50

Recuerdo que aquel verano Gus me recogía después del trabajo, cuando el calor abrasador que había hecho durante todo el día empezaba a remitir. Nos sentábamos fuera de los pubs y bebíamos cerveza helada, hablábamos y reíamos.

A veces éramos muchos, y otras sólo nosotros dos. Pero siempre había aquel aire quieto y templado, aquel tintineo de vasos, aquel murmullo de conversaciones.

El sol se ponía tarde, y el cielo no llegaba a oscurecer del todo. Su azul se intensificaba y cambiaba a un tono más oscuro, y pocas horas después el sol volvía a salir y empezaba otro día deslumbrante.

Y el calor cambiaba a la gente, la hacía mucho más agradable.

Londres estaba llena de gente simpática y parlanchina, la misma que el resto del año andaba por ahí con cara de pocos amigos. Ahora todos se volvían abiertos y mediterráneos, por el hecho de poder sentarse en la calle a las once de la noche con una camiseta, y sin morir congelados.

Y cuando echabas un vistazo a la terraza de un bar llena de gente, era evidente quién tenía trabajo y quién estaba en el paro. No sólo porque los parados nunca pagaban ninguna ronda, sino porque estaban muy morenos.

Hacía demasiado calor como para pensar en comer antes de las diez o las once de la noche; a esa hora nos acercábamos algún restaurante que tenía todas las puertas y ventanas abiertas, bebíamos vino barato y fingíamos que estábamos en el extranjero.

Cada noche nos acostábamos con las ventanas abiertas, tapados sólo con una sábana, y aun así, hacía demasiado calor para dormir.

Nos costaba imaginarnos que pudiera volver a hacer frío. Una noche pasé tanto calor que, desesperada, me eché un vaso de agua por encima, en la cama. Fue fantástico. Y la ola de pasión que aquello despertó en Gus fue todavía más fantástica.

Siempre había demasiadas cosas que hacer. La vida era una sucesión interminable de barbacoas, fiestas y noches de bares, o al menos así la recordaba yo. Algunas noches debí de quedarme en casa a mirar la televisión, y debí de acostarme pronto, pero la verdad es que no lo recuerdo.

Y no sólo había montones de cosas que hacer, sino que había montones de gente con las que hacerlas. Siempre había alguien dispuesto a salir. Aparte de Gus, por supuesto: él estaba dispuesto a salir todas las noches.

Ya no había peligro de que quisieras salir a tomar una copa y no tuvieras con quién ir.

Mis compañeros de trabajo solían venir con Gus y conmigo. Hasta la pobre Meredia nos acompañaba a veces, jadeando, abanicándose y explicándonos lo chafada que estaba.

Jed y Gus se llevaban muy bien, o mejor dicho, se llevaron muy bien durante un tiempo. Cuando se conocieron, parecían dos niñitos tímidos que quieren jugar juntos pero que no saben cómo empezar. Pero al final ambos salieron de entre los pliegues de mis faldas e hicieron sus tentativas de acercamiento. Gus debió de enseñarle a Jed su piedra de hachís, o algo así. Y entonces ya no había quién los parara. Cuando Jed salía con nosotros, yo apenas conseguía hablar con Gus en toda la noche. Mantenían largas y secretas conversaciones, y yo suponía que hablaban de música. A los chicos les gustaba hablar de esas cosas. Intentaban superarse recordando el nombre del grupo en el que había tocado algún guitarrista antes de tocar con otro grupo. Eso podía tenerlos ocupados durante días.

Pero cuando alguien les preguntaba de qué hablaban, Jed y Gus respondían diciendo: «Son cosas de tíos; tú no lo entenderías.» Y con su misteriosa respuesta solían obtener sonrisas indulgentes, hasta que una noche se lo dijeron a Simon, el novio de Charlotte.

Jed y Gus siempre se estaban burlando de Simon y su extensa selección de ropa a la última moda, de su agenda personal electrónica y del ejemplar de Arena o GQ que siempre llevaba encima. Pero aquella vez se pasaron de la raya.

Nunca desperdiciaban una oportunidad de meterse con el pobre Simon.

- ¿Es nueva esa camiseta? -le preguntó Gus a Simon una noche, y lo miró con una cara de mosquita muerta que presagiaba problemas.

- Sí, es de Paul Smith -respondió Simon con orgullo, y tendió los brazos para que pudiéramos verla mejor.

- ¡La tengo idéntica! -dijo Gus-. Me compré cinco por cinco libras en el mercado de Chapel Street. Pero no creo que el tipo que me la vendió fuera un Smith. Creo que enchironaron a toda la familia el mes pasado por vender mercancías robadas. ¿Estás seguro de que la tuya es de Smith?

- Sí. Estoy seguro.

- A lo mejor es que ya los han soltado -especuló Gus. Y se puso a hablar de otra cosa, satisfecho ahora que Simon no podía disfrutar de su camiseta nueva.

Y finalmente llegó la esperada noche en que Dennis conoció a Gus. Dennis le estrechó la mano y le sonrió. Después me miró, puso cara de angustiado y se metió los nudillos en la boca.

- Quiero hablar contigo a solas -dijo, y me arrastró por el pub-. ¡Oh, Lucy! -exclamó.

- ¿Qué pasa?

Se cubrió la cara con gesto consternado y susurró:

- ¡Es un ángel!

- ¿Te gusta? -Me sentí orgullosa.

- ¡Pero si es divino, Lucy!

Tuve que darle la razón.

- No se ven muchos irlandeses guapos -continuo-, pero los que están bien paridos están bien paridos de verdad.

No creo que aquella opinión estuviera basada en el reflejo que el espejo le ofrecía a él.

Aquella noche Dennis se apropió de Gus, lo cual me puso bastante nerviosa. Dennis siempre decía que en el terreno del amor valía todo; especialmente cuando le gustaba el novio de alguien. Y aquella noche, cuando Gus y yo nos íbamos a casa en autobús, dijo:

- Ese amigo tuyo, Dennis, es simpatiquísimo.

¿Cómo podía Gus ser tan inocente?

- ¿Tiene novia?

- No.

- Es una lástima. Un tipo tan simpático como él.

Me preparé por si Gus me decía que había quedado con Dennis para tomar una copa otro día, pero afortunadamente no lo hizo.

- Tenemos que buscarle novia -propuso Gus-. ¿No tienes ninguna amiga soltera?

- Sólo Meredia y Megan.

- Bueno, esa pobre criatura, Meredia, no puede ser -dijo con lástima.

- ¿Por qué no? -pregunté poniéndome a la defensiva.

- Mujer, es evidente, ¿no?

- ¿Qué es evidente? -repuse, dispuesta a derribarlo de un empujón.

- Venga, Lucy, no me digas que no lo has notado.

- ¿Que está gorda? -dije, acalorada-. ¿Te parece bonito…?

- No seas idiota. No me refiero a eso. Madre mía, Lucy, qué cosas dices. No me lo esperaba de ti.

- ¿De qué estás hablando, entonces?

- De Meredia y Jed, por supuesto.

- Estás como una cabra, Gus -dije de todo corazón.

- Es posible -concedió.

- ¿Qué quieres decir con eso de «Meredia y Jed»?

- Quiero decir que a Meredia le cae muy bien Jed.

- A todas nos cae muy bien.

- No, Lucy. Lo que quiero decir es que a Meredia le encantaría tirarse a Jed.

- Eso no es verdad.

- Te digo que sí.

- ¿Cómo lo sabes?

- Salta a la vista.

- A mí no me lo parece.

- Bueno, pues a mí sí -dijo Gus-. Y tú eres la mujer. Se supone que tienes más intuición que yo.

- Pero si… Meredia es demasiado mayor para él.

- Tú también eres mayor que yo.

- Sólo te llevo dos años.

- Ya, pero el amor no entiende de edades -sentenció Gus-. Lo leí en el envoltorio de una galletita china.

Vaya, vaya. Qué emocionante. ¡Romance! ¡Intriga! Amor entre las cartas intimidatorias.

- Y ¿crees que a él le gusta Meredia? -pregunté con súbita curiosidad.

- ¿Cómo quieres que lo sepa?

- Pues tienes que averiguarlo. Tú hablas mucho con Jed. Él te cuenta muchas cosas.

- Sí, pero nosotros somos hombres y no hablamos de esas tonterías.

- Prométeme que lo intentarás -supliqué.

- Lo prometo. Pero eso no soluciona el problema de Dennis.

- ¿Qué me dices de Megan?

Él hizo una mueca y sacudió la cabeza.

- Es demasiado engreída. Seguro que se cree que es demasiado guapa para Dennis, a pesar de que él es un chico muy atractivo.

- ¡Gus! Megan no es como la pintas.

- Claro que sí.

- Te digo que no -insistí.

- Que sí -insistió Gus.

- Está bien. Como quieras.

- Vaya. Por una vez me das la razón -repuso con melancolía.

Después, cuando Dennis me dio el parte, lo primero que me dijo fue que Gus era espectacular, y después me dijo que Gus era gay. Ninguna de las dos cosas me sorprendió. Pero a continuación redujo el tono festivo de la conversación y me interrogó acerca de la situación económica de Gus.

- Bueno, no tiene problemas -dije quitándole importancia al asunto.

- Pero ¿tiene dinero?

- No mucho.-Pero si os pasáis la vida saliendo.

- ¿Y qué?

- ¿Has ido a alguno de sus conciertos?

- No.

- ¿Por qué?

- Porque cuando más trabaja es en invierno.

- Ten cuidado, Lucy -me previno Dennis-. Ese chico es un rompecorazones.

- Gracias por el consejo, pero sé cuidarme solita.

- No, no sabes.

Aquel verano salí mucho con Charlotte y Simon. Cuando los sospechosos habituales se reunían para ir a tomar una copa después del trabajo, a ellos casi siempre los encontrabas donde estaba la acción.

Después se fueron una semana a Portugal. Nos preguntaron a Gus y a mí si queríamos ir con ellos. O mejor dicho, Charlotte me preguntó si quería ir con ellos, y dijo que podía llevarme a Gus, si quería. Y que no me preocupara por las riñas de Gus y Simon.

Pero Gus y yo no teníamos dinero. A mí no me importaba, porque mi vida se parecía mucho a unas vacaciones, aunque no me moviera de Londres.

Gus, Jed, Megan, Meredia, Dennis y yo fuimos a despedirlos al aeropuerto, porque nos habíamos hecho tan amigos que nos sabía muy mal separarnos.

Mientras estuvieron fuera, hablamos mucho de ellos, preguntándonos cosas como «¿Qué estarán haciendo ahora Simon y Charlotte?» o «Creéis que estarán pensando en nosotros?».

Hasta Gus echaba de menos a Simon. «Ya no tengo a nadie con quien meterme», se lamentaba.

La noche que regresaron, estábamos todos tan eufóricos que montamos una gran fiesta. Nos bebimos todo el vinho verde que habían comprado en el duty-free. La noche prometía ser un verdadero éxito, hasta que Charlotte vomitó y tuvimos que acostarla.

Aquel verano, los únicos que no salían eran Karen y Daniel.

Yo apenas los veía.

Karen casi siempre estaba en el piso de Daniel. De vez en cuando pasaba por nuestro piso para recoger algo de ropa; entraba y salía mientras Daniel la esperaba en el coche.

Daniel y yo no volvimos a vernos a solas. Ni siquiera nos llamamos por teléfono. Y eso me causaba cierto pesar, porque yo era una sentimental incorregible. Pero no sabía cómo remediarlo: no parecía que hubiera camino de regreso. De modo que intenté concentrarme en todo lo bueno que me ofrecía la vida, es decir: en Gus.

Cuando nos enteramos de que Daniel y Karen se iban juntos a Escocia en septiembre, comprendí que lo suyo iba en serio. Supe, por el brillo de los ojos de Karen, que ella creía que tenía la victoria asegurada con Daniel. Sólo era cuestión de tiempo que empezara a discutir con su madre sobre si debían invitar a los tíos terceros, y a comparar los méritos del pastel de limón con merengue y la charlotte de fresa.

Yo me preguntaba si Karen me propondría ser su dama de compañía. Me imaginaba que no.

Un sábado por la noche fuimos todos -Charlotte, Simon, Gus, yo, Dennis, Jed, Megan y hasta Karen y Daniel- a un concierto al aire libre que se celebraba en una casa solariega del norte de Londres.

Lo pasamos estupendamente, pese a que se trataba de un concierto de música clásica. Tumbados en la hierba, escuchando el susurro de las hojas mecidas por la suave brisa nocturna, bebiendo champán, comiendo bocadillos de salchichas y pastelitos rellenos de crema de Marks and Spencer.

Cuando acabó el concierto, decidimos que llevábamos mucho rato comportándonos como adultos y que aquella noche todavía no habíamos hecho el loco. Sólo era medianoche, y acostarse antes de que saliera el sol era como estropear la noche.

Así que compramos unas botellas de vino en una tienda abierta las veinticuatro horas del día y a cuyo propietario no le importaba violar la ley, nos metimos en varios taxis y volvimos a nuestro piso.

No había copas limpias, así que Karen me nombró voluntaria para lavar las necesarias.

Cuando estaba en la cocina, lavando las copas y muriéndome de ganas de volver al salón, donde estaba la diversión, Daniel entró en busca de un sacacorchos.

- ¿Cómo estás? -le pregunté. Sin darme cuenta, le había sonreído, porque no resulta fácil modificar los hábitos adquiridos.

- Bien -dijo mirándome con extrañeza-. ¿Y tú?

- Bien.

Hubo una breve pausa.

- Hacía una eternidad que no te veía -dije.

- Ya.

Otra pausa. Hablar con él era como intentar extraerle sangre a un nabo.

- Así que te vas a Escocia, ¿no?

- Sí.

- ¿Te hace ilusión?

- Sí. Nunca he estado en Escocia -contestó Daniel, lacónico.

- Pero no es sólo por eso, ¿verdad?

- ¿Qué quieres decir? -Me miró desafiante.

- Bueno, ya sabes. Conocer a la familia de Karen, y todo eso. -Asentí enérgicamente con la cabeza-. ¿Qué viene después?

- ¿De qué estás hablando? -preguntó él, hermético.

- Ya lo sabes -dije, y sonreí con aire vacilante.

- No, no lo sé. Me voy de vacaciones, y punto, ¿vale?

- Ostras, Daniel -balbucí-. Antes tenías sentido del humor.

- Lo siento, Lucy. Intentó cogerme por el brazo, pero yo me solté y salí de la cocina.

Se me llenaron los ojos de lágrimas, y eso me asustó, porque yo no lloraba jamás. Excepto cuando tenía tensión premenstrual, pero eso no contaba.

O cuando veía un programa sobre unos gemelos siameses a los que habían separado, y uno de ellos había muerto. O cuando veía a un anciano renqueando por la calle, solo. O cuando entraba en el salón y todos me gritaban porque no había vuelto con las copas limpias. Los muy cerdos.

Sin embargo, pese a la prominente presencia de Meredia, Jed, Megan, Dennis, Charlotte y Simon en mi vida, no se puede negar que aquél fue el verano de Gus.

Desde que apareció tras sus tres semanas de ausencia, apenas nos separamos.

De vez en cuando yo hacía algún somero intento de pasar una noche sola; no porque quisiera, sino porque tenía la impresión de que era lo que se esperaba que hiciera.

Tenía que aparentar ser una mujer independiente, que tenía mi propia vida; pero la verdad era que todo lo que me gustaba hacer sin Gus, aún me gustaba más hacerlo con Gus.

Y a él le pasaba lo mismo.

- Esta noche no nos veremos -le dije varias veces-. Tengo que poner lavadoras y ordenar un poco mis cosas.

- Qué pena, Lucy -se lamentaba él-. Te echaré de menos.

- Pero si nos veremos mañana -le decía yo, haciéndome la desesperada; pero en realidad estaba encantada, por supuesto-. Seguro que sobrevivirás una noche sin mí.

Pero cada vez que le decía algo así, Gus se presentaba en mi piso a las nueve en punto, intentando poner cara de arrepentido, cosa que no conseguía.

- Lo siento, Lucy. -Se le escapaba la risa-. Ya sé que querías estar sola, pero tenía que verte, aunque sólo fueran cinco minutos. Ahora que te he visto, ya me puedo marchar.

- No, no te vayas -decía yo siempre. Supongo que él ya lo sabía.

Era alarmante: cuando no estaba con Gus tenía la sensación de que perdía el tiempo.

Estaba loca por él, aunque intentaba que no se me notara demasiado. Y él también parecía estar loco por mí, al menos a juzgar por la cantidad de tiempo que pasaba conmigo.

El único problema, si es que podía considerarse como tal, era que Gus nunca me había dicho que me quería. Nunca me lo había dicho abiertamente: «Te quiero, Lucy.» Eso no me preocupaba -bueno, no me preocupaba mucho-, porque yo sabía que él era diferente. Seguramente me quería, pero no se le había ocurrido decírmelo. Al fin y al cabo, era tremendamente despistado. Sin embargo, creí que sería mejor que yo no le dijera que lo quería hasta que él me lo dijera a mí.

No había por qué precipitarse sacando el arma.

Además, siempre cabía la posibilidad de que él no me quisiera, y no hay nada más penoso que eso.

Me habría gustado hablar con él de nuestra relación, de lo que él esperaba del futuro. Pero Gus nunca sacó el tema, y para mí era demasiado violento.

Tenía que armarme de paciencia y esperar. Las pocas veces en que me asaltaban los temores o las dudas, recordaba la predicción de la señora Nolan, y que mi destino era Gus.

Me consolaba pensando que la paciencia es una virtud, que quien la sigue la consigue, que no por mucho madrugar amanece más temprano. E ignoraba los dichos que me aconsejaban actuar de inmediato, no quedarme dormida y coger el toro por los cuernos.

No recuerdo que me preocupara mucho mi futuro con Gus durante aquel mágico y dorado verano. Yo creía ser feliz, y con eso me bastaba.