37
Estaba en su dormitorio, sentado en la cama, poniéndose los zapatos.
- Lucy -dijo al verme-. Ahora mismo bajaba.
- Quedémonos un momento aquí -dije, y lo abracé.
- Perfecto. Así podremos hablar un rato a solas.
Le di la botella de whisky y mi padre volvió a abrazarme.
- Qué buena eres conmigo, Lucy.
- ¿Cómo estás, papá? -le pregunté con lágrimas en los ojos.
- Muy bien, Lucy, muy bien. Pero ¿por qué lloras?
- Es que me da mucha pena imaginarte aquí, solo, con… con… esa -dije señalando hacia abajo con la cabeza.
- Pero si estoy la mar de bien, Lucy -replicó él, sonriendo-. Tu madre no me trata mal, de verdad.
- Eso lo dices para que yo no me preocupe -repuse sollozando-. Pero te lo agradezco, de todos modos.
- Ay, Lucy -dijo, apretándome la mano-, no debes tomártelo todo tan a pecho. Intenta divertirte, que son cuatro días.
- Oh, no -dije, y entonces rompí a llorar a lágrima viva-. No hables de la muerte. No quiero que te mueras. ¿Prométeme que no te morirás!
- Bueno, si eso te hace feliz… No me moriré, Lucy.
- Y si tienes que morirte, prométeme que nos moriremos al mismo tiempo.
- Te lo prometo.
- Es horrible, papá.
- ¿Qué es horrible, mi amor?
- Todo. Estar vivo, querer a alguien, temer que se muera.
- ¿Es horrible?
- Sí, claro.
- ¿De dónde has sacado esas ideas, hija mía?
- Pues… de ti, papá.
Me abrazó con torpeza y dijo que debía de haberlo interpretado mal, que él nunca había dicho nada parecido y que yo era joven y tenía toda una vida por delante, y que debía intentar disfrutarla.
- Pero ¿por qué, papá? -pregunté-. Tú nunca has intentado disfrutar tu vida, y eso no te ha hecho ningún daño.
- Lucy -dijo él, exhalando un suspiro-, mi caso era diferente. Mi caso es diferente, porque ahora ya soy viejo. Tú eres joven. Eres joven, guapa, tienes educación… No olvides nunca la importancia de la educación -insistió.
- No lo olvidaré.
- Promételo.
- Lo prometo.
- Tú tienes todo eso, y por lo tanto deberías ser feliz.
- ¿Cómo voy a ser feliz? -me lamenté-. Tú y yo somos iguales, papá. Somos pesimistas por naturaleza.
- ¿Qué te pasa, Lucy? -Me miró a los ojos en busca de alguna pista-. Hay un hombre, ¿verdad? Algún jovenzuelo que pretende engañarte, ¿no?
- No, papá -dije sonriendo, pese a que todavía me caían lágrimas.
- No será ese larguirucho que está en la cocina, ¿no?
- ¿Daniel? No, claro que no.
- No habrá… no se habrá tomado libertades contigo, ¿verdad? Si es así, dímelo, Lucy, porque te juro que le mando a tus hermanos a que le hagan una cara nueva mañana mismo. Una patada en el culo, eso es lo que necesita ese tipo, y eso es lo que le voy a dar. Está muy equivocado si cree que puede molestar a la hija de Jamsie Sullivan y quedarse tan ancho…
- Papá, Daniel no me ha hecho nada.
- Ya me he fijado en cómo te mira.
- No me mira de ninguna manera. Eso te lo imaginas tú.
- ¿Seguro? Puede ser. No sería la primera vez.
- Papá, esto no tiene nada que ver con ningún hombre.
- Entonces, ¿por qué estás tan triste?
- Porque estoy triste, papá. Igual que tú.
- Pero si yo estoy bien, Lucy, de verdad. Estoy estupendamente.
- Gracias, papá -dije, y me apoyé en su hombro-. Ya sé que lo dices para consolarme, pero gracias.
- Pero si… -dijo él un tanto desconcertado. Me dio la impresión de que buscaba algo que decirme, pero no se le ocurría nada-. Vamos a comer algo -dijo por fin.
Bajamos juntos.
La velada se presentaba bastante tensa; mi madre y yo discutiendo por todo, y mi padre mirando con desconfianza a Daniel, convencido de que tenía malas intenciones hacia mí.
Cuando mi madre puso la cena en la mesa nos animamos un poco.
- Rapsodia naranja -dijo mi padre mirando su plato-. Palitos de pescado naranjas, alubias naranjas y patatas fritas naranjas, y para acompañarlo, un vaso del mejor whisky de malta irlandés, que afortunadamente también es naranja.
- Las patatas no son naranjas -protestó mi madre-. ¿Ya le has ofrecido algo de beber a Daniel?
- Son naranjas -replicó mi padre-. No, no le he ofrecido nada.
- ¿Quieres beber algo, Daniel? -preguntó mi madre, levantándose de la silla.
- A ver, sino son naranjas, ¿de qué color son? -preguntó mi padre a nadie en particular-. ¿Rosas? ¿Verdes?
- No, gracias, señora Sullivan -dijo Daniel, nervioso-. No quiero beber nada.
- No te vamos a dar nada de beber -dijo mi padre con tono beligerante-, a menos que digas que las patatas son naranjas.
Mis padres se quedaron mirando a Daniel, esperando que se definiera.
- Yo diría que son más bien doradas -propuso Daniel, que era un gran diplomático.
- ¡Son naranjas!
- Doradas -dijo mi madre.
Daniel no sabía dónde meterse.
- ¡Está bien! -bramó mi padre, y golpeó la mesa con el puño, haciendo que los platos y los cubiertos saltaran y tintinearan-. Sabes cómo conseguir lo que quieres. Naranja dorado, ésa es mi última oferta. Tómalo o déjalo. Pero no podrás decir que no soy justo. Dale un trago.
Mi padre volvió a animarse en seguida. La cena hizo maravillas con su estado de ánimo.
- Sólo hay una cosa capaz de superar a un palito de pescado -dijo sonriente-: seis palitos más. Mirad. -Levantó el palito de pescado con el tenedor y haciéndolo girar para poderlo examinar desde todos los ángulos-. Precioso. Pura artesanía. Hace falta carrera universitaria para saber hacer una cosa de estas.
- Jamsie, deja de exhibir tu cena, por favor -dijo la aguafiestas de mi madre.
- Me gustaría conocer a ese Capitán Birds y estrecharle la mano y felicitarlo por su trabajo -declaró mi padre, ignorando a mi madre-. Sí, señor. A lo mejor lo invitan a Así es tu vida. ¿Qué opinas, Lucy?
- No creo que sea un personaje real, papá -dije sonriendo.
- ¿Que no es real? Pero si sale por la tele. Tiene unos bigotes blancos enormes, y vive en un barco.
- Pero… -No estaba segura de si mi padre bromeaba o no, pero preferí pensar que sí.
- Deberían darle el premio Nobel -añadió mi padre.
- ¿El premio Nobel? ¿De qué? -preguntó mi madre con sarcasmo.
- El premio Nobel de palitos de pescado -contestó mi padre, sorprendido-. ¿A qué premio Nobel creías que me refería? ¿Al de literatura? ¡Qué tontería!
Entonces mi madre soltó una risita, y mis padres se miraron de forma extraña.
Una vez retirados los platos de la cena, mi padre se sentó en su butaca, en el rincón, mientras que Daniel, mi madre y yo nos quedamos en la cocina, bebiendo litros de té.
- Será mejor que nos marchemos -dije hacia las diez y media. Llevaba media hora reuniendo el valor para hacer aquella sugerencia, que no le iba a parecer nada bien a mi madre.
- ¿Tan pronto? -exclamó-. Pero si acabáis de llegar.
- Es tarde, mamá, y hasta mi casa hay un buen trecho. No puedo acostarme muy tarde.
- No sé qué te pasa, Lucy. Cuando yo tenía tu edad, podía bailar hasta el amanecer.
- Pastillas de hierro, Lucy -gritó mi padre desde su rincón-. Eso es lo que necesitas. O esa otra cosa que toman todos los jóvenes para animarse, ¿cómo se llama?
- No lo sé, papá. ¿Sanatogen?
- No. Tenía otro nombre.
- Tenemos que irnos, en serio. ¿Verdad, Daniel? -dije con firmeza.
- Sí, sí.
- ¡Cocaína! ¡Eso! -gritó mi padre, contento de haberse acordado-. Tienes que ir al ambulatorio a que te den una dosis de cocaína, ya verás qué bien te sienta.
- No creo que me la den, papá -dije riendo por lo bajo.
- ¿Por qué no? ¿Acaso la cocaína es de las ilegales?
- Sí, papá.
- Qué injusticia. Los políticos siempre lo estropean todo con sus impuestos y su manía de declararlo todo ilegal. ¿Qué daño puede hacerte un poco de cocaína de vez en cuando? No saben divertirse, eso es lo que les pasa.
- Sí, papá.
- ¿Por qué no te quedas a dormir? -me preguntó mi madre-. Tienes la cama de tu cuarto hecha.
Aquella idea me horrorizó. ¿Dormir bajo el mismo techo que ella? ¿Sentir que volvía a tenerme atrapada? ¿Que no había llegado a escapar de allí?
- No, mamá. Daniel tiene que irse a casa, y no le cuesta nada acompañarme.
- Daniel también puede quedarse -propuso mi madre, emocionada-. Puede dormir en el cuarto de los chicos.
- Muchas gracias, señora Sullivan…
- Llámame Connie -dijo ella inclinándose y poniéndole la mano sobre el brazo-. Ya eres mayorcito para llamarme señora Sullivan.
¡Dios mío! Mi madre se comportaba como si… como si… bueno, que estaba coqueteando con él. Me dieron ganas de vomitar.
- Muchas gracias, Connie -dijo Daniel-, pero tengo que irme, de verdad. Mañana tengo una reunión a primera hora.
- Bueno, tú mismo. Dios me libre de interrumpir el buen ritmo de la economía. Pero ¿volverás pronto a visitarnos?
- Desde luego que sí.
- A lo mejor os quedáis la próxima vez, ¿no?
- Anda, ¿yo también estoy invitada? pregunté.
- Lucy, tú no necesitas invitación -dijo mi madre, ofendida. Y dirigiéndose a Daniel, añadió-: ¿Cómo la aguantas? ¡Es tan susceptible!
- No es mala persona -balbució Daniel. Su innata cortesía le hacía darle la razón a mi madre, pero su instinto de supervivencia le recordaba que más le valía no hacerme enfadar.
Debía de ser muy difícil creer, como creía Daniel, que tenías que contentar siempre a todo el mundo. Intentar ser amable y simpático las veinticuatro horas del día tenía que ser agotador.
- Si yo te contara… -dijo mi madre.
- ¿Podemos llamar para pedir un taxi? -preguntó Daniel para cambiar de tema.
- ¿Podemos ir en metro? -propuse.
- Es tarde.
- ¿Y qué?
- Llueve.
- ¿Y qué?
- Pagaré yo.
- De acuerdo.
- Al final de la calle hay una parada de taxis -intervino mi madre-. Si queréis podéis ir tirando; ya llamaré yo.
Se me cayó el alma a los pies. La parada de taxis que había al final de la calle la componían una cambiante colección de refugiados afganos, emigrantes indonesios y exilados argelinos que no hablaban ni una palabra de inglés y que, a juzgar por su sentido de la orientación, acababan de llegar a Europa. Yo me solidarizaba con todas sus causas, pero quería volver a casa sin pasar por Oslo, a ser posible.
Mi madre llamó por teléfono.
- Quince minutos -anunció.
Nos sentamos a la mesa y nos pusimos a esperar. La atmósfera estaba tensa; todos fingíamos que aquel rato no se diferenciaba en nada al resto de la velada, y que nos alegrábamos de estar allí, pero todos estábamos deseando oír el frenazo del coche delante de la puerta. Permanecimos callados. A mí no se me ocurría nada que decir para aliviar la tensión de aquel momento.
Mi madre suspiraba y decía tonterías del tipo: «Bueno.» Yo no conocía a nadie más capaz de decir «bueno» y «¿otra taza de té?» con amargura.
Pasado un rato, que a mí me parecieron diez horas, creí oír un coche que se detenía delante de la casa, y fui a echar un vistazo. Los coches de aquella compañía eran unos cacharros, casi todos Ladas y Skodas.
Miré por la ventana y vi un viejo y sucio Ford Escort parado delante de la puerta; a pesar de que estaba oscuro, comprobé que estaba cubierto de herrumbre.
- Ya ha llegado el taxi -dije. Cogí mi abrigo, abracé a mi padre y eché a correr hacia el coche-. Hola. Me llamo Lucy -le dije al taxista. Pensé que lo mejor era que nos tuteáramos, ya que íbamos a pasar un rato largo juntos.
- Hassan -me contestó él, sonriente.
- Primero vamos a Ladbroke Grove -dije.
- No mucho inglés -replicó Hassan.
- Ah.
- Parlez-vous français? -me preguntó Hassan.
- Un peu -contesté-. ¿Y tú? Parlez français? -le pregunté a Daniel cuando entró en el taxi.
- Un peu -contestó.
- Daniel, te presento a Hassan.
Se estrecharon la mano, y Daniel con una paciencia de santo, intentó explicarle a Hassan adónde íbamos.
- ¿Savez-vous el Westway?
- Mmmm…
- A ver, ¿savez-vous el centro de Londres?
Hassan lo miró desconcertado.
- ¿Has oído hablar de Londres? -preguntó Daniel educadamente.
- Ah, sí. Londres. -A Hassan se le iluminó la cara.
- ¡Bien! -exclamó Daniel, animado.
- Es capital Reino Unido -dijo Hassan.
- Exacto.
- Tiene población de… -continuó Hassan.
- Allí es donde vamos -dijo Daniel, que empezaba a ponerse nervioso-. Yo te indicaré el camino. Y te pagaré bien.
Nos pusimos en marcha. De vez en cuando, Daniel gritaba: «À droit», «À gauche».
- Menos mal que se ha acabado -dije cuando empezamos a alejarnos de la casa. Mi madre se había quedado de píe en la calle diciéndonos adiós con la mano.
- Yo me lo he pasado bien -dijo Daniel.
- No digas tonterías.
- Lo digo en serio.
- ¿Cómo es posible que te lo hayas pasado bien? Con esa… con esa mala pécora.
- Supongo que te refieres a tu madre. Yo no creo que sea tan mala.
- ¡Daniel! ¡Pero si no hace otra cosa que humillarme!
- Y tú no haces otra cosa que provocarla.
- ¿Qué? ¿Cómo te atreves? Yo soy una hija ejemplar, y siempre le perdono sus insultos.
- Lucy -dijo Daniel riendo-, eso no es verdad. Tú la provocas y la ofendes deliberadamente.
- No sé de qué estás hablando. Y de todos modos, no es asunto tuyo.
- De acuerdo.
- Es un coñazo -añadí-. Se ha pasado la noche hablando de la tintorería. ¿Qué te importa a ti la tintorería?
- Pero…
- ¿Qué?
- No sé… Creo que se siente sola. No debe de tener nadie con quien hablar…
- Si se siente sola, es culpa suya.
- … encerrada en esa casa, donde sólo puede hablar con tu padre. ¿Sale de vez en cuando, aparte de para ir al trabajo?
- No lo sé. No creo. Y además, no me importa.
- Pues yo la encuentro muy divertida.
- No me digas.
- En serio, Lucy. Tiene un espíritu muy joven.
- Es una bruja.
- ¡Eres increíble! -dijo Daniel-. ¿Por qué dices eso? Tu madre no es ninguna bruja. Es muy guapa. Te pareces mucho a ella.
- Eso es lo peor que me has dicho desde que te conozco, Daniel. Es lo peor que me han dicho en la vida.
Daniel se rió.
- Estás chiflada.
- En cambio, me he alegrado de ver a mi padre.
- Sí, ha estado simpático conmigo -dijo Daniel.
- Siempre está simpático.
- La última vez que lo vi, no.
- Ah, ¿no?
- No. Me llamó inglés de mierda y me acusó de robarle su tierra y de oprimirlo durante setecientos años.
- No era nada personal -aclaré-. Él te veía como un símbolo.
- De todos modos, no me gustó nada. Yo jamás he robado nada.
- ¿Nunca?
- Nunca.
- ¿Ni siquiera cuando eras pequeño?
- Pues no.
- ¿Estás seguro?
- Sí.
- ¿Segurísimo?
- Pues sí.
- ¿Ni siquiera caramelos?
- No.
- ¿Cómo?
- ¡Que no!
- No hace falta que chilles.
- ¡Está bien! ¡Sí! Supongo que te refieres a aquellos cuchillos y tenedores que Chris y yo robamos en Woolworth's.
- Pues…
Aquello era una novedad para mí, pero Daniel estaba acelerado.
- Nunca me perdonas nada, ¿verdad que no? -dijo, enojado-. Te encanta sonsacarme las cosas. ¡Contigo no puedo tener secretos!
- ¿Cuchillos y tenedores? -pregunté, sorprendida.
- ¿Qué pasa?
- ¿Para qué queríais cuchillos y tenedores? ¿Por qué los robasteis?
- Porque podíamos.
- No te entiendo.
- Porque podíamos. Los cogimos porque pudimos cogerlos. No los queríamos para nada -me explicó Daniel-. Lo importante no era el objeto robado, sino el hecho de robarlo.
- Ah.
- ¿Entiendes?
- Sí, creo que sí. Y ¿qué hicisteis con ellos?
- Se los regalé a mi madre el día de su cumpleaños.
- ¡Qué cerdo!
- Pero le regalé otra cosa -añadió Daniel-. Un reloj de arena. ¡Y el reloj de arena lo compré! ¡No me mires así, Lucy!
- No es que piense que también lo robaste. ¡Es que mira que regalarle un reloj de arena a una madre!
- Yo era joven, Lucy, y no entendía de estas cosas.
- ¿Cuántos años tenías? ¿Veintisiete?
- No, qué va. Creo que tenía seis.
- No has cambiado mucho, ¿verdad que no, Daniel?
- ¿Qué quieres decir? ¿Que todavía robo cubiertos en Woolworth's para regalárselos a mi madre el día de su cumpleaños?
- No.
- ¿Entonces?
- Que coges las cosas sencillamente porque puedes cogerlas.
- No sé de qué estás hablando -replicó él, malhumorado.
- Ya lo creo que sí.
- No.
- Sí. ¿Te fastidia?
- Sí.
- Me refiero a las mujeres, Daniel. A tu relación con las mujeres.
- Ya me lo temía -dijo Daniel, intentando disimular una sonrisilla.
- Te enrollas con ellas sencillamente porque puedes hacerlo.
- No es verdad.
- Sí.
- Te digo que no, Lucy.
- Ah, ¿no? Entonces, ¿qué me dices de Karen?
- ¿Qué pasa con Karen?
- ¿Te gusta de verdad? ¿O sólo sales con ella para pasar el rato?
- Me gusta de verdad -contestó Daniel-. En serio, Lucy. Es una chica muy inteligente, muy agradable y muy atractiva.
- ¿Lo dices sinceramente?
- Sinceramente.
- Así que vas en serio.
- Sí.
- Dios mío.
Hubo una breve pausa.
- ¿Estás… enamorado de ella? -pregunté con cautela.
- Lucy, todavía no la conozco lo suficiente para estar enamorado de ella.
- Ah.
- Pero lo intento.
- Ya.
Otra breve pausa.
No se me ocurría nada que decir, y era la primera vez que me pasaba eso con Daniel.
- Esta noche mi padre ha estado muy tranquilo -comenté-. Se ha comportado muy bien.
- Sí, ni siquiera nos ha cantado.
- ¿Cantar?
- Normalmente me dedica varias estrofas de «Carrickfergus» o «Four Green Fields», y me hace cantar con él.
Tuve la desagradable impresión de que Daniel se estaba riendo de mi padre, pero preferí no averiguar si me equivocaba o no.
Al cabo de un buen rato llegamos a mi casa.
- Gracias por acompañarme -le dije a Daniel.
- No seas tonta. Me lo he pasado muy bien.
- Buenas noches.
- Buenas noches, Lucy.
- Supongo que ya nos veremos por aquí cuando quedes con Karen.
- Sí, seguramente.
De pronto sentí rabia, una rabia infantil. Al fin y al cabo, Daniel era mi amigo, ¿no?
- Adiós -dije, y me volví para bajar del taxi.
- Lucy.
Noté algo extraño, algo nuevo en su tono de voz, apremio, quizá; me volví y lo miré.
- ¿Qué pasa?
- Nada. Buenas noches.
- Buenas noches -dije fingiendo fastidio. Pero no bajé del taxi. Notaba una extraña tensión que me indicaba que yo estaba esperando algo, pero no sabía qué era.
Esto debe de ser una riña, pensé; una de esas riñas silenciosas, pero mortales.
- Lucy -dijo Daniel, y volví a notar aquel deje extraño en su voz.
Pero no dije nada. No suspiré y dije «¿Qué?», como habría hecho normalmente. Lo miré a los ojos y por primera vez sentí timidez delante de Daniel. No quería mirarlo, pero tampoco podía evitar hacerlo.
Daniel me tocó la mejilla, y yo me quedé mirándolo como un conejillo deslumbrado por los faros de un coche. ¿Qué demonios estaba haciendo?
Daniel me apartó el cabello de los ojos mientras yo lo miraba fijamente, rígida en el asiento. De pronto recobré el sentido.
- Buenas noches -dije alegremente; cogí mi bolso y me acerqué a la puerta del taxi-. Gracias por traerme. Hasta pronto.
Entonces me acordé de Hassan, y dije:
- Bonsoir. Y bon chance con el Ministerio del Interior.
- Salut -me contestó él.
Corrí hacia el portal y metí la llave en la cerradura. Me temblaban las manos. Quería encerrarme cuanto antes en mi dormitorio, donde estaría a salvo. Estaba muy asustada. ¿A qué se debía aquella súbita tensión entre Daniel y yo? Había muy pocas personas con las que me sentía cómoda, muy pocas personas a las que consideraba amigos de verdad. Si algo iba mal con Daniel, me costaría mucho superarlo.
Pero algo iba mal, evidentemente; algo se había enrarecido. A lo mejor estaba enfadado porque yo me había metido con sus novias. A lo mejor se había enamorado de Karen y quería protegerla a toda costa.
Ahora que Daniel se había enamorado y había encontrado a su alma gemela, quizá ya no me necesitaría. A veces pasaba eso. ¿Cuántas amistades habían fracasado cuando una de las partes se había enamorado? Seguramente muchísimas. Y si a Daniel y a mí nos pasaba eso, no debería extrañarme.
De todos modos, yo tenía a Gus. Tenía otros amigos. No pasaba nada.