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Yo compartía un piso con otras dos chicas, Karen y Charlotte. Karen tenía veintiocho años, yo veintiséis y Charlotte veintitrés. Nos dábamos muy mal ejemplo unas a otras: bebíamos mucho vino y limpiábamos el cuarto de baño de uvas a peras.

Cuando entré en casa, Karen y Charlotte estaban durmiendo. Los lunes solíamos acostarnos temprano para recuperarnos de los excesos del fin de semana.

En la mesa de la cocina había una nota de Karen: me había llamado Daniel. Daniel era un amigo mío, y aunque era el elemento masculino más constante de mi vida, no se me habría ocurrido enamorarme de él ni que el futuro de la raza humana hubiera dependido de ello. Eso os dará una idea de lo liberada que estaba yo del elemento masculino.

El elemento masculino no era lo que más abundaba en mi vida, vaya.

Daniel era maravilloso, francamente. Mis novios llegaban y se iban (sobre todo se iban), pero yo siempre podía confiar en que Daniel seguiría siendo mi amigo, y fastidiándome con comentarios sexistas, como cuando me decía que prefería la falda más corta y más ajustada.

Y no era nada feo, o eso tenía yo entendido. Todas mis amigas lo encontraban guapísimo. Hasta Dennis, mi amigo gay, decía que Daniel era el único hombre al que no echaría de la cama por comer patatas fritas. Y cuando Daniel telefoneaba y contestaba Karen, ella se ponía a hacer muecas como si estuviera teniendo un orgasmo. A veces Daniel venía a nuestro piso, y cuando se marchaba, Karen y Charlotte se tumbaban en la parte del sofá donde él se había sentado y se revolcaban y hacían ruidos, como si estuvieran en éxtasis.

Yo no entendía a qué venía tanto jaleo. Daniel era amigo de mi hermano Chris, y yo lo conocía de toda la vida. Lo conocía demasiado bien como para que me gustara. O como para que a él le gustara yo, claro.

Puede que en alguna remota ocasión, hace varios años luz, Daniel y yo nos sonriéramos tímidamente mientras sonaba una canción de Duran Duran y contempláramos la posibilidad de pegarnos el lote. Pero puede que no. La verdad es que yo no recordaba haber tenido por él ese tipo de sentimiento; suponía que lo había tenido porque, en la adolescencia, que había sido una auténtica batalla campal de emociones, a mí me gustaba todo el mundo.

Y era una gran suerte que Daniel y yo no nos gustáramos, porque si nos hubiéramos enrollado y lo hubiéramos dejado, Chris habría tenido que pegarle una paliza a Daniel por haber violado el honor de su hermana, y yo no quería causarle problemas a nadie.

Karen y Charlotte, equivocadamente, envidiaban mi relación con Daniel.

Sacudían la cabeza, intrigadas, y decían: «Mala puta, ¿cómo puedes estar tan tranquila cuando estás con él? ¿Cómo te las ingenias para resultar graciosa y hacerle reír? A mí nunca se me ocurre nada que decir.»

Pero era muy fácil, porque a mí no me gustaba Daniel. Cuando me gustaba un chico, me entraba el pánico, se me caía todo e iniciaba la conversación diciendo cosas como «¿Te has preguntado alguna vez lo que debe de sentir un radiador?»

Miré la nota que me había dejado Karen (hasta había una manchita en el papel junto a la que mi compañera había escrito: «babas») y pensé si tenía que llamar a Daniel o no. Decidí que no, porque quizá estuviera en la cama.

Con alguien, claro.

Pero luego pensé: a la porra Daniel y su activa vida sexual. Quería hablar con él.

Lo que me había dicho la señora Nolan me había hecho reflexionar. No lo que me había dicho de la boda (no era tan tonta como para tomarme aquello en serio), sino lo de que estaba bajo una oscura nube. Eso me había recordado mis episodios de depresión y lo espantosos que habían sido. Habría podido despertar a Karen y a Charlotte, pero decidí no hacerlo. En primer lugar, porque se ponían hechas unas fieras si las despertabas por cualquier motivo que no fuera una fiesta improvisada; y también porque ellas no sabían que yo tenía depresiones.

A veces yo decía que estaba deprimida, por supuesto, y entonces ellas me preguntaban por qué, y yo les hablaba de un novio infiel o del mal día que había tenido en el trabajo o de que no me podía abrochar la falda del verano pasado, y ellas se mostraban muy comprensivas.

Pero no sabían que a veces yo tenía depresiones con D mayúscula. Daniel era de los pocos que lo sabían, aparte de mi familia.

Porque me daba vergüenza. La mayoría de la gente pensaba que la depresión era una enfermedad mental y que por lo tanto yo era una chalada a la que tenían que hablar despacio y evitar siempre que fuera posible. O creían que la depresión no existía, y que no era más que un ambiguo concepto neurótico, una versión moderna del «estar mal de los nervios», que como todo el mundo sabe quiere decir «siente lástima de sí misma sin motivo aparente». Creían que era una quejica que se regodeaba con una angustia adolescente caducada. Y que lo que tenía que hacer era «reunir acopio de valor» y «dejarme de tonterías» y «animarme».

Yo entendía aquella actitud, porque todo el mundo se deprimía alguna vez. La depresión formaba parte de la vida, era parte del trato, como los días soleados y el dolor de oído.

A la gente le deprimía el dinero (es decir, se deprimía porque no tenía suficiente dinero, no porque el dinero tuviera problemas en la escuela o porque últimamente se hubiera adelgazado mucho). La gente sufría contratiempos (se separaba, se quedaba sin trabajo, se le estropeaba el televisor dos días después del plazo de la garantía, etcétera), y se ponía triste.

Eso yo lo sabía, pero mi depresión no era un simple ataque de melancolía ni una crisis económica privada, aunque eso también lo tenía, y con bastante frecuencia, por cierto. Lo tenía mucha gente, sobre todo si llevaba una semana bebiendo mucho y durmiendo poco, pero la melancolía y los números rojos eran cosas de niños comparados con los brutales y salvajes demonios que se abalanzaban sobre mí de vez en cuando para mortificarme.

La mía no era una depresión normal. No, no. La mía era la versión súper, de lujo, no va más, el mejor modelo con todo incluido.

Eso no quiere decir que se me notara enseguida. Yo no estaba triste siempre; de hecho, gran parte del tiempo era una persona alegre, afable y graciosa. E incluso cuando me sentía fatal intentaba disimularlo en la medida de lo posible. Pero cuando estaba tan desesperada que ya no podía ocultarlo más, me metía en la cama y allí me pasaba entre un par de días y una semana, esperando a que se me pasara. Y siempre acababa pasándoseme, tarde o temprano.

Mi peor ataque depresivo fue el primero.

Yo tenía diecisiete años, y era el verano que había terminado la escuela, y por algún extraño motivo se me metió en la cabeza que el mundo era un lugar muy triste, injusto, cruel y aterrador.

Me deprimían las cosas que le pasaban a la gente de los rincones más lejanos del planeta, gente a la que yo ni siquiera conocía y a la que nunca llegaría a conocer, teniendo en cuenta que la razón principal por la que me deprimían era que se estaban muriendo de hambre o de una epidemia o porque se les había caído la casa encima durante un terremoto.

Lloraba cada vez que veía u oía una noticia: accidentes de tráfico, hambrunas, guerras, programas sobre las víctimas del sida, historias de madres que morían y dejaban niños pequeños, informes sobre esposas maltratadas, entrevistas con hombres a los que habían despedido de las minas y que sabían que, pese a que sólo tenían cuarenta años, nunca volverían a encontrar trabajo, artículos de periódico sobre familias de seis miembros que tenían que subsistir con cincuenta libras semanales, fotografías de burros abandonados. Hasta el espacio humorístico del final del noticiario, en el que salía un perro que montaba en bicicleta o conducía un coche, me hería en lo más hondo, porque yo sabía que aquel perro, pronto o tarde, moriría.

Un día encontré un mitón azul y blanco de niño en la acera, cerca de mi casa, y el hallazgo me produjo un dolor casi insoportable. La imagen de una manita helada, o la del otro mitón, que había perdido a su pareja, me resultaba tan dolorosa que cada vez que lo veía lloraba desconsoladamente.

Llegó un momento en que no salía de casa. Y poco después ya no podía levantarme de la cama.

Era espantoso. Me sentía como si estuviera en contacto directo con cada pizca de dolor del mundo, como si tuviera todo un Internet de pena en la cabeza, como si cada átomo de tristeza se estuviera canalizando a través de mí, antes de ser empaquetado y transportado a zonas periféricas, como si yo fuera una especie de depósito central de miseria.

Mi madre se encargó de todo. Con la eficiencia de un déspota amenazado por un golpe de Estado, impuso un bloqueo informativo total. Me prohibieron ver la televisión, y afortunadamente eso coincidió con una de las veces en que nos habíamos retrasado en algunos pagos -seguramente el alquiler-, y los acreedores nos habían incautado algunos muebles, entre ellos el televisor, así que de todos modos no habría podido mirarla.

Y cada noche, cuando mis hermanos llegaban a casa, mi madre los cacheaba en la puerta para confiscarles los periódicos que pudieran llevar escondidos, y no los dejaba entrar hasta que los había registrado.

Aunque mi madre no conseguía nada con su censura informativa. Yo tenía la admirable habilidad de localizar una tragedia, por pequeña que fuera, en cualquier cosa, y conseguía llorar ante la descripción de los pequeños bulbos que morían en una helada de febrero que aparecía en la revista de jardinería, el único material de lectura que tenía permitido.

Finalmente llamaron al doctor Thornton, pero antes hubo un día entero de frenética limpieza general de la casa en honor a su llegada. Y el doctor Thornton me diagnosticó una depresión y me recetó unos antidepresivos que yo no quería tomarme.

- ¿De qué servirán? -le pregunté entre sollozos-. ¿Les van a devolver los antidepresivos el empleo a esos parados de Yorkshire? ¿Van a encontrar los antidepresivos la pareja de este… de este… -gimoteaba y lloraba a moco tendido- mitón?

- ¿Quieres olvidarte ya de ese maldito mitón? -me espetó mi madre-. Me tiene frita con el mitón ese. Sí, doctor, mi hija se tomará las pastillas.

Mi madre, al igual que mucha gente que no había podido terminar el colegio, creía que todo aquel que había ido a la universidad, y sobre todo los médicos, eran infalibles, y que tomarse los medicamentos que te recetaban era algo místico y sagrado.

(«No soy digna de tomármelos, pero una palabra tuya bastará para salvarme.»)

Además era irlandesa, y tenía un tremendo complejo de inferioridad que le hacía creer que los ingleses tenían razón en todo. (El doctor Thornton era inglés.)

- Déjeme a mí -le dijo mi madre al doctor-. Yo me encargaré de que se las tome.

Y así lo hizo.

Y al cabo de un tiempo empecé a encontrarme mejor. No estaba contenta, ni mucho menos. Seguía pensando que estábamos todos condenados y que el futuro era un inmenso e inhóspito páramo, pero creía que no había nada malo en que me levantara media hora para ver Eastenders.

Pasados cuatro meses el doctor Thornton dijo que ya podía dejar de tomar los antidepresivos, y todos contuvimos la respiración, pues no sabíamos si podría volar sola o si caería de nuevo en picado a aquel terrorífico infierno de mitones perdidos.

Pero yo ya había iniciado mis estudios de secretariado y tenía fe, aunque poca, en el futuro.

En la escuela mi mundo se amplió, y aprendí muchas cosas raras y maravillosas. Me sorprendió enterarme de que el veloz zorro marrón salta sobre el perezoso perro; de que del verbo «echar» lo primero que se echa es la hache; de que si ponía la fecha debajo de la dirección del destinatario en lugar de ponerla debajo de la dirección del remitente se produciría el fin del mundo.

Acabé dominando el difícil arte de sentarme con una libreta de espiral en el regazo y cubrir la página de garabatos y puntos; me esforzaba por convertirme en la secretaria perfecta, y no tardé en alcanzar la cota de los cuatro Bacardis con Coca Cola light en una noche de juerga con las chicas, y me conocía al dedillo las existencias de los almacenes Selfridges.

Nunca se me ocurrió pensar que quizá habría podido hacer algo más con mi vida; durante mucho tiempo pensé que era un gran honor tener la oportunidad de estudiar secretariado y no me di cuenta de lo mucho que me aburría. Y aunque me hubiera dado cuenta, no habría podido dejarlo porque mi madre, una mujer muy decidida, estaba empeñada en que eso era lo que tenía que hacer. Hasta lloró de alegría el día que me entregaron el certificado según el cual podía mover los dedos lo bastante deprisa como para escribir cuarenta y siete palabras por minuto.

En un mundo más justo, se habría matriculado ella en un curso de mecanografía y taquigrafía, y no yo, pero no ocurrió así.

Yo era la única de mi clase del colegio que estudió en una escuela de secretariado. Aparte de Gita Pradesh, que hizo la carrera de educación física, todas las demás o se quedaron preñadas, o se casaron, o las contrataron en un Safeway para rellenar estantes, o una combinación de esas tres cosas.

Yo era bastante buena en el colegio, o al menos les tenía demasiado miedo a las monjas y a mi madre como para ser un fracaso total.

Pero, por otra parte, les tenía demasiado miedo a algunas de mis compañeras de clase como para ser un éxito total. Había un grupito de «enrolladas» que fumaban, llevaban delineador de ojos y tenían los pechos muy desarrollados para su edad, y de las que se rumoreaba que se acostaban con sus novios. Yo me moría de ganas de ser una de ellas, pero no tenía ninguna esperanza, porque a veces aprobaba los exámenes.

Una vez saqué un 6,3 en un examen de biología y casi lo pago con mi vida, lo cual fue muy injusto, porque el examen era sobre el aparato reproductor, y seguramente ellas sabían mucho más sobre el tema que yo, y habrían sacado mejor nota que yo con sólo haberse presentado.

Pero cada vez que había un examen traían notas falsas de sus madres diciendo que estaban enfermas.

Las madres eran peores que las hijas, y si las monjas ponían en duda la autenticidad de aquellas notas y decidían castigar a las niñas, las madres -y a veces incluso los padres- iban al colegio y montaban un escándalo, amenazando con pegar a las monjas, acusándolas de llamar mentirosas a sus hijas, y diciendo a voz en grito que las iban a denunciar.

En una ocasión, después de que Maureen Quirke llevara tres notas en un mes pidiendo que la disculparan porque tenía la menstruación, la hermana Fidelma le pegó una bofetada y dijo: «¿Me has tomado por idiota, niña?», y pocas horas después la señora Quirke se presentó en el colegio como un ángel vengador. (Como explicó Maureen después, lo más gracioso era que en realidad estaba embarazada, aunque cuando falsificó las notas todavía no lo sabía.) La señora Quirke le gritó a la hermana Fidelma: «¡Nadie le pone la mano encima a mis hijos! ¡Nadie! ¡Excepto el señor Quirke y yo! Y ahora, búsquese un hombre, y deje en paz a mi Maureen.»

Dicho eso salió raudamente por la puerta del colegio, arrastrando a Maureen, y le estuvo dando bofetadas a su hija durante todo el trayecto hasta su casa. Yo me enteré porque cuando llegué a mi casa a la hora de comer mi padre me abordó y me dijo: «He visto a la señora Quirke con su hija por la calle, iba pegándole una paliza de miedo. Dinos, ¿qué ha pasado?»

Pues bien, cuando dejé de tomar los antidepresivos y entré en la escuela de secretariado, mi depresión no se repitió con la fuerza de antes, pero tampoco había desaparecido por completo. Y como me daba miedo volver a estar deprimida y no quería tomarme las pastillas, dediqué todos mis esfuerzos a encontrar la mejor manera de tenerla a raya, pero au naturel.

Quería desterrar la depresión de mi vida, pero tenía que contentarme con ponerle freno reforzando continuamente mis emociones.

Así que combatir la depresión se convirtió en un hobby, como nadar y leer. En realidad la natación, estrictamente hablando, no era un hobby; sería más exacto decir que entraba en el capítulo de Combatir la Depresión, apartado Ejercicio, categoría Suave.

Leía todos los libros relacionados con la depresión que caían en mis manos, y no había nada que me animara más que una buena historia de un personaje famoso que hubiera sufrido, como yo, la agonía de la depresión.

Me emocionaban los relatos sobre personas que se pasaban meses seguidos en cama, sin hablar y sin comer, contemplando el techo, llorando a lágrima viva y deseando tener suficiente energía para suicidarse.

Yo tenía amistades muy elevadas.

Churchill llamaba a su depresión su «perro negro», pero a mí, que tenía dieciocho años, eso me desconcertaba, porque me encantaban los perros. Sin embargo, eso fue antes de que los medios de comunicación se inventaran a los pit bull terriers. Después comprendí lo que quería decir Winston.

Y cada vez que entraba en una librería, fingía que sólo estaba curioseando, pero poco después ya había pasado de largo de las secciones de novedades, ficción, crimen, ciencia ficción, cocina, decoración y terror; seguía por la de biografía (deteniéndome brevemente para ver si algún depresivo había publicado últimamente la historia de su vida) y, como por arte de magia, siempre acababa en la sección de autoayuda, donde me pasaba horas hojeando libros que pudieran curarme, que pudieran encerrar la solución mágica, que se llevaran, o al menos paliaran, aquel dolor persistente y corrosivo que casi siempre me acompañaba.

Muchos libros de autoayuda estaban tan llenos de basura que podían dejar a la persona más feliz y equilibrada hecha unos zorros, desde luego. Había libros que hasta alguien tan chiflado como un nativo de San Francisco tendría problemas para leer sin morirse de risa. Podías encontrar títulos como ¿Agorafobia? No salga de casa sin ella o Cleptomanía: guía para servirse uno mismo.

Con todo, yo solía comprarme algún pequeño volumen que me animaba, por ejemplo a «reconocer el miedo y hacerlo de todos modos», o «sanar mi vida» o quizá, no sería mala idea, «redescubrir al niño que llevaba dentro»; o que me pedía que me preguntara «por qué necesito que me quieran antes de quererme yo misma».

Lo que en realidad necesitaba era un libro de autoayuda que me ayudara a dejar de comprar libros de autoayuda, porque no me ayudaban a nada. Como habría dicho mí padre, eran puras pendejadas.

Lo único que conseguían era hacerme sentir culpable. No bastaba con leer aquellos libros. Para que funcionaran yo tenía que hacer cosas, como plantarme delante de un espejo y decirme un centenar de veces al día que era guapa; eso se llamaba afirmación. O pasarme media hora cada mañana imaginándome bajo una ducha de amor y cariño; eso se llamaba visualización. O escribiendo listas de todas las cosas buenas que había en mi vida; eso se llamaba escribir listas de todas las cosas buenas que había en mi vida.

Generalmente me leía el librito de turno y hacía lo que en él me proponían durante un par de días; luego me cansaba, o me aburría, o mis hermanos me pillaban hablando con tono seductor delante del espejo. (Jamás olvidaré la juerga que se organizó aquel día.)

Y después me sentía deprimida y culpable. Y deducía que la tesis del libro debía de estar equivocada, porque no me había hecho sentirme mejor, y así podía abandonar el proyecto sin complejos.

También intenté otras cosas: aceite de noche de primavera, vitamina B6, ejercicio físico, cintas de autoayuda subliminal que pones mientras duermes, yoga, un tanque de flotación, masaje con aromaterapia, shiatsu, reflexología, dieta sin levadura, dieta sin gluten, dieta sin azúcar, ayuno, dieta vegetariana, dieta de mucha carne (no sé si tiene nombre), un ionizador, un cursillo de reafirmación personal, un cursillo de pensamiento positivo, terapia de sueño, regresión a vidas anteriores, oración, meditación y terapia de luz solar (unas vacaciones en Creta, para ser exactos). Durante un tiempo sólo comí productos lácteos; después dejé de tomar productos lácteos (no había leído bien el artículo); y luego pensé que no valía la pena, porque si pasaba un día más sin comerme una tableta de chocolate me suicidaría.

Y aunque ninguna de esas medidas resultó la Solución Definitiva, todas funcionaron un tiempo, y nunca volví a estar tan deprimida como la primera vez.

Pero la señora Nolan me había dicho algo de que si pedía ayuda la conseguiría. Ahora lamentaba no haberme llevado una grabadora a la entrevista, porque no me acordaba exactamente de lo que me había dicho.

¿Qué quería decir?

Lo único que se me ocurría era que quizá había querido decir que debía buscar ayuda profesional, y acudir a la consulta de algún tipo de psicólogo. El problema era que el año anterior había ido a la consulta de una psicóloga, durante ocho semanas, y había resultado una completa pérdida de tiempo.