85

Tomé a Daniel de la mano y, asombrada de mi intrepidez, lo llevé a su dormitorio.

Me debatía entre una intensa lujuria y una intensa turbación. Porque todavía temía que aquello acabara mal.

Estaba muy bien que Daniel me hubiera dicho que me quería, pero la prueba definitiva era la de la cama.

¿Y si no le gustaba en la cama?

Además, hacía más de diez años que éramos amigos. Cabía la posibilidad de que nos muriéramos de vergüenza. ¿Cómo íbamos a ponernos sensibleros y románticos sin que se nos escapara la risa?

¿Y si me encontraba repugnante? Él estaba acostumbrado a chicas con tetas enormes. ¿Qué diría cuando viera las mías, que parecían de adolescente?

Estaba tan nerviosa que estuve a punto de echarme atrás.

Pero me dominé.

Tenía una oportunidad para acostarme con Daniel, y no estaba dispuesta a desaprovecharla. Lo quería, pero además lo deseaba.

Sin embargo, después de arrastrarlo hasta su dormitorio, se me agotó la desvergüenza. Una vez allí, no supe qué hacer. ¿Me envolvía seductoramente con su edredón de Habitat? ¿Lo tumbaba en la cama y me lanzaba sobre él? No, no podía. Era demasiado bochornoso.

Me senté en el borde de la cama. Daniel se sentó a mi lado.

Madre mía. Aquello resultaba más sencillo cuando estaba borracha.

- ¿Qué te pasa? -susurró él.

- ¿Y si no te gusto?

- ¿Y si yo no te gusto?

- Pero si eres guapísimo -dije con una risita nerviosa.

- Tú también.

- Estoy muy nerviosa -confesé.

- Yo también.

- No te creo.

- Puedes creerme, Lucy. Mira, pon una mano sobre mi corazón.

Me temí lo peor. No era la primera vez que me tendían aquella trampa: yo entregaba mi mano, pero en lugar del latido de un corazón, lo que encontraba era un miembro viril erecto que me invitaban a frotar arriba y abajo.

Pero Daniel colocó mi mano sobre su pecho. Y comprobé que allí dentro había una gran conmoción.

- Te quiero, Lucy -dijo.

- Yo también te quiero -dije tímidamente.

- Dame un beso.

- Vale. -Volví la cara hacia la de él, pero cerré los ojos. Daniel me besó los párpados, las cejas y la frente, y siguió por la línea el nacimiento del pelo hasta mi nuca. Me daba unos besos suaves y seductores, insoportablemente agradables. Luego me besó la comisura de los labios y tiró suavemente de mi labio superior con los dientes.

- Déjate de artimañas de seductor y bésame como Dios manda -protesté.

- Si mi forma de besar no es del agrado de madame… -dijo Daniel riendo.

Entonces esbozó aquella encantadora sonrisa suya. Y lo besé; no pude contenerme.

- ¿No decías que estabas nerviosa?

- Cállate. -Me llevé un dedo a los labios-. Por un momento se me había olvidado.

- ¿Qué te parece si me tumbo en la cana y tú te tumbas a mi lado? -me preguntó al tiempo que me empujaba suavemente-. ¿También dirás que es una artimaña de seductor?

- No. Eso ha estado muy bien. Muy torpe -dije mirándole el pecho.

- ¿No me besarías otra vez, Lucy? -susurró.

- De acuerdo. Pero nada de trucos, como quitarme el sujetador sin que me dé cuenta.

- No te preocupes. Te prometo que me pelearé un buen rato con el cierre.

- Y te prohíbo que me digas «¿Qué es esto, Lucy?» y que saques mis bragas de detrás de mi oreja. ¿Me oyes? -refunfuñé.

- Pero si es mi número favorito -se lamentó-. Es lo más espectacular que sé hacer en la cama.

Volví a besarlo y me relajé un poco. Era maravilloso estar tan cerca de él, inhalando su olor, tocando su hermoso rostro. Ostras, qué sexy era.

- ¿De verdad me quieres? -volví a preguntarle.

- Te quiero muchísimo, Lucy.

- Pero ¿de verdad?

- De verdad, de verdad -dijo mirándome a los ojos-. Más de lo que jamás he querido a nadie. Más de lo que puedas imaginar.

Me tranquilicé un poco. Pero sólo un momento.

- ¿De verdad? -insistí.

- De verdad.

- ¿Seguro?

- Seguro.

- Vale.

Otra breve pausa.

- No te importa que te lo pregunte, ¿verdad?

- En absoluto.

- Es que quiero estar segura.

- Lo comprendo. ¿Me crees o no?

- Sí, te creo.

Nos quedamos tumbados, sonriéndonos.

- Lucy…

- ¿Qué?

- ¿Tú me quieres?

- Sí, Daniel.

- Pero ¿de verdad, de verdad?

- Sí, Daniel. De verdad, de verdad.

- ¿Seguro?

- Sí, seguro.

Lentamente, muy lentamente, me quitó la ropa, desabrochando con destreza todo tipo de cierres. Cada vez que soltaba un botón, se pasaba una hora besándome antes de pasar al siguiente. Me besaba por todas partes. Bueno, casi por todas partes; afortunadamente, me dejó los pies en paz. No me gustaba que los hombres me tocaran los pies, a menos que me avisaran con mucho tiempo (el suficiente para hacerme la pedicura). Me besó y me desabrochó los botones; me besó y me quitó una manga de la camisa; me besó y me quitó la otra manga; me besó y no hizo ningún comentario sobre lo grises que estaban mis bragas blancas; me besó y dijo que mis tetas no parecían huevos fritos; me besó y dijo que más bien parecían bollitos recién hechos.

- Eres preciosa, Lucy -decía una y otra vez-. Te quiero.

Hasta que me quedé desnuda.

Resultaba muy erótico que yo me hubiera quedado completamente desnuda mientras él seguía vestido.

Crucé los brazos sobre el pecho y me acurruqué.

- Sácala, Daniel -dije riendo.

- Qué romántica eres, Lucy -dijo él; me cogió un brazo, y después el otro-. No te escondas. Eres demasiado hermosa.

Me apartó suavemente las rodillas del pecho.

- Vete a paseo -dije intentando disimular la excitación-. ¿Cómo es que yo estoy en pelotas y tú todavía no te has quitado ni los zapatos?

- Si quieres puedo quitarme la ropa -dijo, insinuante.

- Vale -dije.

- Pídemelo.

- No.

- Entonces tendrás que hacerlo tú.

Le quité la ropa. Me temblaban tanto los dedos que apenas podía desabrocharle la camisa. Pero valía la pena.

Daniel tenía un pecho precioso, la piel suave, el vientre plano.

Seguí con una uña la línea de vello que arrancaba de su ombligo, hasta llegar a la cintura de los pantalones; Daniel dio un grito ahogado, y me recorrió un escalofrío.

Le miré la entrepierna de reojo, y me quedé helada al ver lo tensa que estaba la tela en esa zona.

Finalmente reuní el valor necesario para empezar a desabrocharle lentamente los pantalones. Pero no tenía mucha experiencia con trajes masculinos. Los pantalones de Daniel tenían un complejo sistema de botones, cierres y cremalleras.

Finalmente liberamos su erección.

Daniel aprobó el examen de los calzoncillos. No cómo yo. Mis bragas estaban que daban pena, porque las había lavado varias veces con la ropa de color.

Era guapísimo, y tenía algo que todavía hacía que me gustara más: no era perfecto. Aunque tenía un cuerpo bonito, no era el típico cuerpo musculoso y trabajado de boy.

El tacto de su piel contra la mía era indescriptible. Yo estaba sumamente sensible. La abracé, y sentí un cosquilleo en la cara interna de los brazos. La aspereza de sus muslos contra la suavidad de los míos resultaba arrebatadora; la dureza de su miembro contra la humedad de mi pubis, explosiva.

Ya no sentíamos vergüenza: sólo quedaba el deseo. Cuando lo miré a los ojos, ya no sentí la necesidad de reír. Habíamos traspasado la frontera; ya no éramos Daniel y Lucy, sino un hombre y una mujer.

No habíamos hablado del control de natalidad, pero cuando llegó el momento, quedó demostrado que éramos dos adultos responsables, conscientes de que vivíamos en la era del sida.

Daniel sacó un preservativo y yo le ayudé a ponérselo. Y entonces… bueno, entonces…

Sólo tardó tres segundos en correrse. Me emocionó ver su mueca de placer, un placer que yo había provocado. Lo encontré muy erótico.

- Lo siento, Lucy -dijo jadeante-. No he podido evitarlo. Eres tan hermosa y hacía tanto tiempo que te deseaba…

- Se suponía que eras buenísimo en la cama -bromeé-. No sabía que tenías problemas de eyaculación precoz.

- No los tengo -protestó-. Esto no me pasaba desde que era un adolescente. Dame cinco minutos y te lo demostraré.

Me quedé abrazada a él, y Daniel empezó a besarme de nuevo, mientras me acariciaba la espalda, los muslos y el vientre.

Y al cabo de un rato, poquísimo rato, me hizo el amor otra vez.

La segunda vez duró una eternidad. Lo hizo muy despacio, y concentrándose exclusivamente en mí y en lo que yo quería. Ningún hombre había sido tan generoso y desinteresado conmigo en la cama. Y me corrí como nunca me había corrido, estremeciéndome, temblando y muriéndome de placer.

Esta vez, Daniel mantuvo los ojos abiertos mientras eyaculaba, y me miró. Casi me desintegro de placer.

Nos abrazamos con fuerza, como si necesitáramos estar más cerca aún el uno del otro.

- Me gustaría poder abrirme la piel y meterte dentro de mí -dijo. Y yo entendí lo que quería decir.

Nos quedamos un rato callados.

- No ha estado tan mal, ¿no? -dijo él-. ¿De qué tenías miedo?

- De muchas cosas. -Reí-. De que no te gustara mi cuerpo. De que me pidieras que hiciera cosas raras.

- Tienes un cuerpo precioso. Y ¿a qué te refieres con eso de cosas raras? ¿Bolsas de plástico, naranjas, esas cosas?

- No exactamente, porque tú no eres ningún diputado tory, pero… otras cosas.

- Estoy intrigado.

- Ya sabes… -dije, un tanto turbada.

- No, no sé lo que quieres decir.

- Verás -expliqué-, hay hombres que te dicen cosas como: «¿Puedes hacer la vertical? Así, no te preocupes si te duele, dicen que te acostumbras al cabo de un rato. Y ahora, mientras tú mantienes las piernas separadas con un ángulo de 130 grados, yo te penetro por detrás. ¿Podrías desplazar todo el cuerpo con un movimiento de tenazas, unos veinte centímetros, no, así no, he dicho veinte centímetros. ¿Eres idiota o qué? ¿Quieres matarme?» Cosas así.

Daniel no paraba de reír, y a mí me encantaba oír su risa.

Y entonces volvimos a hacer el amor, esta vez más relajados, más adormilados.

- ¿Qué hora es? -le pregunté después.

- Las dos.

- ¿Mañana trabajas?

- Sí. ¿Y tú?

- También. Deberíamos dormir un poco -dije.

Pero no dormimos.

Me estaba muriendo de hambre, así que Daniel fue a la cocina y volvió con un paquete de galletas de chocolate, y nos pusimos a comer en la cama, abrazándonos, besándonos y charlando.

- Tendría que apuntarme a un gimnasio -comentó él con arrepentimiento mientras hundía un dedo en su estómago-. Si hubiera sabido que iba a pasar esto, me habría apuntado hace meses.

Eso fue lo que más me emocionó.

Cuando terminamos las galletas, Daniel me ordenó:

- Siéntate.

Lo hice, y él sacudió las migas de la cama.

- No puedo permitir que mi chica duerma sobre migas de galleta de chocolate.

Le sonreí, y entonces sonó el teléfono. Di un respingo tan fuerte que casi me caigo de la cama. Daniel contestó.

- Hola. Ah, hola, Karen. Sí, estoy en la cama.

Una pausa.

- ¿Lucy? -preguntó Daniel, como si fuera la primera vez que oía mi nombre-. ¿Lucy Sullivan?

Otra pausa.

- ¿Lucy Sullivan, tu compañera de piso? ¿Te refieres a esa Lucy Sullivan? Sí, está aquí, a mi lado.

»Sí, en la cama, conmigo -añadió-. ¿Quieres hablar con ella?

Hice todo tipo de gestos y señales de negación; crucé mis dos índices, formando una cruz, y apunté hacia el teléfono.

- Ah, sí -dijo él con tono jovial-. Tres veces. Tres veces, ¿verdad, Lucy?

- Tres veces qué -pregunté en voz baja.

- Las veces que hemos hecho el amor en estas dos horas.

- Ah, sí, tres -confirmé.

- Sí, en efecto, Karen: tres veces. Aunque es posible que volvamos a hacerlo antes de dormir. ¿Quieres saber algo más?

Oí cómo Karen le gritaba. Hasta oí el golpe cuando colgó el auricular.

- ¿Qué te ha dicho? pregunté.

- Dice que espera que nos contagiemos el sida.

- ¿Nada más?

- Bueno, sí.

- Venga, Dan. ¿Qué más te ha dicho?

- Es que no quiero disgustarte, Lucy…

- Ahora tienes que decírmelo.

- Dice que ella se acostó con Gus mientras tú salías con él. -Me miró con gesto compungido-. ¿Estás muy disgustada?

- No. En cierto modo estoy aliviada. Siempre sospeché que había otra. ¿Y tú? ¿No estás disgustado?

- ¿Por qué iba a estarlo? Yo no salía con Gus.

- No, pero salías con Karen cuando yo salía con Gus. Si ella se acostó con Gus, eso quiere decir…

- Ah, ya. Quiere decir que me puso los cuernos.

- ¿No te importa?

- Claro que no me importa. Me importa un rábano que Karen se acostara con él. A mí lo que me importaba era que tú te acostaras con él.

Nos quedamos callados. Aquella intromisión había roto el hechizo.

- Tendré que irme del piso -comenté.

- Puedes instalarte aquí.

- No digas tonterías. Sólo hace tres horas y media que estamos juntos. ¿No crees que es un poco pronto para que hablemos de irnos a vivir juntos?

- ¿Vivir juntos? ¿Quién habla de vivir juntos?

- Tú.

- Yo no he dicho nada de vivir juntos. ¿Cómo voy a darle ese disgusto a tu madre? ¡Vivir en pecado con su única hija!

- Entonces, ¿qué me estás proponiendo?

- Lucy -dijo, vacilante-. No sé… estaba pensando que…

- ¿Qué?

- ¿Qué te parece si…? Ya sabes, si…

- ¿Si qué?

- Ya sé que pensarás que es una desfachatez por mi parte, pero te quiero mucho y…

- Haz el favor de explicarte mejor.

- No hace falta que me contestes ahora mismo, ni mucho menos, pero…

- Que te conteste, ¿qué?

- Puedes tomarte todo el tiempo que quieras para pensarlo.

- Que me piense qué -grité.

- Lo siento, Lucy, no quiero que pienses que…

- Daniel, ¿qué intentas decirme?

Hizo una pausa, respiró hondo y dijo:

- Lucy Carmel Sullivan, ¿quieres casarte conmigo?