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Estaba decidida a no volver a ver a Daniel. El único problema era que le había invitado a comer al día siguiente para celebrar su cumpleaños. No me pareció correcto cancelar aquella cita, pues, además de que habíamos quedado hacía varias semanas, se trataba del cumpleaños de Daniel.

Es posible que en el fondo me alegrara de ello, pero intenté no pensarlo demasiado. Lo cual no resultó difícil, porque las relaciones entre Karen y yo estaban fatal. Ella no me dirigía la palabra, y regularmente realizaba recorridos por el piso, tomándose la molestia de abrir todas las puertas para luego poder cerrarlas de un portazo.

Resultaba muy desagradable. Y yo me arrepentía de haberle dicho a Tom que saldría con él. Estaba completamente chiflada: Tom me parecía espantoso, y a Karen le hacía gracia. Y estaba convencida de que no me enamoraría de él ni le demostraría nada a Daniel.

Mientras dormía, el miedo a que Daniel hubiera conocido a una chica volvió a colarse en mí. Estaba segura de que el terror que había sentido la noche anterior había sido una premonición. Ya no era un simple pensamiento, sino que se había convertido en una premonición.

Intenté serenarme, mientras me preparaba para salir. Podía afirmar, casi con absoluta seguridad, que Daniel no me gustaba, estrictamente hablando. Lo que sentía por él no era una atracción romántica ni sexual. Inmediatamente me asaltaron recuerdos del beso, pero los borré de mi mente. (Seguía siendo especialista en borrar recuerdos y pensamientos; era una facultad muy útil.) Pero quizá había llegado a depender excesivamente de él como amigo. ¿Le habría cogido demasiado cariño tras la desintegración de mi familia?

Bueno, pues si así era, había que ponerle remedio.

Estaba orgullosa de mí misma por lo sensata que era. Aunque mi orgullo no duró mucho, y el pánico volvió a instalarse en mí rápidamente.

Pero ¿y si ahora mismo está en la cama con ella?, me pregunté.

Al final lo llamé; no pude contenerme. Justifiqué mi llamada en que no recordaba dónde habíamos quedado, aunque sabía perfectamente que en la estación de metro de Green Park a las dos en punto. Y me dio la impresión de que Daniel no hablaba como si hubiera una mujer en la cama, a su lado. De todos modos, no podía estar segura: la vida de Daniel no era una de esas películas de enredos en las que las mujeres, cuando están en la cama, ríen y chillan.

Haber caído en desgracia con Karen era, en el fondo, una bendición del cielo, porque así no tendría que inventar elaboradas excusas para reunirme con Daniel. En circunstancias normales, Karen habría sospechado algo, porque yo me había puesto de tiros largos con la intención de demostrarle a Daniel que no era una pesada ni una fracasada. Mi vestido, corto y suelto, y la chaqueta, también suelta, no me protegían demasiado del frío de marzo, pero no me importaba: mi orgullo me calentaría.

Daniel me esperaba delante de la estación de metro de Green Park a la hora acordada. Fui hacia él, temblorosa y tambaleándome sobre mis sandalias de tacón de piel de serpiente, y Daniel me sonrió con tanta intensidad que estuve a punto de torcerme un tobillo. Me puse a la defensiva. ¿Qué era lo que le hacía sonreír de aquella forma? ¿El placer de tener una novia nueva? ¿Acababa de acostarse con ella, y por eso tenía aquel aspecto tan espléndido?

- Estás preciosa, Lucy -dijo. Me besó en la mejilla, y sentí un cosquilleo en la piel-. ¿No tienes frío?

- No, qué va -contesté, distraída, mientras lo examinaba disimuladamente en busca de chupones, labios partidos, arañazos, etcétera.

- ¿Adónde vamos, Lucy? -me preguntó.

No descubrí ninguna señal de actividad sexual reciente en Daniel, pero como el abrigo lo cubría casi por completo, no había motivo para que yo bajara la guardia.

- Es una sorpresa -dije, y me pregunté si llevaría las solapas del abrigo levantadas para ocultar las marcas del cuello-. Vamos, deprisa, que me estoy congelando.

¡Mierda! Nuestras miradas se encontraron, y Daniel torció la boca como si intentara contener la risa.

- Ni se te ocurra -le amenacé.

- No, no -repuso él.

Lo llevé por Arbroath Street, y cuando llegamos a la entrada de Shore, dije:

- ¡Tachán!

Daniel se quedó impresionado, lo que me alegró. Shore era uno de los restaurantes más modernos de Londres, frecuentado por modelos y actrices. Al menos eso aseguraban las revistas; aquélla era la primera vez, y seguramente la última, que yo iba a comer allí.

En cuanto entramos en el local, me di cuenta, con cierta preocupación, de que Shore era mucho más moderno de lo que yo había imaginado. La mala educación del personal lo ponía en evidencia.

El relaciones públicas, un individuo taciturno, me miró fijamente, como si me hubiera agachado en la puerta del restaurante para mear.

- ¿Sí? -dijo con un susurro.

- Una mesa para dos a nombre de…

- ¿Tienen reserva? -me interrumpió.

Me dieron ganas de decirle: «Mira, mamón, tú eres un simple recepcionista, ¿vale? Siento mucho que esta comida vaya a costarme más de lo que tú cobras en una semana, pero ahorrándomela no voy a solucionar el problema de la distribución de la riqueza mundial. ¿No has pensado en ir a la escuela nocturna? Podrías volver a estudiar y aprobar un par de exámenes; a lo mejor así conseguirías un empleo como Dios manda.»

Pero como era el cumpleaños de Daniel y yo quería que todo saliera a la perfección, me limité a decir:

- Sí, tenemos reserva. A nombre de Sullivan.

Pero fue como si hablara con las paredes. El tipo había bajado de su pequeño podio y estaba besando a una mujer con pantalones acampanados de Gucci que había entrado detrás de nosotros.

- Kiki, querida -dijo con tono adulador-. ¿Cómo te ha ido por Barbados?

- Huy, ya te contaré -respondió la mujer-. Acabamos de llegar. David está aparcando el carro. -Echó un vistazo al restaurante. Daniel y yo tuvimos el detalle de apartarnos-. Hemos venido solos -añadió-. ¿Tienes una mesita junto a la ventana?

- ¿Habéis… reservado? -dijo el relaciones públicas con discreción.

- Ay, qué tonta soy. -Esbozó una sonrisa gélida-. Debí llamarte desde el coche. Pero confío plenamente en ti, Raymond.

- Maurice. Me llamo Maurice -dijo Raymond.

- Bueno, da lo mismo. -La mujer agitó una mano, quitándole importancia a aquel nimio detalle-. Búscanos una mesa enseguida: David está muerto de hambre.

- No te preocupes, querida; ya os encontraré algo.

Consultó su libreta. Daniel y yo nos fundimos con el papel pintado de la pared. Aunque no había papel pintado.

- A ver… -murmuró Maurice, nervioso-. Los de la diez están a punto de levantarse… -Seguía ignorándonos a Daniel y a mí.

Te odio, pensé.

Si hubiera estado sola, habría esperado eternamente: Pero como habíamos ido a aquel restaurante para celebrar el cumpleaños de Daniel, y como yo quería que Daniel se lo pasara bien, decidí tomar las riendas de la situación.

- Perdona, Maurice -dije-. Daniel está muerto de hambre. De hecho, creo que está tan hambriento como David. Nos gustaría sentarnos, por favor. En la mesa que hemos reservado.

Daniel soltó una carcajada. Maurice me fulminó con la mirada, sacó dos cartas y miró a Kiki como diciendo «¿tú te imaginas?». Echó a andar a paso ligero hacia la sala. Por lo visto llevaba una moneda de diez peniques sujeta entre las menudas nalgas, y le costaba gran esfuerzo mantenerla en su sitio. ¡Cómo las apretaba!

Tiró las cartas encima de una mesita y desapareció. Gente normal, ¡puaj! Estaba deseando deshacerse de nosotros.

Daniel y yo nos sentamos a la mesa. Daniel no paraba de reír.

- Has estado genial, Lucy.

- Lo siento -dije-. Quiero que te lo pases bien porque es tu cumpleaños, y porque te has portado muy bien conmigo, y porque te estoy muy agradecida. ¿Qué hiciste anoche?

- ¿Cómo? ¿Que qué hice anoche?

- Hmmm… sí. -No pretendía sonar tan brusca.

- Fui a tomar una copa con Chris.

- Y ¿con quién más?

- Con nadie más.

Uf.

Mi alivio duró unos treinta segundos, porque entonces me di cuenta de que había muchas más noches de sábado en el futuro, que se extendían hasta el infinito. Y cada una de esas noches cabía la posibilidad de que Daniel conociera a una chica.

Esa idea me deprimió tanto que casi no podía escuchar a Daniel. Me estaba proponiendo ir a ver a no sé qué cómico por la noche.

- No -dije rápidamente-. Esta noche no puedo salir contigo.

- ¿Por qué?

Me pareció que estaba un poco decepcionado.

- Porque tengo una cita -contesté.

- ¿En serio? Cuánto me alegro, Lucy. -De acuerdo, se alegraba, pero ¿no podía disimularlo un poco?

- Sí, es fantástico. -Estaba furiosa-. Y no es ni vago, ni borracho ni pobre. Trabaja, tiene coche y a Karen le gustaba.

- Estupendo.

Asentí.

- Así me gusta, Lucy -añadió él con entusiasmo. ¿«Así me gusta»? ¿Qué se había creído?

Mi estado de ánimo dio un brusco giro. Me quedé callada, demasiado enfadada para ser agradable con él, por mucho que fuera su cumpleaños.

- De modo que a partir de ahora ya no nos veremos tanto -dije.

- Lo comprendo, Lucy.

Tenía ganas de llorar.

Me quedé con la vista clavada en la mesa, y a Daniel debió de contagiársele mi lúgubre humor, porque él también se quedó muy apagado.

Pese a la mala educación del personal, no lo pasamos demasiado bien. La comida estaba buena, pero a mí se me había ido el hambre. Estaba demasiado enfadada con Daniel. ¿Cómo se atrevía a alegrarse por mí? Como si yo fuera una disminuida o algo así.

Afortunadamente, los malos modos de los camareros nos proporcionaron tema de conversación. Eran todos tan condescendientes, tan chulos y tan groseros que, hacia el final de la comida, Daniel y yo empezamos a comunicarnos de nuevo.

Cuando nos llevaron la cuenta, nos peleamos por ella.

- No, Daniel -dije con decisión-. Pago yo. Es mi regalo de cumpleaños.

- ¿Estás segura?

- Pues claro que sí. -Sonreí, pero cuando miré la cuenta se me demudó la cara.

- ¿Por qué no pagamos a medias? -propuso él al verme palidecer.

- Ni hablar.

Otro tira y afloja. Daniel intentó quitarme la cuenta de las manos, yo se lo impedí, etcétera, etcétera. Al final, Daniel me dejó pagar.

- Gracias por esta comida tan maravillosa -dijo.

- Muy maravillosa no ha sido, ¿no? -dije con tristeza.

- Claro que sí -replicó él categóricamente-. Hacía tiempo que quería venir a este restaurante, y ahora ya sé cómo es.

- Prométeme una cosa, Daniel -dije.

- ¿Qué cosa?

- Que jamás volverás a venir aquí por voluntad propia.

- Te lo prometo, Lucy.

Lo acompañé a la estación del metro, y después fui andando hasta la parada de autobús. Me sentía muy deprimida.

Tom era el perfecto caballero.

Llamó al timbre a las siete en punto, tal como habíamos acordado. Y, tal como habíamos acordado, no subió al piso. Compensaba la falta de elegancia y de gracia de su aspecto físico con un gran instinto de supervivencia. No era tonto, y sospechaba que Karen era una mala y vengativa perdedora.

Bajé a la calle; Tom me esperaba en el coche. Al verlo sentado al volante tuve una ligera conmoción. No era nada especial; sólo que le pegaba más estar colgado de un gancho en una carnicería. Y para colmo llevaba una camisa roja. Confiaba en que no le diera por ponerse un aro en la nariz.

Me llevó al mismo restaurante al que yo había llevado a Daniel. Maurice todavía trabajaba allí. Al vernos entrar por la puerta, nos miró con desprecio e incredulidad.

Tom me agasajó y después intentó llevarme a su piso, supongo que con la intención de hacerme un sesenta y nueve.

Pero no tuvo suerte.

Era un chico agradable, pero yo no me habría acostado con él ni que hubiera sido el último hombre del planeta. Y eso a él le encantaba.

Cuando rechacé sus proposiciones, me miró con admiración.

- ¿Quieres que quedemos algún día entre semana? -me preguntó-. Podríamos ir al teatro.

- Sí, quizá sí -dije sin mucha convicción.

- Bueno, no tenemos por qué ir al teatro -agregó-. Podemos ir a jugar a bolos, o a hacer karting. Lo que más te apetezca, de verdad.

- Ya me lo pensaré -dije. Me sentí muy mal-. Te llamaré.

- De acuerdo. Aquí tienes mi número de teléfono. Y mi número de fax. Y mi dirección de correo electrónico. Y mi dirección.

- Gracias.

- Llámame cuando quieras -dijo con fervor-. A cualquier hora del día o la noche.