CAPÍTULO 35

—¿Doctor Folkes? Clyde Banks. Lamento molestarle en una tarde como ésta, pero como ya sabrá, me presento a sheriff del condado de Forks y me he comprometido a llamar personalmente a todas las puertas y, bien, le ha tocado el turno.

El doctor Arthur Folkes había salido al porche y miraba a su visitante a través de unas grandes gafas con los cristales tan gruesos como los de Clyde. Entre los dos debían de estar separados por unos buenos dos o tres centímetros de cristal graduado. Se rumoreaba que tenía más de ochenta años. Desde luego tenía ese aspecto de hombros para arriba: el cráneo manchado completamente calvo y la piel del cuello y los carrillos arrugada y flácida. Pero se movía como un maestro de esgrima de sesenta. Durante décadas se había convertido en un espectáculo yendo todos los días a la universidad en su bicicleta Raleigh, nevase o hiciese sol. Cada pocos años, para romper la monotonía, un estudiante insensato o un autobús escolar que derrapaba lo sacaba de la carretera y se pasaba unas semanas escayolado.

—Da igual. De todas formas, no me dejan en paz —dijo—. La puerta está abierta.

Clyde abrió la puerta mosquitera, se limpió los pies con mucho cuidado en el felpudo y entró. El doctor Folkes ya había entrado, así que Clyde atravesó el porche, se aseguró de volver a limpiarse los pies en el segundo felpudo y entró. Notó el característico olor humano húmedo que había acabado asociando con las casas de los ancianos. También otro olor, a hospital, aunque Clyde tardó un rato en reconocerlo conscientemente.

Había perdido el rastro del doctor Folkes y se quedó sin saber qué hacer en el vestíbulo, hasta que oyó al profesor hablándole desde la cocina.

—No se preocupe, no le atraparé durante horas. ¿Muchos viejos lo hacen?

—Algunas personas están encantadas de recibir visita —admitió Clyde.

—Tengo comida al fuego y quiero vigilarla —dijo Folkes.

Clyde encontró el camino a la cocina y descubrió que Folkes freía unas salchichas italianas.

—Le ofrecería un plato, pero sé que probablemente quiera intercambiar algunas cortesías y seguir con lo suyo.

Clyde no respondió al comentario, porque intentaba decidir si su anfitrión pretendía ser cortés o estaba siendo grosero.

—Usted no es un político, ¿verdad? —dijo Folkes, mirándole a través de una columna de vapor que olía a hinojo.

El teléfono se puso a sonar. El doctor Folkes pasó de él. Clyde se preguntó si sería duro de oído; pero había respondido al timbre de la puerta.

—No, señor, creo que no lo soy.

—Yo soy una especie de demócrata furibundo. Supongo que como la mayoría de los académicos.

—Es una decisión que respeto, señor. Pero es posible que descubra que las tradicionales diferencias políticas que separan los dos partidos no son excesivamente relevantes para el puesto de sheriff.

—Ah. Una respuesta bien pensada.

El teléfono dejó de sonar después de la novena o décima vez para inmediatamente empezar de nuevo.

—Detesto que la gente llame a la hora de cenar —dijo el doctor Folkes.

—Tengo estadísticas sobre conductores borrachos… comparativas, de los noventa y nueve condados de Iowa. —Clyde dejó una hoja de papel sobre la impecable superficie color aguacate de la encimera del doctor Folkes.

—Demonios —dijo el doctor Folkes, mirándola desde el otro lado—. Está escrita a mano. ¿No tiene ordenador, máquina de escribir o algo así?

—Me parece que las cifras hablan por sí solas.

—¿Qué dicen?

—Que tenemos la tasa más baja de arrestos por conducir borracho y la tasa más alta de accidentes relacionados con el alcohol de todo el estado.

—Ah. Y cree que como soy ciclista, es una información que me interesa especialmente.

Clyde no dijo nada.

—Bien, repasaré las estadísticas y probablemente vote por usted. ¿Satisfecho?

—No, señor.

El doctor Folkes transfería las salchichas a un viejo plato de plástico decorado con grandes margaritas. Se detuvo y miró a Clyde.

—¿Y eso por qué? He dicho que votaré por usted. ¿Qué quiere que haga? ¿Quiere que salga a repartir panfletos? Ya he pasado tiempo suficiente sacando sus pegatinas de mi bicicleta.

—Cuando llamé a su puerta, me dijo que a esta hora nunca lo dejan tranquilo. Lo que me hace preguntarme si no tendrá algún problema que pueda interesar al Departamento del Sheriff. Por lo que, aunque pueda tener su voto, sinceramente, no puedo estar satisfecho hasta…

—Oh, mierda, no es nada de eso —dijo el doctor Folkes. Riendo, dio la espalda a Clyde y llevó el plato hasta el comedor. Clyde le siguió hasta allí—. Son las malditas llamadas, señor Banks.

—¿Bromas telefónicas?

—Ya me gustaría. No, cosas de trabajo. Y en eso no puede ayudarme. Pero gracias por ofrecerse.

—¿En qué trabaja en la universidad? —dijo Clyde, intentando usar tono normal de conversación.

—Soy microbiólogo —dijo el doctor Folkes con la boca llena de salchicha—. Estudio cosas asquerosas.

—¿Asquerosas?

—La mayoría de las veces, cuando la gente me pregunta a qué me dedico, en realidad no lo quieren saber. Simplemente están siendo corteses. Si les cuento realmente lo que hago, se sienten incómodos. Como sospecho que realmente lo que quiere es terminar esta conversación y marcharse a la siguiente casa, le ofrezco una salida fácil. —Miró a Clyde expectante.

—El trabajo de policía es parecido —dijo Clyde después de pensarlo—. Muchos accidentes de carretera por exceso de velocidad, granjeros atrapados en trilladoras y cosas así.

El doctor Folkes asintió entusiasmado. Aparentemente consideraba el símil muy acertado.

—Por lo que no diría que me asquee con facilidad —añadió Clyde.

—Bien, en ese caso, lo que hago es estudiar un género en particular de bacterias llamado Clostridium, del que la más conocida es la C. botulinum… la responsable de la toxina botulínica.

—¿La gente le trae sopa estropeada?

—Continuamente. En la mayoría de los casos no está estropeada en absoluto… está simplemente pasada. Y la estropeada no siempre contiene C. botulinum. Pero sí, de esa forma he logrado algunas variantes interesantes.

—¿Qué hace con ellas?

—En general las congelo. Pero cultivo algunas.

—¿Disculpe?

—Las cultivo —dijo el doctor Folkes algo irritado—. Venga. —Se quitó la servilleta y la tiró sobre la mesa, se puso en pie de un salto y cruzó la cocina hasta una puerta que daba a una escalera estrecha y empinada que llevaba hasta un sótano oscuro. El doctor Folkes caminó en la oscuridad agitando las manos sobre la cabeza hasta dar con un trozo de cuerda que pasaba por una línea de hembrillas. Una luz azulada parpadeó desde abajo y luego se encendió del todo cuando varios tubos fluorescentes largos cobraron vida. Clyde le siguió bajando los escalones casi verticales, agachándose para no golpearse contra el techo. El olor a hospital se intensificó.

El sótano ocupaba como la mitad de la casa. Una pared estaba combada hacia dentro por la presión del terreno y apuntalada con algunos maderos muy pesados fijados al suelo del sótano. Había un váter antiguo adosado a otra pared, con un depósito manchado de óxido encima y una cadena llena de telarañas. En una esquina, junto a una pila de lavar ropa vieja y manchada, había un pesado banco de trabajo fabricado con aglomerado y sostenido por patas de quince por quince centímetros. El banco de trabajo soportaba una plétora de material de laboratorio, parte de él boca abajo sobre un soporte con clavijas, secándose, el resto lleno de líquido transparente o marrón lodo. Debajo del banco había contenedores enormes, en el suelo, llenos de lo que Clyde supuso que serían materias primas en grandes cantidades.

El objeto más grande era un garrafón de vidrio de veinticinco litros situado en el centro del banco de trabajo, lleno casi hasta arriba de líquido marrón cubierto de espuma amarilla. El doctor Folkes estaba mirándolo con atención. Esperó a que Clyde llegase y le permitió echar un vistazo.

—Mire, ahí mismo hay suficiente toxina botulínica para matar a todos los habitantes del estado de Iowa.

Clyde dio un paso atrás.

—¿Está de broma?

—Cuando estoy de broma, señor Banks, intento decir cosas realmente divertidas.

—Bien, ¿no es peligroso tenerlo aquí?

—Deje que lo exprese de esta forma —dijo el doctor Folkes en un tono de voz cansado, como si estuviese repitiendo la explicación por milésima vez. Se acercó a un tablero del que colgaban muchas herramientas, cuidadosamente ordenadas, y escogió un martillo—. Este martillo podría matar a todos los habitantes de Iowa… si me acercara a cada uno y le diera en la cabeza. ¿Cierto?

—Teóricamente.

—Pero nadie cree que sea poco seguro que yo tenga un martillo en el sótano. Bien, ¿quiere que siga con la analogía o nos entendemos?

—Le sigo —dijo Clyde—. Pero ¿por qué lo hace aquí? ¿No tiene un laboratorio en la universidad?

—Sí. Pero aquí no trabajo para la universidad. Esto es personal. ¿Sabe que el profesor Larsen tiene un montón de empresas en el parque tecnológico?

—He oído que tiene varias empresas, sí.

—Bien, ésta es la mía, y da un margen de beneficios mejor que cualquier cosa que haga ese hijo de puta. No tiene coste alguno… aparte de la puerta y las patas compradas en Hardware Hank.

—¿Gana dinero con esto?

—Sí. No gano una fortuna, claro, pero sí lo suficiente para pagarme unas buenas vacaciones.

—¿Cómo?

—¿Pregunta cuál es el mercado para la toxina botulínica?

—Exacto.

—Se emplea en tratamientos médicos. La toxina actúa paralizando los músculos. Por tanto, por ejemplo, si tienes estrabismo porque tus músculos oculares funcionan mal, el doctor inyecta una pequeña cantidad de esa toxina en los músculos demasiado fuertes, paralizándolos. Clyde lo pensó.

—Si aquí hay suficiente para matar a tres millones de personas, ¿no es excesivo para tratar a unos cuantos estrábicos?

—Muy bien —dijo el doctor Folkes—. Es más que excesivo. Gran parte de este material es para los militares.

—¿Para armas?

El doctor Folkes pareció decepcionado con Clyde.

—¡No! No sería suficiente para producir armas. Para eso construiría una línea de producción recubierta de oro en algún lugar remoto. Esto lo emplean para preparar el antídoto.

—¿Cómo lo hacen?

—Inyectan toxina botulínica a caballos. Al principio en cantidades pequeñas. A medida que el caballo desarrolla inmunidad, inyectan dosis progresivamente mayores, hasta que la cantidad de toxina que recorre el flujo sanguíneo del caballo es miles de veces superior a la necesaria para matar a una persona. Luego sacan sangre al caballo, aíslan la proteína inmune y la inyectan a los soldados.

—¿Funciona?

—Quién sabe. Nadie ha usado jamás toxina botulínica en un campo de batalla real. Pero Saddam trabaja en ello. —El teléfono volvía a sonar—. Y por eso no me dejan en paz. Militares. —Mientras lo decía agitó la cabeza e hizo un gesto de exasperación, como si las palabras no bastasen para expresar la complejidad de su relación con los militares—. Deben de tener apuntado mi número de teléfono en todos los urinarios del Pentágono. Así que, muy amable por preguntar, señor Banks, pero me temo que no me puede ayudar con este incordio.

El doctor Folkes se volvió y fue subiendo los escalones.

—Apague las luces cuando termine. Pero no toque nada si quiere salir vivo de este sótano.

Clyde subió unos minutos después y se encontró al doctor Folkes terminándose la cena.

—He visto que tiene levadura de cerveza sobre el banco de trabajo —dijo.

—Comida para bacterias —dijo el doctor Folkes—. La C. botulinum necesita eso además de otras cosas.

—¿Cuáles?

—¿Por qué? ¿Planea cultivarla?

—Simple curiosidad.

—Azúcar y sopa de pollo.

Clyde meditó largamente lo de la sopa de pollo.

—¿Valdría igual la de vacuno o de cerdo?

El doctor Folkes hizo una mueca.

—No lo interprete literalmente. En realidad no es sopa de pollo. Es una solución de proteínas. Recuerde que en estado natural ya crece en todo tipo de sopas mal envasadas. Y no voy a contarle nada más, porque ya sabe lo suficiente para cultivarlas por sí mismo, en su propio sótano, y competir conmigo.

—Doctor Folkes, comprendo que ese comentario ha sido burlón. Pero ¿de verdad son tan fáciles de cultivar?

—Ya ha visto mis instalaciones. ¿Le parecen de un millón de dólares?

—Bien, doctor Folkes, la verdad es que ha sido muy interesante conocerle mejor y hablar sobre tu trabajo.

—Bien, yo espero que pille a algunos conductores borrachos.

—Lo haré, señor, y le agradezco el voto. No hace falta que me acompañe a la puerta.