48
A la mañana siguiente, Gus tampoco parecía dispuesto a escuchar sermones.
Teniendo en cuenta lo borracho que estaba la noche anterior, exhibía una energía sorprendente. Cualquier otra persona se habría quedado tumbada en la cama, habría pedido que le llevaran un cubo y habría jurado que no volvería a probar el alcohol. Pero Gus se despertó al amanecer y se puso a comer galletas. Y cuando llegó el correo, salió disparado hacia el recibidor para recogerlo; empezó a abrir mis cartas y a decirme lo que eran.
- Muy bien, Lucy, así me gusta -dijo con orgullo-. Veo que les debes un montón de dinero a esos ladrones de Visa. Ahora, lo único que tienes que hacer es mudarte y no darles tu nueva dirección.
Me quedé tumbada en la cama, deseando que Gus se tranquilizara. O por lo menos que dejara de recordarme a cuánto ascendían mis deudas.
- ¿Qué es esto? -me preguntó-. ¿Tanto dinero te has gastado en Russel amp; Bromley?
- Sí. -En unas botas altas de ante negras y unas atrevidas sandalias de piel de serpiente, para ser exactos-. Oye, Gus -dije con firmeza-, de verdad, tenemos que…
- ¿Y esto, Lucy? -me enseñó un sobre y añadió-: Parece un extracto bancario de Karen. ¿Quieres que…?
Bueno, he de admitir que la proposición era tentadora. Charlotte y yo sospechábamos que Karen tenía unos cuantos miles de libras guardaditos en algún lado, y me habría encantado saberlo.
Pero tenía otras cosas que hacer.
- Deja el extracto bancario de Karen -dije-. Anoche me dijiste que tenías una excusa y que…
- ¿Puedo ducharme? -me interrumpió-. Creo que huelo un poco.
Levantó un brazo y se olisqueó la axila.
- Uf -dijo, y puso cara de asco-. Sí, apesto.
A mí no me lo parecía.
- Podrás ducharte dentro de un rato. Dame ese sobre.
- Podríamos abrirlo con vapor, así ella no se daría cuenta…
Era evidente que, pese a las apasionadas promesas de la noche anterior, Gus no tenía ninguna intención de explicarme nada.
Y yo estaba tan contenta de que hubiera vuelto que no quería ahuyentarlo exigiéndole explicaciones y disculpas. Pero por otra parte, Gus tenía que comprender que no podía tratarme a patadas y quedarse tan fresco. Bueno, claro que podía tratarme a patadas y quedarse tan fresco; de hecho, acababa de hacerlo. Pero yo tenía que quejarme, como mínimo; tenía que fingir amor propio. Aunque no pudiera engañarme a mí misma, quizá pudiera engañarlo a él.
Si quería mantener la Gran Conversación con él, tenía que engatusarlo. Tenía que sonsacarle la información, de forma que él ni siquiera se diera cuenta de que me la estaba dando.
Si yo abordaba el tema abiertamente, Gus no colaboraría.
Tenía que ser muy agradable, pero con un trasfondo de firmeza.
Miré a Gus, que estaba tendido en la cama, leyendo una oferta de plan de pensiones de mi banco.
- Me gustaría hablar contigo, Gus -dije, esforzándome por resultar agradablemente firme, o firmemente agradable.
Creo que exageré con la firmeza, porque él me contestó:
- Vaya. -Y puso cara de «vaya». Se levantó de la cama y se acurrucó entre el armario y la pared-. Qué miedo.
- Vamos, Gus, no hay para tanto.
Pero él no me tomaba en serio. Asomaba un momento la cabeza, llena de rizos negros, y volvía a esconderse, murmurando: «Oh, no, ya la he cagado, estoy perdido, me va a hacer picadillo.»
Entonces se puso a cantar una canción; decía que cuando tenía miedo se agarraba a su miembro erecto y silbaba una alegre melodía, para que nadie lo notara…
- ¿Tengo miedo!
- Vamos, Gus, por favor. No hay para tanto. -Intente reír, para demostrar que estaba de un humor excelente, pero la verdad es que se me estaba agotando la paciencia. Me habría encantado pegarle un grito-. Venga, es imposible que te dé miedo.
- Lo único que debería darme miedo es el miedo en sí, ¿no? -me preguntó desde su escondite.
- Exacto -confirmé.
- Lo que pasa, Lucy -continuó él-, es que el miedo en sí me da muchísimo miedo. -Asomó su hermosa cabeza-. ¿No me gritarás?
- No. No te gritaré -me vi obligada a prometer-. Pero quiero saber dónde has estado estas tres semanas pasadas.
- ¿Tanto tiempo ha pasado? -preguntó con inocencia.
- Venga, Gus. La última vez que hablé contigo fue el martes por la noche, antes de la fiesta de Karen. ¿Dónde has estado?
- Por ahí -dijo sin precisar más.
- Es que no puedes desaparecer durante tres semanas -dije con mucha suavidad, para que Gus no se molestara y me mandara a paseo y que él podía desaparecer el tiempo que le diera la gana y que yo no era nadie para impedírselo.
- Está bien -dijo. Me incliné dispuesta a escuchar su relato de catástrofes naturales e intervenciones divinas. A que Gus me demostrara que ni él ni yo éramos responsables de su ausencia de tres semanas-. Vino mi hermano de la verde Irlanda, e hicimos una sesión.
- ¿Una sesión de tres semanas? -pregunté, incrédula. No me gustaba repetir lo de las tres semanas; habría preferido ser más imprecisa respecto a aquel período de tiempo. No quería que Gus creyera que había estado contando los días, que, por supuesto, era exactamente lo que había hecho.
- Sí, una sesión de tres semanas -repitió él, sorprendido-. ¿Qué tiene eso de raro?
- ¿Que qué tiene eso de raro? -repetí yo.
- Muchas veces he desaparecido en combate durante más de tres semanas -explicó Gus, desconcertado.
- ¿Estás insinuando que te has pasado tres semanas bebiendo?
Y de pronto me sorprendí a mí misma. Hablaba igual que mi madre: el mismo tono de voz acusador, las mismas palabras.
- Lo siento, Lucy. No es tan grave como parece. Se me olvidó la fiesta de Karen, y cuando recordé que habíamos quedado, me dio miedo llamarte, porque sabía que estarías enfadada.
- Pero ¿por qué no me llamaste al día siguiente? -pregunté, recordando lo mal que lo había pasado esperándolo.
- Porque me sabía muy mal haberme olvidado de la fiesta y haberte dado plantón. Y Steve me dijo: «Lo que tú necesitas es…»
- Otra copa, seguro -dije.
- ¡Exacto! Y al día siguiente…
- Te sabía tan mal no haberme llamado el día anterior que tuviste que emborracharte para superar tu disgusto…
- No -me corrigió-. Al día siguiente había una fiesta en Kentish Town que empezaba a las once de la mañana, y fuimos, y nos pusimos hasta el culo, Lucy. ¡Hasta el culo! Jamás has visto a nadie tan borracho. Ni siquiera sabía cómo me llamaba.
- ¡Eso no es una excusa! -exclamé, pero al punto cerré la boca, porque, una vez más, me pareció oír a mi madre-. Ya sabes que no me importa que te emborraches -rectifiqué-. Pero no puedes desaparecer por el morro y volver el día menos pensado, como si no hubiera pasado nada.
- ¡Lo siento! -exclamó-. Lo siento, lo siento, lo siento.
Entonces me armé de valor y formulé la pregunta más difícil:
- Gus, ¿quién es Mandy?
Lo miré a los ojos con el fin de poder extraer conclusiones de su reacción. ¿Eran imaginaciones mías, o la expresión de Gus denotaba alarma? Quizá fueran imaginaciones mías. Al fin y al cabo, no se quedó con la boca abierta ni se tapó la cara con las manos y se puso a sollozar diciendo «Ya sabía que algún día pasaría esto».
Lo único que hizo fue poner cara de malhumor y decir:
- Nadie.
- Eso es imposible. -Esbocé una sonrisa forzada para indicar que no lo estaba acusando de nada y que mis intenciones eran buenas.
- No es nadie especial. Sólo es una amiga.
- Gus -dije, con el corazón acelerado-, no tienes por qué mentirme.
- No te estoy mintiendo -replicó, ofendido y herido.
- No digo que me estés mintiendo. Pero si estás saliendo con otra chica, preferiría saberlo.
No dije: «Si estás saliendo con otra chica ya puedes irte a la mierda», que es lo que debería haber dicho. Pero no quería que pareciera que aquello me importaba. Según el mito popular, las mujeres intentan por todos los medios cazar a los hombres, y los hombres temen que los cacen, de modo que la mejor forma de cazarlos consiste en fingir que no quieres cazarlos. Sin embargo, aquella fórmula me había fallado muchas veces. «No me perteneces -decía yo-. Pero si estás saliendo con otra chica, me gustaría saberlo.» Y un buen día me encontraba a mi presunto novio en una fiesta, abrazado a otra mujer, y me entraban ganas de tirarles una copa por encima a ambos. Y entonces me decían: «Pero si dijiste que no te importaba.»
- No salgo con otras chicas, Lucy -dijo Gus. Ya no estaba a la defensiva, y me pareció detectar la luz de la sinceridad en sus verdes ojos.
Daba la impresión de que me quería de verdad. Pero, aunque no quería parecer desagradecida, seguí insistiendo.
- Gus, ¿salías con otra chica cuando… bueno, antes… cuando nosotros… salíamos juntos?
Me miró con extrañeza mientras traducía mi pregunta a su lengua vernácula. Y entonces, horrorizado, dijo:
- ¿Si te ponía los cuernos? Por supuesto que no.
Cabía la posibilidad de que me estuviera diciendo la verdad. De hecho, lo más probable era que me estuviera diciendo la verdad, porque Gus no tenía la capacidad organizativa necesaria para llevar una doble vida. De hecho, era un milagro que cada mañana, al despertarse, se acordara de que tenía que respirar.
- ¿Cómo te atreves? -preguntó-. ¿Por quién me has tomado?
El resultado de la combinación de sus apasionados desmentidos y mi desesperado deseo de creerle fue que le creí. Sentí un profundo alivio que me causó hasta mareo.
Entonces Gus me besó, y me mareé más.
- Lucy -dijo-, yo sería incapaz de hacer algo para herirte.
Le creía. Habría sido una grosería recordarle el hecho de que ya me había herido. Lo importante era que no lo había hecho intencionadamente.
- ¿Ya puedo ir a ducharme? -preguntó dócilmente.
Fue al cuarto de baño, y yo me puse a pensar en mi madre. No me había gustado nada darme cuenta de que hablaba igual que ella. Me prometí que me esforzaría aún más para ser más y más liberal.
Entonces oía Daniel y Karen saludando a Gus, que había salido del cuarto de baño.
- Buenos días, Gus -dijo Daniel. ¿Lo dijo con un tono un tanto socarrón?
- Buenos días, Danny. Buenos días, Morag McVitie -dijo Gus con tono alegre, como si se hubieran visto el día anterior.
- Buenos días, Paddy O'Paddy -respondió Karen.
Se oyeron carcajadas. Al parecer, la puerta del cuarto de baño era el sitio de los más enrollados.
Mis compañeros de piso y mi novio habían recuperado sus vínculos, y la única que se sentía violenta era yo.