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Había pasado unas Navidades tan penosas que deposité todas mis esperanzas en el nuevo año, como una tonta.
Pero el 4 de enero mi padre se corrió una juerga de miedo. Era evidente que lo había planeado, porque cuando fui a comprar una bolsa de gominolas en la estación, antes de ir a la oficina, descubrí que todo mi dinero había desaparecido. Podía haber vuelto a casa corriendo y haber intentado impedírselo, pero en cierto modo ya no me importaba.
Cuando llegué al centro, intenté sacar dinero, pero el cajero se tragó mi tarjeta de crédito. «Tiene usted un descubierto. Contacte con su banco», rezaba el mensaje. Ni hablar, me dije. Si quieren algo de mí, que vengan a buscarme.
Tuve que pedirle prestadas diez libras a Megan.
Cuando llegué a casa después del trabajo, encontré una carta de aspecto sospechoso que habían deslizado por debajo de la puerta. Era de mi banco, y me ordenaba que devolviera mi talonario.
Las cosas empezaban a descontrolarse. Intenté dominar el miedo. ¿Cómo iba a acabar todo aquello?
Fui hacia la cocina, y pisé algo duro y crujiente. Miré el suelo y vi que la moqueta del pasillo estaba cubierta de cristales rotos. Igual que el suelo de la cocina. En la mesa de la cocina había varios platos y cuencos rotos. En la salita, la mesita de cristal ahumado estaba hecha añicos, y había libros y cintas esparcidos por el suelo. Todo el piso de abajo estaba patas arriba.
Aquello sólo podía ser obra de mi padre.
No era la primera vez que se emborrachaba y rompía cosas, pero nunca había hecho nada tan espectacular.
Él no aparecía por ninguna parte, naturalmente.
Fui varias veces de la cocina a la salita y de la salita a la cocina, incapaz de dar crédito a mis ojos. Mi padre había intentado romper todo lo que se podía romper. En la cocina había un cuenco amarillo de plástico que también había intentado destrozar, a juzgar por la cantidad de abolladuras y marcas que tenía. En la salita había un estante lleno de patéticos niños, perros y campanas de porcelana que mi madre adoraba, y mi padre se los había cargado todos. Sentí lástima por mi madre, porque mi padre sabía perfectamente lo que aquellas figuritas significaban para ella.
Ni siquiera lloré. Me puse a recoger el estropicio.
Cuando estaba arrodillada en el suelo, cogiendo trozos de porcelana de la moqueta, sonó el teléfono. Era la policía, que llamaba para comunicarme que habían detenido a mi padre. Me invitaron cordialmente a ir a comisaría a pagarle la fianza.
No me quedaba ni dinero ni energía.
Decidí llorar.
Entonces llamé a Daniel.
Milagrosamente, él estaba en casa. No sé qué habría hecho si no lo hubiera encontrado.
Yo lloraba a lágrima viva, y Daniel ni siquiera entendía lo que le estaba diciendo.
- ¡Babá! -dije entre sollozos.
- Lucy, ¿eres tú?
- ¡Babá!: ¡Es babá!
- Lucy, ¿qué tienes? ¿Qué ha pasado?
- ¡Babá! ¡Ven, por favor!
- Voy para allá, Lucy.
- Trae mucho dinero -añadí.
Daniel llegó dos perritos de porcelana, dos campanillas de porcelana y media mesa de la salita después.
- Perdona, Lucy -dijo en cuanto le abrí la puerta-. No te entendía. Se trata de tu padre, ¿no?
Fue a abrazarme, pero yo me escabullí ágilmente. Tenía tal caos de emociones que sólo me faltaba añadir la atracción sexual.
- Sí -dije llorando-. Él está bien, pero…
- Ah, menos mal. Oye, ¿qué es esto? ¿Ha habido un terremoto?
- No, es…
- ¡Han entrado a robar! No toques nada, Lucy.
- No, no han entrado a robar -expliqué-. Esto lo ha hecho el capullo de mi padre.
- No te creo, Lucy. -Estaba horrorizado, y eso me hizo sentir aún peor-. Pero ¿por qué? -preguntó pasándose las manos por el cabello.
- No lo sé. Pero esto va de mal en peor. Lo han detenido.
- ¿Desde cuándo te pueden detener por romper cosas en tu propia casa? Madre mía, este país se está convirtiendo en un estado policial. Dentro de poco será ilegal quemar las tostadas, o comer el helado directamente del envase, o…
- Cállate, por favor -dije sin poder contener la risa-. No lo han detenido por romper sus propios adornos. No sé por qué lo han detenido, pero no quiero ni pensarlo.
- Y ¿hay que pagar la fianza?
- Exacto.
- De acuerdo, Lucy. Al polvomóvil. ¡Vamos a rescatarlo!
Habían acusado a mi padre de un montón de cosas: de estar borracho y perturbado, de alterar el orden público, de provocar daños materiales, de intentar provocar daños personales, de comportamiento obsceno y muchas cosas más. Era espantoso. Jamás habría imaginado que algún día tendría que ir a una comisaría a pagarle una fianza.
Mi padre subió de los calabozos manso como un cordero. Se le habían pasado las ganas de jaleo. Daniel y yo lo llevamos a casa y lo metimos en la cama.
Luego le preparé una taza de té a Daniel.
- Bueno, Lucy, ¿qué vamos a hacer? -me preguntó.
- ¿Qué vamos a hacer? ¿Quién?
- Tú y yo.
- ¿Qué tienes que ver tú con todo esto?
- Lucy, por favor, intenta no discutir conmigo aunque sea sólo por una vez. Te lo ruego. Sólo quiero ayudar.
- No quiero tu ayuda.
- Si la quieres. Si no la quisieras no me habrías llamado, ¿no crees? No tienes por qué avergonzarte -añadió-. No deberías ser tan susceptible.
- Si tu padre fuera alcohólico, tú también serías susceptible -dije, y las lágrimas volvieron a correr por mis mejillas-. Bueno, quizá no sea alcohólico…
- Es alcohólico. -La expresión de Daniel era severa.
- Llámalo como te dé la gana -dije sollozando-. Me importa un cuerno si es alcohólico o no. Lo único que sé es que es un borracho, y que me está destrozando la vida.
Seguí llorando un buen rato, liberando la frustración que llevaba varios meses conteniendo.
- ¿Tú lo sabías? -le pregunté-. ¿Sabías lo de mi padre?
- Sí.
- ¿Cómo lo sabías?
- Me lo dijo Chris.
- ¿Y a mí por qué nadie me lo dijo?
- Lo intentaron, pero tú no querías escuchar.
- ¿Qué voy a hacer ahora?
- Lo primero que deberías hacer es marcharte de aquí y dejar que otra persona se encargue de él.
- Ni hablar -dije.
- Bueno. Si no quieres irte, no te vayas, pero hay mucha gente que puede ayudarte. En primer lugar están tus hermanos, y después hay empresas de personal especializado, ayuda a domicilio, asistentes sociales… Si quieres, puedes seguir cuidando de él, pero no es necesario que lo hagas tú sola.
- Me lo pensaré.
A medianoche, cuando todavía estábamos sentados a la mesa de la cocina con gesto compungido, sonó el teléfono.
- A ver qué pasa ahora -dije, temerosa-. ¿Sí?
- ¿Puede ponerme con Lucy Sullivan? -dijo una voz que me resultó familiar.
- ¿Eres tú, Gus? -pregunté, loca de alegría.
- El mismo -gritó él.
- Hola, Gus. ¿De dónde has sacado mi teléfono?
- El otro día me encontré a esa rubia delgaducha en McMullens y me dijo que te habías ido a vivir al culo del mundo. ¿Qué te crees? ¿Que no he pensado en ti y que no te he echado de menos todo este tiempo?
- ¿Has pensado en mí? -Casi lloraba de felicidad.
- Pues claro que sí, Lucy. Y le dije: dame su teléfono, que la llamaré para quedar con ella. Y aquí me tienes, Lucy, llamándote para quedar contigo.
- ¡Genial! -exclamé, maravillada-. Tengo muchas ganas de verte.
- Vale. Dime la dirección e iré a buscarte.
- ¿Ahora?
- ¿Por qué no?
- Verás, Gus, ahora no me va bien. -Me sentí muy desagradecida.
- Entonces, ¿cuándo?
- ¿Qué te parece pasado mañana?
- De acuerdo. El jueves, cuando salgas de la oficina. Iré a buscarte.
- Estupendo.
Miré a Daniel con la alegría reflejada en el rostro.
- Era Gus -dije, emocionada.
- Ya.
- Dice que ha pensado en mí.
- Ah, ¿sí?
- Quiere verme.
- No se merece tanta amabilidad.
- ¿Por qué te cabreas?
- Podrías haberle hecho trabajar un poco más, Lucy. No me gusta que hayas cedido tan fácilmente.
- Daniel, esta llamada de Gus es lo mejor que me ha pasado en varios meses. Y no tengo energía para jugar al perro y el gato con él.
Daniel esbozó una sonrisa tensa.
- Pues ya puedes ir reservando energía para jugar el jueves por la noche -dijo, cortante.
- Y a ti qué te importa -repliqué-. Tengo derecho a acostarme con quien quiera. ¿A qué viene esa actitud tan victoriana?
- Es que tú te mereces algo mejor que ese tipo. -Se levantó-. ¿Seguro que no quieres que me quede a dormir?
- Seguro. Gracias, de todos modos.
- Y ¿pensarás en lo que te he dicho acerca de buscar ayuda para tu padre?
- Sí, lo pensaré.
- Te llamaré mañana. Adiós.
Se inclinó para besarme (en la mejilla), y aproveché para decirle:
- Daniel, ¿podrías prestarme un poco de dinero?
- ¿Cuánto?
- Pues… veinte libras, si puede ser.
Me dio sesenta.
- Que te lo pases bien con Gus -añadió.
- Este dinero no es para Gus -dije, ofendida.
- Yo no he dicho que lo fuera.