiese logrado de otra forma.

—Demonios, no sé —dijo el viejo lanzando el periódico contra el banco—. Mi sobrina dice que es todo por el petróleo.

—¿Disculpe? —dijo Clyde.

—Mi sobrina. Buena chica. Universitaria… Ya sabe cómo son.

—Supongo. —Clyde no había ido a la universidad, pero había arrestado a suficientes universitarios para saber cómo eran.

—Así que la semana pasada yo intentaba trinchar el maldito pavo y ella no hacía más que repetir que eso del Golfo no es más que una lucha por el petróleo.

—¿Qué opina usted? —dijo Clyde. Había participado en suficientes discusiones de cafetería como para saber que era una respuesta segura.

—Bien, supongo que tiene parte de razón, de esa forma santurrona propia de los universitarios. No habríamos mandado a medio millón de soldados si se tratase de algún país de mierda de África. Por tanto, quizá sea por el petróleo.

—Supongo que tiene razón —dijo Clyde.

—Por tanto, ¿deberíamos ir allí, como hemos hecho, sólo para poder seguir disfrutando de un cargamento de petróleo?

—Sí —dijo Clyde—. Debemos.

—Pero todo lo que oímos de Bush es que Saddam es como Hitler. Siempre que si Gestapo por aquí y si Hitler por allá, y que en Kuwait vamos a defender la democracia… Por amor de Dios, es una aristocracia feudal.

Clyde, con el Trib sobre el regazo, hizo un gesto hacia la ventana. El hombre se giró para ver qué le enseñaba Clyde. En esa dirección lo único que había era el Primer Banco Nacional de NishWap; más allá los campos yermos se extendían hasta el infinito.

—¿Qué mira?

—El panel electrónico —dijo Clyde.

El panel del banco decía que eran las 8.37 y, a continuación, que la temperatura era de -14ºC.

—Catorce bajo cero —dijo Clyde—. Mucho frío. Y por ahí fuera no veo muchos árboles para quemar. Por tanto, tenemos petróleo, vivimos; no tenemos petróleo, morimos.

El hombre le miró.

—Así de simple —dijo.

—Oh, probablemente haya muchos detalles que desconozco —dijo Clyde—, pero así lo veo yo.

—Catorce grados bajo cero —repitió el hombre. Se hizo con el USA Today y miró el mapa del tiempo de la contraportada—. Bastantes grados menos que en Washington. La diferencia es enorme. Eso explica muchas cosas, ¿no?

—No sé —dijo Clyde—. Nunca he ido a Washington.

—Bueno, tampoco se ha perdido nada —dijo el hombre—. Se lo aseguro.

Al final Clyde pensó en algo. En el aparcamiento vio un par de coches grandes azul marino, de cuyos tubos de escape surgían grandes nubes de vapor. En los coches había jóvenes trajeados y con gafas de sol, hablando por el móvil. Volvió a mirar al hombre, que había adoptado una expresión algo abochornada.

—¿Es usted? —dijo Clyde, poniéndose en pie.

—Soy yo. Ed Hennessey —dijo el hombre, poniéndose en pie y ofreciéndole la mano—. Caramba, es usted muy corpulento. ¿No era peso pesado?

—No —dijo Clyde—. Una categoría por debajo de peso pesado. No soy corpulento para ser de aquí.

—Bien, desde luego no lo es si le comparamos con Tab Templeton. Era un maldito gigante —dijo Hennessey—. Recuerdo haberle visto con fascinación un poco morbosa hace años, en las Olimpiadas. Así que cuando su expediente pasó por mi mesa fue como regresar al pasado. Pobre desgraciado.

Hennessey le hizo un gesto a Clyde para ir más al fondo del restaurante. Clyde se puso un poco nervioso de saltarse tan a la torera el letrero de «Por favor, esperen aquí». Pero Hennessey, como si fuese el propietario, le llevó directamente a un reservado grande de un rincón en el que hubiera cabido tranquilamente toda la familia Dhont. Al sentarse se ganaron algunas miradas… no porque Clyde fuese medio famoso como luchador y fracaso político ni porque Hennessey fuese un desconocido trajeado, sino porque ellos dos ocupaban el reservado entero. Hennessey dobló su abrigo largo y lo dejó sobre una silla de vinilo naranja y Clyde, que sabía que en el rincón del restaurante podía hacer mucho frío, no se quitó la parka. Hennessey acorraló el cenicero de la mesa y se colocó delante una cajetilla y un mechero de plata, como si ese combustible fuese a evitar que las ráfagas heladas que entraban por la ventana panorámica le congelasen.

—Me gusta este sitio —dijo dando un vistazo—. Aquí todos son personas de verdad.

Clyde no entendía demasiado bien qué pretendía decir Hennessey con aquello; le parecía un comentario muy raro.

—En este sitio les salen muy ricas las patatas estilo hash brown —dijo.

—¡Bien! Lo tendré en cuenta —dijo Hennessey. Parecía sinceramente contento, como si fuese la mejor noticia que hubiese oído en todo el día—. Cualquiera puede preparar una hamburguesa, pero las hash brown son una obra de arte —dijo.

—En la cárcel he freído bastantes patatas —dijo Clyde— y nunca me ha parecido difícil alcanzar el equilibrio.

—Soy un irlandés pobre. Un chico del sur de Boston… Se me nota el acento cuando me emociono o me emborracho —dijo Hennessey—. Sabemos de patatas. Pero la mayoría de nosotros seríamos completamente incapaces de preparar una fuente decente de patatas estilo hash brown ni aunque en ello nos fuera la vida. Podemos hervir cosas como el mejor, pero lo de freír es demasiado exótico.

La camarera se les acercó con una jarra de café. Hennessey le dio las gracias efusivamente y él mismo llenó su taza y la de Clyde. Los dos hombres agarraron las tazas como si fuesen salvavidas en medio del ventoso Atlántico Norte.

—No sabía que tus obligaciones incluyeran la cocina —dijo Hennessey.

—Es una larga historia —dijo Clyde.

—En todo caso, dejarás el negocio de ayudante… ¿cuándo?

—A las cuatro de la tarde del día de Navidad.

—Mierda. ¿El cabrón te ha endilgado el turno de Navidad?

—Me ofrecí voluntario —dijo Clyde—, porque mi esposa no va a estar en casa tampoco.

—De forma que otros puedan pasarla con su familia. Qué tío —dijo Hennessey—. ¿Qué pasará después de Navidad?

—Intentaremos vivir de la paga de combate de Desiree. Tengo algunas propiedades. Encontraremos la forma —dijo Clyde.

—¿Sabes?, me impresiona profundamente que no pudiese engañarte con el señuelo de un trabajo en el FBI —dijo Hennessey—. Conseguí engañarte durante un par de semanas, ¿no? Pero a la larga no… lo que resulta todavía más impresionante.

—Supongo que me lo creí durante un tiempo —dijo Clyde, sorprendido por la franqueza de Hennessey. El hombre se expresaba de una forma completamente diferente a cualquier persona que Clyde hubiese conocido. Por allí la gente hablaba como el Nishnabotna en febrero, cuando todo estaba helado y sólo algunos gruñidos y estallidos ocasionales indicaban el movimiento del agua por debajo del hielo. Hennessey hablaba como un torrente libre. Como un hombre para el que las palabras eran un instrumento de trabajo, un instrumento que había perfeccionado durante años.

—Creía que te tenía como a un pez en el anzuelo —dijo Hennessey—, y voy y recibo esto. —Metió la mano en el bolsillo superior de la chaqueta y sacó una hoja de papel rayado cubierto con la pulcra escritura de Clyde. Del otro bolsillo se sacó unas gafas y se las puso—. Retiro mi solicitud para ingresar en el FBI —leyó—, porque considero que en este momento no me serviría para alcanzar mis metas personales. —Miró por encima de las gafas a Clyde, directamente a los ojos. Hennessey los tenía verde esmeralda, en un rostro por lo demás pálido y marchito. Clyde se dio cuenta de que podían ser unos ojos muy fríos y penetrantes—. Vaya frase más interesante «alcanzar mis metas personales». ¿Qué significa, Clyde? Aparte de algo tan evidente como criar a tu hija.

El corazón de Clyde pasó a una marcha superior. No dijo nada.

—¿Tiene alguna relación con Fazoul y los iraquíes? Tengo que saberlo.

Clyde empezaba a sentir la tensión en el pecho. Respiró hondo un par de veces, intentando tranquilizarse.

—Clyde, me das miedo —dijo Hennessey—. Controla las emociones un segundo. Quiero saber cuáles son tus intenciones con respecto a esos malditos turbantes y su fábrica de botulínica.

Clyde miró por la ventana. Le rechinaban los dientes.

—Ayer —dijo Hennessey—, te pasaste hora y media al teléfono hablando con un abogado militar de Fort Riley, preparando tu última voluntad y testamento. ¿Cierto? No tienes que hablar. Limítate a asentir.

Clyde asintió.

—Clyde, yo me fumo tres cajetillas al día, tengo cuatro hijos y tres ex esposas, y no hice testamento hasta hace un par de años. ¿Qué pasa?

—Y una mierda —dijo Clyde—. No me lo creo.

—¿Disculpa?

—Es de la CIA —dijo Clyde—. No creo que le dejen abandonar el país sin haber hecho testamento.

Hennessey alzó las cejas y silbó.

—Vale. Deja que lo diga de otra forma. Conozco a varios fumadores empedernidos con hijos y ex esposas, que no trabajan para la CIA, y que no pensaron en el testamento hasta tener el doble de tu edad y estando mucho más cerca del final de sus esperanzas de vida.

—¿Qué hace la CIA dentro de las fronteras de Estados Unidos? —dijo Clyde—. Es inconstitucional.

—Oh, buen cambio de tema, Clyde. Pero no creas que no volveré a sacarlo. Por cierto, no es inconstitucional. Simplemente es ilegal de cojones —dijo Hennessey.

—Bien, ¿qué hace ilegalmente?

—¿Prometes no contarlo?

—Sí.

—¿Por tu madre y toda esa mierda?

—O lo prometo o no lo prometo.

—Vale. Clyde, no debería contarte nada de esto, pero sé que mis secretos están a salvo contigo. Ninguna de las personas que quieren saber lo que te voy a decir te tomará en serio…, que es un problema suyo, no tuyo. Pero eso no importa. No lo contarás jamás porque has prometido no contarlo. Nunca revelarás lo que voy a contarte ahora en este Happy Chef, de la misma forma que jamás me describirás la cara de Mohammed Ayubanov. De la misma forma que Fazoul te confió el rostro de Mo, como llamamos afectuosamente al señor Ayubanov en ciertos lugares del norte de Virginia, yo voy a confiarte la Historia de Ed.

La camarera volvió. Hennessey pidió el número cinco, con extra de patatas hash brown, y Clyde pidió lo mismo; supuso que pagaría Hennessey, así que el suplemento de patatas no sería una extravagancia.

—Vale, Sherlock. Como has deducido correctamente, realmente trabajo, y siempre he trabajado, para la CIA, que resulta ser una organización peligrosamente trastornada y plagada de topos. Reclutamos a jóvenes maravillosos de lugares como Wapsipinicon y los enviamos a lugares exóticos de donde nunca vuelven. Alguien los está vendiendo… quizá varios individuos los estén vendiendo. A esas personas las llamamos topos. Bien, si dirigieses semejante organización, ¿cómo darías con los topos, Clyde?

—Supongo que contrataría a gente mejor.

Hennessey echó la cabeza atrás y se echó a reír encantado. Cuando se calmó, dijo:

—Pero se trata del maldito Gobierno federal, Clyde. Esa no es una opción. Aceptamos lo que nos mandan. Bien, en serio, si supieses que los topos existen y estuvieses completamente seguro de que estaban aquí mismo, en TCEEUU, ¿qué harías?

En los últimos meses Clyde había visto suficientes papeles militares para saber que TCEEUU significaba «territorio continental de Estados Unidos».

—Bien —dijo—, es ilegal que usted actúe aquí mismo.

—Exacto.

—¿El FBI no se encarga del contraespionaje?

—Sí. O al menos, eso dicen.

—¿No incluye eso cazar a los topos?

—Por ahora, es todo correcto al ciento por ciento, Clyde. La cuestión es que en este momento hay un pequeño fallo. Verás, pillar agentes extranjeros es una cosa. Habitualmente trabajan en embajadas extranjeras o en lugares como la Universidad de Iowa Oriental. Están en suelo extranjero. Son más vulnerables. Son blancos más fáciles para los encargados de contraespionaje del FBI. Pero un topo es diferente. Un topo es estadounidense, por lo que opera desde su propio territorio, lo que para él simplifica considerablemente las cosas. Y en lugar de tener que infiltrarse en una organización desde el exterior, ya forma parte de la más importante de todas…, la CIA. ¿Tienes alguna idea de lo difícil que resulta para el FBI ocuparse de semejante problema?

—Supongo que resulta muy difícil.

—Es una maldita pesadilla. No puedes avanzar mucho sin grandes dosis de cooperación de la propia CIA. Y cuando vamos por ese camino, nos topamos de inmediato con el problema de la ilegalidad. Los límites son terriblemente ambiguos. Si nos sentamos en una sala de reuniones con los chicos del FBI y les hablamos de alguien que creemos que podría ser sospechoso, ¿estamos violando la ley que nos impide actuar en Estados Unidos? ¿Quién coño lo sabe? Tal como están ahora mismo las cosas en Washington, casi cualquier cosa que hagamos podría ser revelada y analizada en una vista del Congreso.

»Además, Clyde, si lo piensas, nos encontramos con algo parecido a la Trampa 22. Si en la CIA hay infiltrados, entonces cualquier esfuerzo por parte de la CI A por encontrar a esos topos, o para ayudar al FBI a encontrarlos, también tiene filtraciones. Le dan a uno ganas de arrancarse el pelo a puñados —dijo, pasándose una mano por el cuero cabelludo, cubierto por una fina capa de pelo color acero—. Así que hace unos años, a este hijo de puta cansado y agotado por la guerra se le ocurrió una idea. Iba a resolver el problema del topo de una vez para siempre. Oficialmente dimitió de la CIA. Pasó un año sin hacer nada… Supuestamente daba clases a tiempo parcial en el Boston College, pero no era más que una excusa estúpida. Luego regresó a Washington e inició una carrera nueva… trabajando para el FBI en la oficina de contraespionaje. Y de la Agencia se trajo a algunas personas escogidas personalmente… Algunas de esas personas mejores que deberíamos haber contratado desde el principio, como has dicho. Y se dedicó a intentar acabar con los topos de la CIA. A todos los efectos, era un hombre de la CIA, pero navegaba con la bandera de conveniencia del FBI, lo que le servía para dos cosas: primero, hacía que todo fuese legal, y segundo, creaba un cortafuegos entre él y la Agencia plagada de topos, de forma que sus esfuerzos no se viesen comprometidos antes de dar fruto.

—Bien, ¿hasta ahora cómo va el plan, señor Hennessey?

Hennessey hizo una mueca y se encogió de hombros.

—Fue bien durante un tiempo —dijo—. Avanzamos un poco. Pero la semana pasada la cosa se desmadró definitivamente. En Washington hay personas a las que no les caigo demasiado bien y que de pronto están conmocionadas, realmente conmocionadas, de enterarse de que estoy llevando a cabo todas esas operaciones de la CIA dentro de Estados Unidos. Han logrado que un inspector general me investigue, lo que en Washington es un asunto muy serio, aterrador.

—¿Va a ir a la cárcel?

—Oh, demonios, no. Soy demasiado cuidadoso. Dentro de un mes estaré en una bonita oficina de Langley. Pero me impide casi por completo trabajar a mi modo.

—¿Qué ha estado haciendo en Forks? Lo de los iraquíes no tiene nada que ver con los topos, ¿no?

—No, nada que ver. Hemos estado vigilando a tu amigo Fazoul.

—¿Por qué?

—En Langley encontramos a una persona de la CIA que estaba haciendo lo que no debía. Tenía mucho dinero en la cuenta corriente, no pasaba demasiado bien las pruebas del polígrafo, etcétera. Le vigilábamos. Descubrimos que le controlaba un agente extranjero desde todos los lugares posibles, Wapsipinicon, Iowa… evidentemente un estudiante graduado de vuestra querida universidad. Esa persona resultó muy difícil de identificar… era muy buena. Situamos a Marcus aquí con la tarea de encontrar al estudiante graduado que controlaba al topo. Y aunque no dimos con la prueba definitiva, acumulamos bastantes pruebas circunstanciales de que el culpable no era otro que tu amigo Fazoul. Lo que fue toda una sorpresa, porque Fazoul es un turco vakhan… un hombre sin país. Habitualmente, un grupo étnico sin territorio no está tan bien organizado como para infiltrar topos en la CIA, así que me interesé por Fazoul y su jefe, Mohammed Ayubanov. Los turcos vakhanes se han convertido en una especie de afición.

»Luego pasó esa mierda de la mutilación del caballo. En ese momento me encontré en medio de una lucha territorial. Marcus es de los míos, no lo olvides, y está en Nishnabotna por una razón y sólo por una razón: vigilar a Fazoul y a sus alegres compañeros y esperar a que se pongan en contacto con el topo de Langley. Pero de pronto el FBI dice: «Eh, tenemos un agente ahí, que se ponga a trabajar en lo del caballo.» Por tanto, Marcus, que como ya te has dado cuenta no es policía ni jamás lo será, de pronto tiene que fingir ser policía para mantener la maldita tapadera de por qué está aquí y, en lugar de perseguir a Fazoul, dar vueltas tras un montón de putos caballos. —Hennessey puso cara de exasperación—. Dios. Nunca trabajes para el Gobierno, Clyde.

—No parece probable que vaya a hacerlo.

—Eso está bien. La gente se mete en la Administración llena de ideas románticas… igual que tú, hace unas semanas, cuando cumplimentaste la solicitud. Luego se topan con la realidad y se vuelven cínicos y pasotas. Muchos lo dejan entonces, que es lo racional. Algunos seguimos. ¿Por qué iba a quedarse alguien después de haberse vuelto cínico y pasota?

—No sabría decirlo. ¿Para pagar la hipoteca?

—Esa es una razón —dijo Hennessey—. Pero el verdadero motivo son los defectos de personalidad.

Hennessey dejó esa frase en el aire mientras la camarera volvía con los dos platos. Fingió sorpresa cuando vio la jarra de café casi vacía, les rellenó las tazas y reemplazó la jarra por otra.

Los dos hombres se lanzaron primero por las hash brown: discos marrón dorado, tan crujientes por fuera como el hielo de un charco, con el centro blando y ardiente pero masticable. Se miraron a los ojos. Hennessey suspiró y puso cara de estar a punto de llorar.

—Oh, sí —dijo mientras comía—. Oh, sí.

—¿Cuál es el suyo? —dijo Clyde cuando llevaban comiendo uno o dos minutos.

—¿Disculpa?

—¿Cuál es su defecto de personalidad?

—¡Exacto! —dijo Hennessey, señalando a Clyde con el tenedor. Lo dijo tan alto que algunas cabezas se volvieron. Luego bajó la voz—: Justo así hay que pensar en Washington. Si tratas con alguien que lleva allí más de cinco años, debes preguntarte: «Vale, ¿cuál es el defecto de personalidad de este tipo?» Con el paso del tiempo desarrollas una taxonomía. Tienes a la gente que busca el poder. A los que se engañan. De vez en cuando al fanático, aunque el sistema tiende a eliminarlos. —Hennessey hizo una pausa lo suficientemente larga para engullir otro bocado—. ¿En mi caso? Me gusta ganar.

—¿Ese es su defecto?

—Lo es cuando te gusta tanto como a mí. Es enfermizo el placer de ganar.

—No sabría decirle —dijo Clyde.

Hennessey rió sin ganas.

—Tu problema con esto de Irak es que te has mezclado, sin saberlo, con gente que hace mucho tiempo que decidió que no resulta sofisticado ser sincero, que la sinceridad es para los tontos, que a la gente sincera la pusieron sobre la Tierra para ser manipulada y explotada por individuos como ellos… en aras del bien mayor, claro está. Ahora mismo, ése es el defecto de personalidad más común en Washington… Maquinaciones maquiavélicas de personas sin talento ni gracia. Y aquí estás tú, el viejo y bueno de Clyde Banks, intentando desesperadamente lidiar con este problema más que real sobre el terreno, y es como si estuvieses atrapado en una pesadilla en la que esos malditos maquiavélicos de cuarta categoría escuchan lo que dices pero en realidad no te comprenden.

—Básicamente así es como me siento —dijo Clyde, frunciendo el ceño en dirección a la carne y asintiendo.

—Tú y yo sabemos lo que pasa en Forks y nos gustaría hacer algo al respecto —dijo Flennessey—, pero entre tú y yo hay diez mil de esas personas que están demasiado ocupadas mirándonos desde las alturas como para comprender el problema y actuar. Debes saber que actuar está mal visto, Clyde. Vivimos en la posmodernidad. Cuando los acontecimientos acaban desencadenándose, se supone que debemos mandar el valor al quinto pino e iniciar otro análisis del decimoprimer borrador del documento de trabajo. La verdad es que ir al mundo físico y hacer cosas queda simplemente más allá de la comprensión de esa gente. Nunca harán nada sobre los iraquíes de Forks. Nunca.

—Lo que confirma lo que pensaba —dijo Clyde.

—Lo que nos lleva de nuevo, si no estoy confundido, a tu súbito deseo de hacer testamento.

Clyde asintió y comió durante un rato. Hennessey hizo lo mismo. Los dos acumulaban fuerzas para la siguiente ronda.

—Claro —dijo Clyde—. El ejército te pide que hagas testamento cuando vas a ultramar en misión de combate.

—Claro —dijo Hennessey.

—Pero tiene razón en lo que está pensando —dijo Clyde. Tragó con esfuerzo y se volvió para mirar por la ventana. De pronto su tórax fue como un viejo motor de camión que intentase arrancar y lágrimas cálidas le saltaron de los ojos y le corrieron por las mejillas. Desplazó el cuerpo hacia la ventana, apoyó la cabeza en la mano y dejó que las lágrimas fluyesen durante un minuto, sabiendo que nadie excepto Hennessey podía verle.

Hennessey bebió café y también miró por la ventana.

—El sheriff Mullowney no ayudará. El FBI no ayudará. La CIA no puede ayudar —dijo Hennessey al cabo de un rato—. El viejo Clyde está solo, y esta vez no va a perder, ¿verdad?

Clyde agitó la cabeza e intentó decir «no» pero le falló la voz.

—Ése es el espíritu —dijo Hennessey—. Tiene que gustarte ganar. ¿Salimos ahí fuera y ganamos, Clyde?

—¿Nosotros?

—No voy a quedarme aquí sentado y engañarte. Pronto me subiré a un avión y volveré a Washington, y probablemente no saldré de allí hasta que esto haya terminado. No estaré contigo en el frente. No arriesgaré la vida. Ahora mismo mi saldo está bajo mínimos con la CIA y el FBI, porque recientemente no he ganado. La verdad es que me han estado pateando el culo, lo que me cabrea de verdad… Pero eso no tiene nada que ver. Lo que quiero decir es que no te puedo enviar un avión cargado de agentes federales bien armados. Ni nada similar. Pero puedo ser útil de algunas otras formas más modestas.