12
Miré a Megan con gesto suplicante, luego miré el teléfono y de nuevo a Megan.
Aquello no auguraba nada bueno. Era demasiado pronto para que hubiera muerto alguien más. Y era imposible que mi madre me llamara sólo para charlar conmigo (mi madre y yo nunca habíamos tenido esa relación tipo «Venga, cómpratelo, no se lo diré a papá, nadie creería que tienes una hija de mi edad, te sienta mejor a ti que a mí, ¿me dejas un poco de tu perfume?, tienes mejor tipo ahora que cuando te casaste». O sea que mi madre debía de haberse enterado de aquella farsa de la boda, y yo no quería hablar con ella.
Para ser sincera, he de decir que mi madre me daba miedo.
- Dile que no estoy -le dije a Megan en voz baja.
Entonces se oyó un estallido en el auricular, parecido a dos loros peleándose; era mi madre gritando que me había oído, así que me puse al teléfono.
- ¿Quién se ha muerto? -dije para ganar tiempo.
- Tú -bramó mi madre con un ingenio poco habitual en ella.
- Ja, ja -dije, nerviosa.
- Lucy Carmel Sullivan -dijo mi madre, furiosa-. Christopher Patrick acaba de telefonearme para decirme que te vas a casar. ¡Que te vas a casar!
- Mamá…
- ¡Qué vergüenza! ¡Que tu propia madre tenga que enterarse de una cosa así a través de terceros!
- Mamá…
- He tenido que fingir que ya estaba enterada, claro. Pero yo sabía que algún día pasaría esto, Lucy. Siempre lo supe. Siempre has sido veleidosa e irresponsable, desde que eras niña. No podíamos confiar en ti para nada. Sólo existe un motivo por el que una joven se casa con tantas prisas, suponiendo que sea lo bastante estúpida como para buscarse más problemas de los que ya tiene. Aunque tienes suerte de que ese tipo haya decidido quedarse contigo, aunque sólo Dios sabe qué clase de desgraciado será…
Yo no sabía qué decir, porque en cierto modo aquello resultaba divertido. En mi familia todo el mundo sabía que mi madre siempre criticaba cualquier cosa que yo hiciera. Estaba tan acostumbrada a sus críticas y desaprobaciones, que en realidad ya no me importaba lo que me dijera.
Y hacía mucho tiempo que había abandonado las esperanzas de que le cayeran bien mis novios, de que le gustara mi piso, de que me admirara por mi trabajo o le gustaran mis amigas.
- Eres igual que tu padre -dijo mi madre amargamente.
Pobre mamá, nada de lo que yo hacía le parecía bien.
Cuando salí de la escuela de secretariado, encontré trabajo en la oficina de Londres de una empresa multinacional, y el primer día mi madre me llamó por teléfono, no para felicitarme y desearme suerte, sino para decirme que las acciones de la empresa habían bajado diez puntos.
- Mamá, escúchame, tontainas -la interrumpí-. No voy a casarme.
- Ah, ya. ¡Así que me vas a avergonzar trayendo al mundo a un hijo, ilegítimo! -exclamó. Seguía sonando furiosa-. Y no me llames tontainas porque…
(Unos diez años atrás mi madre había ido a visitar a su hermana Frances, que vivía en Boston, y había vuelto con el vocabulario lleno de americanismos que sonaban muy extraños contra el telón de fondo de su acento de Monaghan.)
- Mamá, no estoy embarazada, y no voy a casarme -dije con brío.
Hubo una breve pausa.
- Es una broma. -Intenté decirlo con tono más distendido.
- Ah, ya, es una broma. Perfecto -gruñó mi madre-. El día que vengas a verme y me digas que te vas a casar con un chico decente sí será una buena broma. Ese día sí me voy a reír. Ese día me voy a morir de risa.
De pronto me puse furiosa. Me entraron ganas de gritarle que nunca iría a verla para decirle que me iba a casar, que ni siquiera la invitaría a la boda.
Pero lo más gracioso, por supuesto, era que, en el caso poco probable de que algún día acabara liándome con un hombre respetable, un tipo con un buen trabajo y domicilio fijo, un tipo sin ex mujeres y sin antecedentes penales, yo no podría resistir la tentación de exhibirlo ante mi madre y retarla, con aire de suficiencia, a encontrarle alguna pega a mi hombre.
Porque a pesar de que a veces tenía la sensación de que la odiaba, en el fondo todavía deseaba que mi madre me diera unas palmaditas en la cabeza y me dijera: «Bien hecho, Lucy.»
- ¿Está papá? -pregunté.
- Pues claro -me contestó-. ¿Dónde quieres que esté? ¿Trabajando?
- ¿Puedo hablar con él, por favor?
Si pudiera hablar un momento con mi padre, me sentiría un poco mejor. Al menos podría comprobar que yo no era un fracaso total, que uno de mis progenitores me quería. Mi padre siempre me animaba y se burlaba de mi madre.
- Lo dudo -me contestó mi madre con aspereza.
- ¿Por qué?
- Piensa un poco, Lucy -me respondió con voz cansina-. Ayer recibió la transferencia. ¿En qué estado esperas que se encuentre ahora?
- Ya -dije-. Está durmiendo.
- ¡Durmiendo! -bramó ella con tristeza-. Está en coma. Y así lleva veinticuatro horas. La cocina parece un contenedor de recogida de vidrio.
No hice ningún comentario. Mi madre, que era abstemia, creía que cualquiera que se tomara una copa de vez en cuando era un alcohólico. Según ella, mi padre bebía más que Oliver Reed.
- Entonces, ¿no te casas? -me preguntó.
- No.
- Así que has organizado todo este jaleo para nada.
- Es que…
- Bueno, te dejo -dijo antes de que se me ocurriera algo mordaz que decir-. No puedo pasarme todo el día enganchada al teléfono. Me alegro por los que pueden.
Me puse furiosa. Era ella la que me había llamado a mí; pero antes de que pudiera decírselo, ella había empezado a hablar de nuevo.
- ¿Te dije que ahora trabajo en la tintorería? -dijo, cambiando, sin previo aviso, a un tono mucho más conciliador-. Tres tardes por semana.
- Ah.
- Además de hacer la colada de la iglesia el domingo y el miércoles.
- Ah.
- Es que han cerrado el mini-mart -prosiguió.
- Ah.
Estaba demasiado enojada como para darle conversación.
- Así que estoy encantada con esas horas en la tintorería. Los cuatro duros que me pagan me van muy bien.
- Ah.
- Ya ves, entre la limpieza del hospital, las flores para la iglesia de St. Dominics y organizar un retiro espiritual con el padre Colm, he estado bastante ocupada.
Odiaba a mi madre cuando hacía aquello. Aquello era casi peor que cuando se ensañaba conmigo. ¿Cómo podía yo ponerme a hablar civilizadamente con ella después de lo que mi madre acababa de decirme?
- ¿Y tú? ¿Cómo te va? -me preguntó, un tanto violenta.
«Fenomenal desde que no te he visto», tuve ganas de decir, pero me contuve.
- Bien -dije vagamente.
- Hace mucho que no nos vemos -dijo mi madre con un tono que quería ser alegre y un poco guasón.
- Sí.
- ¿Por qué no pasas por aquí la semana que viene?
- Ya veremos -dije, nerviosa. No se me ocurría nada más espantoso que pasar una velada en compañía de mi madre.
- El jueves -dijo ella con firmeza-. Para entonces a tu padre se le habrá acabado el dinero, así que seguramente estará sobrio.
- Ya veremos -repetí.
- El jueves -insistió ella, tajante-. Y ahora tengo que irme.
Intentaba sonar alegre y simpática, pero se le notaba la inexperiencia. «Todos esos… yuppies o como se llamen, de las casas unifamiliares, hacen cold para recoger sus bonitos trajes de Armada y sus caras camisas de seda. ¿Sabes que algunos hasta llevan las corbatas a la tintorería? ¿Te imaginas! ¡Las corbatas! ¡Qué locura! ¡Qué manera de despilfarrar el dinero!»
- Bueno, pues hasta luego -dije asqueada.
- Que Dios te bendiga. Nos vemos el…
Colgué.
- ¡Y es Armani, no Armada! -le grité.
Miré, con lágrimas en los ojos, a Megan y Meredia, que habían permanecido calladas y abochornadas durante toda la larga conversación.
- ¿Veis lo que habéis hecho, imbéciles? -les espeté, sorprendida por las gruesas lágrimas que me corrían por las mejillas.
- Lo siento -susurró Meredia.
- Sí, Lucy, yo también lo siento -murmuró Megan-. Fue idea de Elaine.
- Vete a la mierda -susurró Meredia-. Me llamo Meredia y fue idea tuya.
Las ignoré a las dos.
Se alejaron de puntillas, impresionadas por lo furiosa que me había puesto. Yo casi nunca me enfadaba. Al menos eso pensaban ellas. En realidad me enfadaba a menudo, aunque raramente exteriorizaba mi enfado. Me daba demasiado miedo que la gente me rechazara como para exponerme a confrontaciones, y eso tenía ventajas e inconvenientes. Los inconvenientes eran que seguramente llegaría a los treinta con una úlcera en el estómago; pero las ventajas eran que en las raras ocasiones en que exteriorizaba mi enfado, lograba imponer cierto respeto.
Tenía ganas de apoyar la cabeza en la mesa y ponerme a dormir. Pero en lugar de eso, saqué un billete de veinte libras de mi bolso, lo metí en un sobre y escribí la dirección de mi padre. Si mi madre ya no trabajaba en el mini-mart, debían de andar más cortos de dinero que de costumbre.
La noticia de que no me casaba corrió por la empresa con la misma velocidad que la noticia original de que me casaba. Constantemente entraba gente en mi oficina, con los pretextos más peregrinos. Fue una pesadilla. Cuando me encontraba a un grupito de empleados en un pasillo, éstos se quedaban callados, y después reían por lo bajo. Por lo visto, en el departamento de Personal alguien había iniciado una colecta para mí, y hubo una desagradable discusión cuando intentaron devolver las donaciones, porque las cantidades reclamadas eran mucho mayores que las cantidades entregadas, y aunque yo no tenía la culpa, me sentía responsable.
Aquel día espantoso parecía interminable, pero al final llegó a su fin.
Era viernes, y los viernes por la noche yo tenía por costumbre ir a tomar «una copilla» con los compañeros de trabajo.
Pero aquel viernes no.
Pensaba irme directamente a mi casa.
No quería estar con nadie.
Pensaba digerir solita el bochorno, la humillación y la lástima que los demás sentían por mí. Ya estaba harta de ser el tema de conversación y el hazmerreír.
Afortunadamente, los viernes por la noche Karen y Charlotte también tenían por costumbre ir a tomar «una copilla» con sus compañeros de trabajo.
Dado que la «copilla» solía implicar unas siete horas de juerga y bebida, que acababan en la madrugada del sábado en algún antro para turistas de algún sótano cerca de Oxford Circus, bailando con chicos ataviados con trajes baratos que llevaban la corbata atada a la cabeza, yo tenía muchas posibilidades de disfrutar del piso para mí sola.
Eso suponía un alivio.
Cuando me peleaba con la vida y salía perdedora de la pelea -y generalmente ocurría así-, hibernaba.
Me escondía de la gente. No quería hablar con nadie. Intentaba limitar el contacto humano a pedir una pizza por teléfono y pagar al chico que la traía. Y prefería que el chico que la traía no se quitara el casco de la moto, porque así no tenía que mirarlo a los ojos.
Después se me iba pasando.
Transcurridos un par de días recuperé la energía que necesitaba para salir al exterior y tratar con otros seres humanos. Había conseguido reparar mi armadura protectora, y ya no era una pesada miserable y quejica. Ya podía reírme de mis desgracias y animar a otros a hacer lo mismo, para demostrar lo comprensiva que era.