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Estaba furiosa pero eufórica.

Fui a Uxbridge, pero sólo a recoger mis cosas. Los otros pasajeros me miraban con extrañeza y mantenían las distancias. No dejaba de pensar en lo mala que había sido con Gus, y una vocecilla triunfante me recordaba que «para ser cruel hay que ser cruel».

Me pregunté, irónica, qué habría destrozado mi padre en mi ausencia. El muy desgraciado era capaz de haber quemado la casa. Y si la había quemado, confiaba en que se hubiera quemado él también.

Imaginé la conflagración que se organizaría, y a pesar de todo, me reí. Los otros pasajeros me miraban, intrigados. Seguro que tardarían una semana en apagar el incendio. Mi padre ardería con tanta intensidad que podrían verlo desde el espacio sideral, como la Gran Muralla china. A lo mejor podían engancharlo a un generador, para proveer de electricidad a toda la ciudad de Londres durante dos días.

Lo odiaba.

Me había dado cuenta de lo mal que me había tratado Gus, y resultaba que mi padre me trataba exactamente igual. Por lo visto, yo sólo sabía amar a hombres borrachos, irresponsables y sin dinero. Porque eso me había enseñado mi padre.

Pero ya no sentía amor por él. Me había hartado. A partir de ahora mi padre tendría que cuidarse solo. Y no pensaba darle más dinero. Ni a Gus. La rabia que sentía me había hecho fundir a mi padre y a Gus en un solo ser. Mi padre nunca le había acariciado el cabello a Megan, y aun así yo estaba enfadada con él por haberlo hecho. Gus no había llorado sobre mi hombro cuando yo era pequeña ni me había dicho que la vida era un infierno, pero era como si lo hubiera hecho.

En el fondo les estaba agradecida por haberse portado tan mal conmigo. Por haberme hecho llegar al extremo de no importarme lo que pudiera pasarles. ¿Y si nunca hubiera llegado hasta allí? Si no se hubieran pasado tanto, quizá la situación se habría prolongado eternamente. Me habría pasado la vida perdonándolos.

Me asaltaron recuerdos de relaciones anteriores, relaciones que creía olvidadas. Otros hombres, otras humillaciones, otras situaciones en las que había reducido mi vida a la tarea de cuidar a una persona difícil y egoísta.

Y junto con la rabia, una emoción poco habitual en mí, afloró otra nueva emoción: el instinto de supervivencia.