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Me moría de ganas de ver a Gus. Evidentemente, como hacía unos tres meses que no salía, parte de la excitación era puro mono. Pero había algo más: seguía locamente enamorada de él. En el fondo nunca había dejado de albergar esperanzas de que nuestra relación pudiera funcionar. Estaba tan emocionada que hasta dejé de preocuparme temporalmente por mi padre.
Cuando les dije a mis compañeros de trabajo que había quedado de verme con Gus, se organizó un tumulto. Meredia y Jed gritaron de alegría; luego se cogieron del brazo y se pusieron a dar saltitos por la oficina, derribando una silla. Luego cambiaron de dirección, y Meredia tiró una bandeja de escritorio al suelo con la cadera, esparciendo clips, tippex, bolígrafos y rotuladores por todas partes.
Estaban casi tan emocionados como yo, seguramente debido a que su vida sentimental y social era igual de sosa que la mía, y cualquier novedad los alegraba, ya fuera personal o indirecta.
Megan era la única que no daba muestras de júbilo.
- ¿Con Gus? ¿Vas a salir con Gus? Pero ¿qué ha pasado? ¿Dónde lo has visto?
- No lo he visto. Me llamó por teléfono.
- ¡Menudo cerdo! -exclamó.
Los demás expresamos nuestro desacuerdo.
- No es ningún cerdo -replicó Meredia.
- No te metas con él. Es un tipo estupendo -dijo Jed.
- A ver, ¿qué pasó? -me preguntó Megan, ignorando los comentarios de nuestros compañeros-. Te llamó por teléfono y ¿qué?
- Y me pidió que quedáramos -contesté.
- Y ¿te dijo por qué? ¿Te dijo lo que quiere de ti?
- No.
- Y ¿piensas salir con él?
- Sí.
- ¿Cuándo?
- Mañana.
- ¿Podemos ir nosotros también? -pidió Meredia mientras se agachaba y se ponía a recoger grapas.
- No, Meredia, esta vez no -dije.
- A nosotros nunca nos pasan cosas interesantes -repuso con aire taciturno.
- No digas eso -terció Jed para animarla-. ¿Qué me dices del simulacro de incendio?
Hacía una semana había habido un simulacro de incendio, y tuve que reconocer que fue divertidísimo. Sobre todo porque todos lo sabíamos, pues Gary, de Seguridad, le había filtrado la información a Megan pensando que así tendría más posibilidades de ligar con ella. De modo que dos horas antes de que sonara la alarma, nosotros ya teníamos los abrigos puestos y los bolsos encima de la mesa, preparados para salir de la oficina.
Según el comunicado que habían distribuido, yo era monitora de incendios, pero no tenía ni idea de lo que eso significaba, entre otras cosas porque nadie se había tomado la molestia de explicármelo. Así que aprovechando el caos y la confusión, fui a Oxford Street y entré en un par de zapaterías.
- No quedes con él, Lucy -dijo Megan. Parecía preocupada.
- No pasa nada -dije para tranquilizarla, conmovida por su actitud protectora-. Sé cuidarme sola.
- Ese tío sólo te traerá problemas, Lucy.
Y se quedó callada, lo cual no era habitual en ella.
Al día siguiente, cuando llegó al trabajo, Jed dijo que no había podido pegar ojo en toda la noche de lo emocionado que estaba. Y se pasó el día quejándose de que estaba nervioso.
Se empeñó en examinar mi aspecto antes de que yo fuera a reunirme con Gus.
- Buena suerte, agente Sullivan -me dijo-. Todos contamos con usted.
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan joven y tan feliz. Como si la vida me ofreciera posibilidades.
Gus me estaba esperando en la calle, intercambiando insultos con Winston y Harry (que después comprobé que eran ciertos). Cuando lo vi, me dio un vuelco el corazón; estaba guapísimo, con el negro y reluciente cabello tapándole los verdes ojos.
Su atractivo no había mermado en aquellos cuatro meses.
- ¡Lucy! -gritó al verme, y abrió los brazos.
- Hola, Gus. -Sonreí, ansiosa, con la esperanza de que no se diera cuenta de que me temblaban las piernas de júbilo y de nervios.
Él me abrazó con fuerza, pero entonces me fijé en que le olía el aliento a alcohol, y mi felicidad detuvo bruscamente su vertiginoso ascenso. El hecho de que Gus apestara a alcohol no era nada raro; de hecho, lo raro era que no apestara a alcohol. Ésa era precisamente una de las cosas que me gustaban de él.
O que me habían gustado hasta entonces.
Por lo visto ahora ya no me gustaba.
Me sentí estafada. De haber querido pasar la noche con un borracho apestoso, me habría quedado en casa con mi padre. Se suponía que mi cita con Gus era la Gran Evasión, y no más de lo mismo.
Gus se echó hacia atrás para mirarme, pero sin soltarme. No paraba de sonreír. Y yo me animé.
Me costaba creer que estuviera tan cerca de aquel hermoso rostro. Estoy con Gus, pensé, incrédula. Estoy abrazando a mi sueño.
- Vamos a tomar algo -sugirió.
Me invadió de nuevo aquella sensación de fastidio.
¡Qué sorpresa!, me dije, un tanto molesta. Pensaba que Gus habría preparado algo un poco más original para celebrar nuestra reconciliación. Tonta de mí.
- Vamos -dijo, y echó a andar con paso ligero. Bueno, la verdad es que casi echó a correr.
Debe de estar seco, pensé mientras lo seguía. Entramos en un pub que había cerca de allí, al que habíamos ido muchas veces. Era uno de los pubs preferidos de Gus; conocía al camarero ya casi toda la clientela.
Al entrar por la puerta detrás de Gus, de pronto pensé: Odio este pub. Hasta entonces nunca me había fijado, pero siempre me había sentido incómoda allí.
Estaba sucio, y nunca limpiaban las mesas. Estaba lleno de individuos que me miraban de arriba abajo cuando yo entraba, y los camareros eran muy groseros con las chicas. O quizá sólo conmigo.
Pero intenté pensar positivamente.
Estaba con Gus, y Gus estaba guapísimo. Era gracioso, sexy y amable. Aunque siguiera llevando aquel espantoso abrigo de piel de borrego que seguramente tenía pulgas.
Cuando llegó el momento de pagar la primera copa, hubo una momentánea alteración de la tradición: la pagó Gus.
Gus montó todo un número alrededor de ese detalle.
En cuanto nos sentamos busqué mi monedero, naturalmente, como hacía siempre cuando salía con Gus. Como hacía siempre, vaya, aunque no estuviera con Gus. Pero en lugar de pedirme el dinero, como solía hacer, se levantó de un brinco y bramó:
- ¡Ni hablar! ¡De ninguna manera!
- ¿Qué dices? -repuse, un tanto irritada.
- ¡Guarda tu dinero! ¡Guárdalo! -me ordenó con bruscos ademanes, como hacen los tíos borrachos en las bodas-. Esta ronda la pago yo.
Fue como si el sol saliera de detrás de las nubes: Gus llevaba dinero. Aquello era una señal de que todo iba a salir bien, que Gus cuidaría de mí.
- Vale -dije sonriendo.
- No, de verdad -dijo él dándole manotazos a mi monedero.
- De acuerdo.
- Si no me dejas pagar, me ofenderé. Lo consideraré un insulto -insistió.
- Pero si no tengo nada que objetar, Gus -dije.
- Ah, vale. -Parecía un poco decepcionado-. ¿Qué quieres tomar?
- Un gin-tonic -contesté.
Gus volvió al cabo de un rato con mi gin-tonic y una jarra de cerveza y un chupito de whisky para él.
- Caray -se lamentó-. ¡Esto es un robo! ¿Sabes cuánto me han cobrado por el gin-tonic?
Menos de lo que me van a cobrar a mí por tu segunda ronda, pensé. ¿Por qué siempre tenía que pedir dos bebidas, en lugar de una, como todo el mundo? Pero me limité a decir «Lo siento», porque no quería estropear aquella noche tan deseada.
De todos modos, su enojo no duró mucho. Nunca le duraban mucho los enojos.
- Salud, Lucy. -Me sonrió, y entrechocó su jarra con mi exorbitante gin-tonic.
- Salud -dije intentando sonar sincera.
- Bebo, luego existo -recitó él, y vació media jarra de un trago.
Sonreí, pero haciendo un esfuerzo. Normalmente me encantaban sus comentarios ingeniosos, pero aquella noche no me hacían ninguna gracia.
Las cosas no estaban saliendo como yo quería.
No sabía de qué hablar con Gus, y a él no parecía interesarle demasiado hablar conmigo. Antes siempre tenía muchas cosas que contarme, pensé con nostalgia. Pero de pronto nuestra conversación se llenaba de tensos silencios, al menos por mi parte.
Estaba deseando superar aquella barrera de tensión y entablar una conversación fluida, pero no había forma de arrancar. Gus tampoco se esforzaba; es más, ni siquiera parecía que se hubiera percatado del silencio. Era como si yo no estuviera allí.
Estaba tan pancho, sentado en su butaca, con sus bebidas y su cigarrillo, cómodo, satisfecho, observando a la gente, saludando a los conocidos. Tranquilo y relajado. Sonrió, se acabó las dos bebidas a una velocidad asombrosa, volvió a la barra y pidió otras dos.
No me preguntó si quería otra copa. En realidad casi nunca me lo preguntaba. Pero antes eso nunca me había importado. Ahora, en cambio, sí me importaba.
Permanecimos en silencio mientras él tomaba sus dos bebidas y fumaba un cigarrillo. Se acabó la cerveza y dijo:
- Te toca, Lucy.
Me levanté como un robot del asiento y le pregunté qué quería.
- Una cerveza y un chupito -me contestó, inocente.
- ¿Algo más? -pregunté con sarcasmo.
- Muchas gracias -dijo él, encantado de la vida-. Ya que me lo preguntas, podrías comprarme cigarrillos. Eres un ángel.
- ¿Cigarrillos?
- Sí, cigarrillos.
- ¿Qué marca?
- Benson and Hedges.
- Cuántos? ¿Mil?
Gus lo encontró graciosísimo.
- Con veinte me conformo, pero si quieres comprarme más, adelante.
- No, Gus, no quiero comprarte más -dije fríamente.
Mientras esperaba en la barra, me pregunté por qué estaba tan enojada. Llegué a la conclusión de que todo era culpa mía. Yo me lo había buscado. Esperaba demasiado de aquella cita. Y la necesitaba demasiado.
Necesitaba que Gus fuera cariñoso conmigo, que me prestara atención, que me dijera que me había echado de menos, que estaba guapísima, que estaba locamente enamorado de mí.
Pero Gus no había hecho nada de eso. No me había preguntado cómo estaba, no me había explicado dónde había estado, por qué no me había llamado en casi cuatro meses.
Era evidente que le pedía demasiado. Mi vida era tan desgraciada que había depositado todas mis esperanzas en Gus, mi salvador. Pretendía que él se ocupara de mí, entregarle mi vida y decirle: «Toma, arréglala.»
Lo quería todo.
Relájate, me dije mientras intentaba llamar la atención del camarero. Diviértete. Al menos estás con él. Ha venido, ¿no? Y es igual de ingenioso y divertido que antes. ¿Qué más quieres?
Volví a la mesa, cargada de bebidas y de esperanzas renovadas.
- Eres estupenda, Lucy -dijo él, y me quitó los vasos de las manos.
Poco después anunció:
- Vamos a pedir otra copa. -Y añadió como si tal cosa-: Pagas tú.
Tuve la sensación de que dentro de mí algo se caía de un estante y se hacía añicos contra el suelo. Yo no era ninguna institución benéfica. Quizá lo había sido, pero ya no lo era.
- Ah, ¿sí? -dije, incapaz de ocultar mi enfado-. Pues no sé cómo, porque no me queda ni un céntimo.
- Pero ¿qué dices? -replicó mirándome con recelo. Debió de ver algo extraño en mí.
- No llevo más dinero, Gus -dije resueltamente.
No era verdad: me quedaba dinero para volver a casa y hasta para comprarme una bolsa de patatas por el camino, pero no pensaba decírselo. Gus habría sido capaz de camelarme para que se lo diera.
- Qué mala eres -dijo riendo-. ¿Por qué me das estos sustos?
- Hablo en serio.
- ¡Anda ya! Tienes una de esas tarjetitas mágicas con las que sacas dinero de esos agujeros que hay en la pared.
- Sí, pero…
- Entonces, ¿a qué esperas? Corre, Lucy, no hay tiempo que perder. Ve a sacar pasta; yo te espero aquí guardando el sitio.
- ¿Y tú, Gus?
- Bueno, creo que me llega para pedir otra cerveza mientras te espero. Gracias.
- No, Gus. Lo que quiero decir es si tú no tienes tarjetas.
- ¿Yo? -Rió a carcajadas-. ¿Hablas en serio? -Siguió riendo, y luego hizo una mueca, como diciendo que me había vuelto loca.
Me quedé esperando a que terminara.
- No, Lucy. -Carraspeó y finalmente se calmó, pero aún se le escapaba la risa-. No tengo ninguna tarjeta.
- Pues mira, yo tampoco.
- Claro que tienes. Te he visto utilizarla.
- Ya no la tengo.
- No te creo.
- En serio, Gus.
- Y ¿cómo es eso?
- Se la quedó el cajero. Porque no tenía dinero en la cuenta.
- ¿Que no tenías dinero en la cuenta? -Se quedó perplejo.
Fastídiate, pensé. Pero inmediatamente me arrepentí. Gus no tenía la culpa de que yo estuviera enfadada con mi padre.
De pronto me dieron ganas de contárselo todo, de explicarle por qué estaba tan rara y tan malhumorada. Necesitaba comprensión, perdón, cariño, conmiseración. De modo que, sin más preámbulos, me puse a hablar de lo difícil que era vivir con mi padre, de que me lo gastaba todo en él y no me quedaba nada para mí, de…
- Oye, Lucy.
- ¿Qué?
- Ya sé lo que podemos hacer -dijo con una sonrisa.
- Ah, ¿sí? -Genial, pensé.
- Tienes un talonario, ¿verdad?
¿Un talonario? ¿Qué tenía que ver mi talonario con el relato de mis desgracias?
- Mira, el camarero es amigo mío -prosiguió con un intenso brillo en la mirada-. Si yo respondo por ti, aceptará un talón.
Tragué saliva. Aquello no era lo que yo quería oír.
- Venga, haz el talón.
- Es que no tengo dinero en la cuenta, Gus. -A pesar de todo, me sentía como una aguafiestas-. De hecho tengo un descubierto considerable.
- Bah, eso no importa -dijo-. No es más que un banco, ¿no? ¿Qué crees que te van a hacer? La propiedad es un robo. Vamos, Lucy, ¡hay que combatir el sistema!
- No -dije disculpándome-. No puedo, de verdad.
- Como quieras. Pero si no quieres hacer el talón, ya podemos irnos a casa. Es una lástima. Adiós.
- Está bien -cedí; cogí mi bolso y busqué el talonario, e intenté no pensar en la llamada telefónica que recibiría de mi banco.
Pensé que Gus tenía razón: al fin y al cabo, se trataba sólo de dinero. Sin embargo, me preguntaba por qué yo siempre tenía que dar. No estaría mal que, para variar, de vez en cuando alguien me diera algo a mí.
Hice un talón, y Gus lo cogió y se fue a la barra. A juzgar por el tiempo que tardaba y por la expresión del camarero, la gestión no le estaba resultando nada fácil. Finalmente regresó cargado de bebidas.
- Misión cumplida. -Sonrió mientras se guardaba un puñado de billetes en el bolsillo. Me fijé en que llevaba la cremallera de los vaqueros cerrada con un imperdible.
- Dame el cambio, Gus -dije intentando disimular mi irritación.
- ¿Qué te pasa, Lucy? Te estás volviendo muy tacaña.
- Ah, ¿sí? -Mi rabia empezaba a desbordarse-. ¿Me estoy volviendo tacaña? ¿Y quién ha pagado casi todas las copas que hemos pedido?
- Mira -repuso él, ofendido-, si te vas a poner así, dime cuánto te debo y te lo devolveré en cuanto pueda.
- Muy bien.
- Aquí tienes el cambio -añadió, y dejó billetes y monedas encima de la mesa.
Llegado ese momento, comprendí que la noche se había echado a perder, que ya no tenía arreglo. En realidad, se veía venir, pero hasta entonces yo todavía pensaba que podríamos salvarla.
Sabía que no era nada elegante hacerlo, pero aun así cogí el dinero y lo conté.
Había extendido un talón de cincuenta libras, y Gus me había devuelto unas treinta. Una ronda de bebidas para dos personas no costaba veinte libras, aunque una de esas dos personas fuera Gus.
- ¿Y el resto?
- Mientras estaba en la barra se me acercó Keith Kennedy, y también me pareció correcto invitarle.
- ¿Y eso?
- Es que se ha portado muy bien conmigo, Lucy.
- Todavía falta dinero -dije, sorprendida de mi tenacidad.
Gus emitió una risa forzada.
- Verás, es que le debía diez libras -admitió.
- Y como le debías diez libras, se las has devuelto con mi dinero -dije con calma.
- Sí. Pensé que no te importaría. Tú eres como yo, Lucy, un espíritu libre. A ti no te importa el dinero.
Siguió pegándome el rollo, y luego se puso a cantar Imagine, sólo que por lo visto el único verso que sabía era el de «imagínate que nadie posee nada». Se puso muy teatrero, extendiendo los brazos, suplicante, y haciendo gestos elocuentes.
- ¡Lucy, imagínate que nadie posee nada! ¡Imagínate que nadie posee nada! ¡Canta conmigo! ¡Imagínate que nadie posee nada!
Hizo una pausa y esperó a que yo riera. Pero no lo hice, así que él siguió cantando:
- «Dirás que soy un soñador… Que tengo más jeta que un atracador…»
Si aquello hubiera pasado antes, yo me habría emocionado, me habría reído, le habría dicho que era un desastre y le habría perdonado.
Pero ahora no.
No dije nada. No podía decir nada. Ni siquiera estaba furiosa. Me sentía idiota. Estaba demasiado avergonzada de mí misma como para enfadarme. Ni siquiera merecía enfadarme.
Me había pasado toda la noche intentando disimular ante mí misma lo cabreada que estaba. Pero ya no aguantaba más.
¿Por qué tenía la impresión de que siempre me pasaba lo mismo? Di un rápido repaso a mi vida y me di cuenta de que tenía esa impresión porque, efectivamente, siempre me pasaba lo mismo.
Me pasaba cada día con mi padre. Tenía que hacer virguerías con el dinero para darle a él lo que necesitaba.
Ahora entendía por qué aquello me parecía tan normal.
Gus siempre me presionaba para sonsacarme dinero, porque él nunca tenía ni un céntimo. Al principio no me importaba dárselo. Pensaba que le estaba ayudando, que él me necesitaba. Pero ahora lo entendía todo. Qué idiota había sido. Lo sabía todo el mundo, menos yo. Era una buenaza. Pobre Lucy, está tan necesitada de amor y cariño que se lo traga todo. Sería capaz de darte hasta la camiseta porque cree que tú la necesitas más que ella. Con Lucy nunca pasarás hambre, aunque tenga que pasar hambre ella. Pero ¿y qué? ¿Qué más da?
Gus no era el único novio al que había tenido que sacar de apuros económicos. La mayoría de mis novios no tenía trabajo. Y los que lo tenían tampoco tenían dinero.
Durante el resto de la velada fue como si hubiera abandonado mi cuerpo y nos observara a Gus y a mí desde las alturas.
Él pilló una cogorza de miedo.
Debí levantarme y marcharme del pub, pero no podía. Estaba fascinada; lo que estaba viendo me repugnaba y me horrorizaba, pero no podía dejar de mirar.
Gus me quemó las medias con el cigarrillo, y yo ni siquiera me enteré. Me derramó la cerveza por encima, y tampoco me enteré. Hablaba arrastrando las palabras, decía estupideces, empezaba a contar historias, se iba por las ramas y se olvidaba de lo que estaba explicando. Se puso a hablar con la pareja de la mesa de al lado, y siguió hablándoles a pesar de que era evidente que los estaba molestando.
Sacó un billete de cinco libras del bolsillo, pese a que me había dicho que no le quedaba nada de dinero, y volvió a interrumpir a la pareja de la mesa de al lado mostrándoles el billete y gritando: «Venid, que os enseñaré una foto de mi novia. Se la hicieron el día que cumplía veintiún años. Mirad, ¿verdad que es preciosa?»
Era el tipo de comentario que, en el pasado, me habría hecho desternillarme. Ahora lo encontraba bochornoso, o peor aún, aburrido.
Cuanto más se emborrachaba él, más sobria estaba yo. Yo casi no hablaba, y a él no parecía importarle. Creo que ni siquiera se percataba de mi silencio.
¿Siempre había sido así?, me pregunté. Y la respuesta, evidentemente, era sí. Gus no había cambiado, pero yo sí. Ahora yo veía las cosas de otro modo. Yo no le importaba un pimiento. Para Gus yo era, simplemente, una fuente de dinero.
Daniel tenía razón. Por si fuera poco, ahora tenía que admitir que aquel cerdo presuntuoso tenía razón. Me lo estaría recordando toda la vida, seguro. O quizá no. Ya no era tan presuntuoso como antes. En realidad no era nada presuntuoso. Era muy simpático. Al menos me invitaba a una copa de vez en cuando. Incluso a cenar…
Estuve más de una hora sentada con el vaso vacío delante de mí, pero Gus no se dio cuenta.
Fue al lavabo y tardó veinte minutos en volver, pero no se disculpó ni me explicó por qué había tardado tanto. Aquel comportamiento era normal en él. Gus siempre hacía esas cosas cuando salíamos.
Me di cuenta de que estaba rodeada de hombres que bebían en exceso y que se aprovechaban de mí, y no me explicaba cómo había ocurrido.
Pero sabía una cosa: ya estaba harta.
A la hora de cerrar, Gus discutió con uno de los camareros, lo cual tampoco era nada inusual. El camarero le gritó: «¿Qué te pasa? ¿No tienes casa, o qué?» Gus lo encontró de muy mal gusto, porque días atrás había habido un terremoto en China. «¿Y si te oye un chino?», le gritó. Sería demasiado tedioso transcribir la sarta de tonterías e incoherencias que Gus soltó a continuación. Baste decir que el camarero lo arrastró hasta la puerta, mientras Gus forcejeaba y gritaba: «Espero que mueras pidiendo a gritos un sacerdote.»
Y pensar que hubo un tiempo en que yo admiraba aquel tipo de comportamiento, en que creía que Gus era un rebelde.
Cerraron la puerta del pub y nos quedamos plantados en la calle.
- Bueno, nos vamos a casa -dijo Gus, que se tambaleaba ligeramente y parecía adormilado.
- ¿A casa?
- Sí.
- Muy bien, Gus.
Sonrió triunfante.
- ¿Dónde vives ahora? -le pregunté.
- Sigo viviendo en Camden -dijo sin precisar-. Pero ¿por qué…?
- Bueno, pues vamos para Camden -dije.
- No -repuso, alarmado.
- ¿Por qué no?
- No puede ser.
- ¿Por qué?
- Pues… porque no.
- No querrás que vayamos a casa de mi padre.
- ¿Por qué no? Estoy convencido de que tu padre y yo nos llevaríamos muy bien.
- Sí, seguro -concedí-. Eso me temo.
Gus me ocultaba algo. Siempre lo había sabido. Seguramente tenía una novia en Camden y vivía con ella.
Pero no me importaba. Su novia podía quedarse con él; yo no lo quería ni regalado. No entendía cómo podía haberme gustado. Era como un gnomo, un duendecillo borracho. Con su ridícula chaqueta de piel de borrego y su sucio jersey marrón.
El hechizo se había roto. Gus me daba asco. Hasta olía mal, como la moqueta el día después de una fiesta desmadrada.
- No hace falta que te inventes excusas -dije-. No hace falta que me digas por qué no quieres llevarme a tu piso. Por qué nunca quisiste llevarme, vaya. Puedes ahorrarte tus rocambolescas historias.
- ¿Qué rocambolescas historias? -Le costó trabajo pronunciar «rocambolescas».
- No sé. Podrías decirme que tu hermano te ha pedido que te ocupes de una de sus vacas y que no tenías otro sitio donde colocarla que tu dormitorio, y que la vaca en cuestión es muy tímida y le asustan los desconocidos.
- ¿En serio? -preguntó, pensativo-. Quizá tengas razón. Eres una mujer extraordinaria, Lucy Sullivan.
- No, Gus -dije sonriendo-. Ya no.
Aquello lo desconcertó aún más.
- En fin -dijo-. Ya lo ves: tenemos que ir a tu casa.
- Yo me voy a mi casa -dije-. Pero tú no.
- Es que…
- Adiós.
- Espera, Lucy…
Me volví y le sonreí sin rencor.
- ¿Qué quieres?
- ¿Cómo voy a volver a casa?
- ¿Tú me has visto cara de adivina? -dije con tono inocente.
- Lucy, no me queda dinero.
Acerqué mi rostro al de él y sonreí.
Él me devolvió la sonrisa.
- Mira, cariño -dije-, eso me importa un rábano.
Siempre había deseado decirlo.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Quieres que te lo traduzca? -Hice una pausa, para causar más impacto; acerqué de nuevo la cara a la suya y grité-: ¡Vete a la mierda, Gus! -Respiré hondo y añadí-: Ve a sacarle la pasta a otra, borracho de mierda. Conmigo no cuentes más.
Y eché a andar con una sonrisita de suficiencia, dejándolo con un palmo de narices.
Pasados unos segundos me di cuenta de que me había equivocado de dirección, y tuve que dar media vuelta para dirigirme a la parada del metro. Confiaba en que Gus se hubiera marchado y no me viera.