39
Suerte que a la mañana siguiente encontré asiento en el metro, porque estaba tan cansada que me habría sentado en el suelo. Durante el trayecto Charlotte y. yo hablamos cansinamente de lo asquerosa que era Karen.
- Pero ¿quién se ha creído que es? -me preguntó Charlotte, bostezando.
- ¡Eso! -dije yo, bostezando también, desplomada en el asiento. Me fijé en que llevaba los zapatos sucios y raspados, y eso me deprimió. Me incorporé para no verlos, pero entonces tuve que mirar al horrible individuo trajeado que se sentaba delante de mí, que no apartaba la vista de los pechos de Charlotte, y al que cada vez que Charlotte bostezaba e hinchaba el pecho se le llenaba la mirada de lujuria. Le habría pegado una bofetada y le habría dado con su Daily Mail en la cabeza.
Pensé que lo mejor que podía hacer era cerrar los ojos durante el resto del trayecto. Era lo más seguro.
- Lo de Karen y Daniel no va a durar mucho -comentó Charlotte con aire vacilante-. Daniel se hartará de ella.
- Sí -respondí, abriendo los ojos un momento. Volví a cerrarlos en seguida, pero alcancé a ver un anuncio en el que se pedían donativos para los animales maltratados, con una conmovedora fotografía de un perro triste y delgaducho.
Llegar a la oficina fue casi un alivio, pues allí tuve que aguantar las pullas de Meredia y Megan, que estaban empeñadas en que me había pasado la noche de juerga, bebiendo cerveza.
- Que no -protesté sin energía.
- Ya lo creo -dijo Meredia-. Salta a la vista.
El viernes por la noche, en cuanto metí la llave en la cerradura, Karen corrió hacia el recibidor. Se había tomado la tarde libre para ir a la peluquería y arreglar el piso. Inmediatamente se puso a darme órdenes.
- Lávate y vístete enseguida, Lucy. Necesito revisarlo todo contigo.
Hay que reconocer que el piso estaba impecable.
Había flores frescas por todas partes. Karen había puesto un mantel blanco en la espantosa mesa de formica de la cocina y la había decorado con un candelabro precioso, con ocho velas rojas.
- No sabía que teníamos ese candelabro -dije, y pensé que quedaría muy bonito en mi habitación.
- No lo teníamos -dijo ella-. Me lo han prestado.
Mientras yo estaba en el cuarto de baño, Karen aporreó la puerta y me gritó:
- He puesto toallas limpias. Ni se te ocurra utilizarlas.
Eran las ocho en punto. Las tres estábamos listas.
La mesa estaba puesta, las velas encendidas, las luces al mínimo, el vino blanco en la nevera, el vino tinto abierto y preparado en la cocina, y había cazos, ollas y recipientes llenos de comida encima de la cocina, lista para ser servida.
Karen encendió el equipo de música, del que empezaron a salir unos ruidos extraños.
- ¿Qué es eso? -preguntó Charlotte?
- Jazz. -Karen parecía un poco abochornada.
- ¿Jazz? -dijo Charlotte, burlona-. Pero si nosotras no soportamos el jazz. ¿Verdad que no, Lucy?
- No -confirmé.
- ¿Cómo llamamos a la gente a la que le gusta el jazz, Lucy? -me preguntó Charlotte.
- ¿Bichos raros?
- No, no es eso.
- ¿Estudiantes de arte beatnik con perilla?
- Eso es -dijo Charlotte con regocijo-. Esos que llevan jerséis de cuello alto negros franceses y pantalones de esquiar.
- Es posible, pero ahora nos gusta el jazz -sentenció Karen.
- Querrás decir que le gusta a Daniel -murmuró Charlotte.
Karen estaba bellísima, o ridícula, según el punto de vista. Llevaba un vestido de estilo griego de color verde claro que dejaba los hombros al descubierto. Llevaba el cabello recogido en un moño alto, pero le caían mechones y zarcillos. Estaba resplandeciente, y su aspecto era mucho más elegante y sofisticado que el de Charlotte o el mío. Yo llevaba mi vestido dorado, el mismo que llevaba la noche que conocí a Gus, porque era el único vestido de fiesta que tenía, pero comparado con el de la esplendorosa Karen, parecía gastado y desaliñado.
Charlotte iba hecha un desastre, la verdad, peor incluso que yo. Se había puesto el único vestido decente que tenía, el mismo que se había puesto cuando hizo de dama de honor en la boda de su hermana: un enorme merengue de tafetán rojo. Creo que se había engordado un poco desde la boda, porque los pechos casi no le cabían en el corpiño sin tirantes.
Cuando Charlotte salió de su dormitorio haciendo frufrú y exclamó «¡Tachán!» al tiempo que hacía una pirueta, Karen puso cara de pasmo. Seguramente lamentó no haberle permitido a Charlotte que se pusiera su disfraz de vaquera.
Karen nos había dado instrucciones detalladas:
- Cuando lleguen yo los entretendré en el salón. Tú, Lucy, enciendes el horno a fuego bajo para calentar las patatas, y tú, Charlotte, remueves el… -De pronto hizo una pausa y una mueca de terror-. ¡El pan, el pan! -gritó-. Me he olvidado del pan. ¡Qué desastre! Lo he estropeado todo. Tendrán que irse a casa.
- Tranquilízate. El pan está en la mesa -dijo Charlotte.
- Oh. Oh, menos mal. ¿Seguro que está en la mesa? -Parecía a punto de llorar.
Charlotte y yo nos miramos con resignación.
Karen consultó su reloj y dijo:
- ¿Dónde coño se han metido? -Encendió un cigarrillo; le temblaban las manos.
- Dales un poco de margen -dije-. Son poco más de las ocho.
- Dije a las ocho en punto -replicó Karen, agresiva.
- Ya, pero nadie se lo toma al pie de la letra -murmuré-. Es de mala educación llegar con tanta puntualidad.
Estuve a punto de recordarle que aquello no era más que una cena, y que el invitado de honor no era más que Daniel, pero me contuve a tiempo. Karen estaba sumamente tensa.
Nos sentamos a esperar en silencio.
- No viene nadie -dijo Karen con lágrimas en los ojos mientras se bebía una copa de vino-. Tendremos que tirarlo todo. Vamos a la cocina a tirarlo todo a la basura.
Dejó la copa en la mesa y se levantó.
- Vamos -nos ordenó.
- ¡No! -dijo Charlotte-. ¿Por qué vamos a tirarlo, después de todo lo que hemos trabajado? Podemos comérnoslo nosotras y congelar lo que sobre.
- Sí, claro -dijo Karen con sorna-. Nos lo comemos nosotras, ¿no? ¿Cómo es que estás tan segura de que no vendrá nadie? ¿Qué sabes tú que yo no sepa?
- Nada -declaró Charlotte, exasperada-. Pero como has dicho…
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Era Daniel. El maquillado rostro de Karen adoptó una expresión de gran alivio. Dios mío, pensé con cierta preocupación, verdaderamente está loca por él.
Daniel llevaba un traje oscuro y una deslumbrante camisa blanca, que resaltaba el ligero bronceado que todavía tenía de las vacaciones en Jamaica. Estaba muy guapo: alto, moreno, sonriente y con un mechón de pelo tapándole la frente. Había traído dos botellas de champán frío; sin duda Daniel era el invitado ideal. No pude evitar sonreír. Perfectamente vestido, perfectamente educado y ligeramente estereotipado.
Daniel hizo todos los comentarios que hace la gente bien educada cuando va a cenar a tu casa, como: «Mmmm, qué bien huele» y «Estás preciosa, Karen. Y tú también, Charlotte».
Sus impecables modales sólo fallaron un poco cuando se dirigió a mí.
- ¿De qué te ríes, Sullivan? -me preguntó-. ¿De mi traje? ¿De mi pelo? ¿Qué es lo que te hace gracia?
- Nada. Nada, de verdad. ¿Por qué iba a reírme de ti?
- ¿Por qué ibas a cambiar una costumbre de toda la vida? -murmuró él. Luego se apartó de mí y siguió haciendo comentarios educados, como «¿Puedo ayudar en algo?», pese a saber que la respuesta sería una avalancha de negativas y algún «¡Está todo controlado!» ligeramente histérico.
- Bebe algo, Daniel -propuso Karen al entrar en el salón. Charlotte y yo intentamos seguirlos, pero Karen giró la cabeza y, cerrándonos el paso, susurró-: Moveos.
Volvió a sonar el timbre. Esta vez era Simon. Iba de punta en blanco, como siempre, con un esmoquin y una ridícula faja de raso rojo. Simon también había comprado champán.
Dios mío, pensé. Gus iba a ser la excepción. Seguro que él no traía champán; lo más probable era que no trajera nada.
A mí no me importaba, pero me preocupaba que él pudiera sentirse incómodo.
Pensé que podía bajar un momento a la tienda de licores, comprar una botella de champán y dársela a Gus cuando él llegara, pero a mí me tocaba calentar las patatas, de modo que estaba acuartelada.
- Mmmm, qué bien huele -comentó Simon, igual que había hecho Daniel momentos antes.
Gus no haría aquel comentario. Él diría: «¿Dónde está el rancho? Me muero de hambre.»
- ¿Cómo va todo? -preguntó Karen asomándose por la puerta de la cocina. Había dejado a Daniel y Simon en el salón, estableciendo lazos de amistad.
- Bien -dije.
- Cuidado con esa salsa, Lucy -dijo, nerviosa-. Si encuentro algún grumo, te mato.
No dije nada, pero me habría encantado tirarle la sartén y su contenido por la cabeza.
- ¿Dónde está tu irlandés?
- De camino.
- Será mejor que se dé prisa.
- No te preocupes.
- ¿A qué hora le dijiste que viniera?
- A las ocho en punto.
- Ya son las ocho y cuarto.
- No te preocupes, Karen. Gus vendrá.
- Más le vale.
Karen regresó al salón con una botella bajo el brazo.
Seguí removiendo la salsa, y noté un cosquilleo nervioso en el estómago. Gus iba a venir. Pero yo no había hablado con él desde el martes, y no lo había visto desde el domingo. De pronto aquello me pareció muchísimo tiempo. ¿Tiempo suficiente para olvidarse de mí?
Poco después, Karen volvió a la cocina.
- Lucy -me gritó-. ¡Son las ocho y media!
- ¿Y qué?
- ¿Dónde demonios está Gus?
- No lo sé.
- ¿No crees que ya va siendo hora de que lo averigües? -farfulló.
- ¿Por qué no lo llamas por teléfono? -propuso Charlotte-. No vaya a ser que se haya olvidado. A lo mejor se ha equivocado de día.
- Gus sería capaz de equivocarse de año -terció Karen.
- Estoy segura de que está en camino -dije-, pero voy a llamarlo, por si acaso.
No estaba nada convencida de que Gus estuviera en camino. Podía haberle pasado cualquier cosa. Podía haber olvidado la cita, podía haberse retrasado, podía haberlo atropellado un autobús. Pero yo no pensaba permitir que nadie supiera lo preocupada que estaba.
Me sentía muy incómoda. Estaba avergonzada. Los amigos de Karen y Charlotte habían llegado puntualmente. Y con sus botellas de champán. Mi novio, en cambio, ya se había retrasado media hora, y seguro que no traía nada, ni siquiera una botella de agua del grifo.
Si es que llegaba.
De pronto me invadió el pánico. ¿Y si no se presentaba? ¿Y si no aparecía ni me llamaba por teléfono y no volvía a saber nada de él? ¿Qué haría yo?
Intenté tranquilizarme. Claro que vendría. Seguramente ya estaba en la puerta. Yo le gustaba mucho, y Gus sería incapaz de dejarme en la estacada.
No me hacía ninguna gracia telefonearle. No lo había llamado nunca. Gus me había dado su número porque yo se lo había pedido, pero me había dado la impresión de que no le gustaba la idea de que lo llamara. Me había dicho que odiaba el teléfono, que el teléfono era un mal necesario. Y yo no había tenido que llamarlo nunca, porque él siempre me llamaba a mí, y ahora que lo pensaba, siempre eran llamadas breves desde una cabina, desde algún sitio donde había mucho ruido. Generalmente venía a recogerme directamente a casa o al trabajo.
Nosotros, desde luego, no nos pasábamos horas y horas colgados del teléfono susurrándonos cursilerías y riéndonos, como hacían Charlotte y Simon.
Encontré el número de Gus en mi bolso y lo marqué. El teléfono sonó mucho rato, pero no contestó nadie.
- No contestan -dije, aliviada-. Debe de estar por el camino.
Entonces contestaron. Era una voz de hombre:
- Hola.
- Hola, ¿puedo hablar con Gus?
- ¿Con quién?
- Con Gus. Gus Lavan.
- Ah, Gus. No, no está.
Tapé el auricular con la mano, miré a Karen con una sonrisa y dije:
- Ya ha salido.
- ¿A qué hora se ha marchado? -preguntó Karen.
- ¿A qué hora se ha marchado? -repetí destapando el auricular.
- A ver… sí, creo que hace unas dos semanas.
- ¿Cómo?
Debí de poner cara de susto, porque Karen saltó:
- ¡No puedo creerlo! Seguro que ese inútil ha salido hace cinco minutos. Bueno, pues peor para él, porque vamos a empezar a cenar aunque no haya llegado.
Se alejó por el pasillo, sin duda dispuesta a impulsar a Charlotte a terminar los entrantes.
- ¿Dos semanas? -pregunté en voz baja. Pese a que estaba horrorizada, lo mejor que podía hacer era no contarle aquello a nadie. No habría soportado la humillación de que mis compañeras de piso y sus novios se enteraran.
- Más o menos -dijo la voz, reflexionando sobre el asunto-. Diez días o algo así.
- Está bien, gracias.
- ¿Quién eres? ¿Mandy?
- No -contesté, a punto de echarme a llorar. ¿Quién coño era Mandy?
- ¿Quieres que le dé algún recado si vuelvo a verlo?
- No, gracias. Adiós.
Colgué. Algo marchaba mal, lo sabía. Aquel comportamiento no era normal. ¿Por qué no me había comentado Gus que pensaba dejar su piso? ¿Por qué no me había dado su nuevo número de teléfono? Y ¿dónde demonios estaba?
Daniel había salido al pasillo.
- ¿Qué te pasa, Lucy?
- Nada -mentí, e intenté sonreír.
Karen vino hacia mí por el pasillo.
- Lo siento, Lucy. Esperaremos un rato más, a ver si aparece.
Oh, no. No, no, no. Yo no quería esperar, porque sospechaba que Gus no iba a presentarse. No quería que nos sentáramos todos observando la puerta. Lo que quería era que la velada continuara sin él. Y si al final aparecía, pues mejor.
- No, Karen, no hace falta. Podemos empezar sin él.
- No, de verdad. Podemos esperar media hora más.
Típico. Karen se estaba esforzando por ser simpática, lo cual no ocurría muy a menudo, y esta vez yo no quería que fuera simpática.
- Ven a sentarte con nosotros y tómate una copa de vino -sugirió Daniel-. Estas pálida y pareces cansada.
Entramos en el salón, acepté la copa de vino que alguien me dio e intenté comportarme con normalidad.
Los demás parecían contentos y relajados; hablaban y bebían vino cómodamente sentados, pero yo estaba muy tensa, pálida, callada, rezando para que se oyera el timbre de la puerta o sonara el teléfono.
Por favor, Gus, no me hagas esto, supliqué en silencio. Dios mío, por favor, haz que venga.
Pronto fueron las nueve en punto, aunque a mí me parecía que habían pasado treinta segundos.
El tiempo siempre me llevaba la contraria. Cuando yo quería que pasara deprisa, como cuando estaba en el trabajo, reducía la marcha hasta casi detenerse. Una hora podía tardar veinticuatro horas en pasar. Y ahora que me interesaba que el tiempo se detuviera, pasaba a toda velocidad. Me habría gustado que se parara cerca de la señal de las ocho y media durante al menos un par de horas, para que Gus no llegara exageradamente tarde. Mientras sólo se hubiera retrasado media hora, seguía habiendo esperanza, todavía cabía la posibilidad de que llegara. Yo quería que el tiempo transcurriera muy lentamente para mantenerme en la escala de tiempo en la que Gus todavía podía llegar. Cada segundo que pasaba, cada segundo que hacía que fuera más tarde era mi enemigo. Cada desplazamiento de la segundera del reloj alejaba un poco más a Gus de mí.
Cada vez que había una pausa en la conversación -y las había a menudo, porque todos nos sentíamos un poco incómodos con tanta formalidad y todavía no habíamos bebido suficiente vino-, alguien decía: «¿Qué le habrá pasado a Gus?», o «¿De dónde viene? ¿De Camden? Habrá tenido problemas con el metro», o «Seguro que ha pensado que no había que ser puntual.»
Nadie parecía excesivamente preocupado. Pero yo sí lo estaba. Estaba muerta de miedo.
No se trataba sólo de que Gus llegara tarde -aunque después de todo el jaleo que Karen había organizado con aquella cena, eso resultaba muy violento-, sino que además se había ido de su piso sin decírmelo. Eso sí que era sospechoso. Lo mirara como lo mirase, no podía significar nada bueno.
Estaba desesperada.
¿Y si no venía?
¿Y si no volvía a verlo jamás?
¿Quién era Mandy?
Hice varios intentos de sumarme a la tímida camaradería del salón; intenté escuchar lo que decían, animar mi rígido y pálido rostro con una sonrisa. Pero estaba tan nerviosa que ni siquiera podía estarme quieta.
Y de pronto el péndulo osciló en la dirección opuesta y me calmé. Al fin y al cabo, Gus sólo llevaba una hora de retraso. Bueno, una hora y cuarto. Maldita sea, ¿otro cuarto de hora? ¿Ya? Seguramente llegaría enseguida, un poco borracho, con alguna excusa divertida y extravagante. Yo siempre me lo tomaba todo demasiado a pecho. Estaba convencida de que Gus iba a venir, y me reí de mí misma, por lo poco que me costaba pensar lo peor.
Gus y yo nos habíamos hecho muy amigos en aquellos dos meses pasados; yo sabía que él me quería y que no me fallaría.