20
De repente se me acabaron los temas de conversación. Estaba sentada en el escalón, pegada a Gus, estrujándome el cerebro en busca de algo que decir.
- ¡Bueno! -dije con falsa alegría, intentando disimular mi repentina timidez. Y ahora, ¿qué?, me preguntaba. ¿Había llegado el momento de decir que había sido un placer conocernos el uno al otro y de separarnos, como dos barcos que abandonan sus amarraderos? No, no era lo que me apetecía.
Decidí formularle una pregunta. A la mayoría de la gente le gustaba hablar de sí misma.
- ¿Qué edad tienes?
- Soy viejo como las montañas y joven como la alborada, Lucy Sullivan.
- ¿Te importaría ser un poco más concreto?
- Veinticuatro.
- Ah.
- Bueno, en realidad, novecientos veinticuatro.
- ¿En serio?
- ¿Y tú? ¿Cuántos años tienes, Lucy Sullivan?
- Veintiséis.
- Hummm. Ya. ¿Te das cuenta de que podría ser tu padre?
- Si tienes novecientos veinticuatro años, en realidad podrías ser mi abuelo.
- Y más.
- Pues te conservas muy bien.
- Vida sana, Lucy Sullivan. Vida sana, y el pacto que hice con el diablo.
- ¿Qué pacto? -Aquello me encantaba. Me lo estaba pasando en grande.
- No he envejecido ni un ápice durante los novecientos años que he pasado esperándote, pero si algún día pongo el pie en un despacho para realizar un trabajo decente, envejeceré de golpe y moriré.
- Qué gracia -dije-, porque eso es exactamente lo que me pasa cada vez que voy al trabajo, pero yo no he tenido que esperar novecientos años para que pasara.
- No me digas que trabajas en una oficina -dijo Gus, horrorizado-. Pobre Lucy, no hay derecho. Tú no deberías trabajar; deberías pasarte la vida tumbada en una cama de seda con tu vestido dorado, comiendo pastas, rodeada de admiradores y súbditos.
- Estoy de acuerdo contigo -dije-, excepto en lo de las pastas. ¿Te importaría que fuera chocolate?
- En absoluto -dijo él, generoso-. Que sea chocolate. Y hablando de camas de seda, ¿te parece excesivamente directo que te pregunte si puedo acompañarte a tu casa esta noche?
Abrí la boca del susto.
- Perdóname, Lucy Sullivan -dijo él cogiéndome por el brazo, con gesto atormentado-. No puedo creer que haya dicho lo que acabo de decir. Bórralo de tu mente, te lo ruego; intenta olvidar que lo he dicho, que me haya atrevido a formular tan grosera sugerencia. ¡Que me parta un rayo!
- No pasa nada -dije, tranquilizada por su reacción. Si tan abochornado estaba, debía de ser porque no tenía por costumbre invitarse a casa de las mujeres a las que acababa de conocer.
- No, claro que pasa -insistió Gus-. ¿Cómo es posible que le haya dicho una cosa así a una mujer como tú? Me voy a marchar ahora mismo, y quiero que olvides que nos hemos conocido. Es lo menos que puedo hacer. Adiós, Lucy Sullivan.
- No, no te vayas -dije, alarmada. No estaba segura de querer acostarme con él, pero lo que sí sabía era que no quería que se marchara.
- ¿Quieres que me quede, Lucy Sullivan? -me preguntó Gus con gesto de preocupación.
- ¡Sí!
- Bien, si estás segura… Quédate aquí. Voy a buscar mí abrigo.
- Pero…
¡Cielos! Quería que se quedara y que siguiéramos hablando allí, en la fiesta, pero por lo visto él creía que lo había invitado a quedarse conmigo en la cama de seda, con las pastas; pero no me atrevía a aclararle el malentendido, así que por lo visto acababa de invitarlo a pasar la noche conmigo.
Gus volvió más deprisa que la vez anterior, con un jersey, una bufanda y un abrigo debajo del brazo.
- Ya estoy listo, Lucy Sullivan.
Ya lo veo, pensé, nerviosa.
- Sólo falta un detalle, Lucy Sullivan.
Y ahora ¿qué pasaba?
- No sé si tendré bastante dinero para pagar mi parte del taxi. Ladbroke Grove está bastante lejos, ¿no?
- A ver, ¿cuánto dinero tienes?
Gus sacó un puñado de monedas.
- Veamos, cuatro libras… cinco libras… no, perdona, esto son pesetas. Cinco pesetas, diez centavos, una medalla milagrosa y… siete, ocho, nueve, ¡once peniques!
- Vámonos -dije riendo. Después de todo, ¿qué esperaba? No podía quedarme prendada de un músico pobre y luego quejarme de que no tuviera dinero.
- Cuando salte a la fama te recompensaré, Lucy Sullivan.