3

Cuando me llegó el turno, entré en lo que, evidentemente, era la «sala buena» de la casa. Apenas había espacio para moverse, porque la sala estaba abarrotada de muebles y cachivaches. Había una pantalla de chimenea bordada junto a un enorme aparador de caoba que soportaba el peso de un montón de ornamentos. Había escabeles y mesas por todas partes, y un juego de sala de tres piezas de terciopelo marrón que todavía tenía el cobertor de plástico.

La señora Nolan estaba sentada en una de las butacas cubiertas de plástico, y me hizo señas de que me sentara en la butaca de enfrente.

A medida que me abría paso entre los muebles hacia la butaca, empecé a sentirme nerviosa y emocionada. Porque aunque la señora Nolan encajaba más arrodillada fregando el suelo de la cocina de Hetty, era evidente que se había ganado una excelente reputación como adivina, aunque yo no supiera cómo. ¿Qué me iba a decir? ¿Qué me deparaba el futuro?

- Siéntate, cariño -me dijo.

Me senté con el trasero en el borde de la butaca cubierta de plástico.

La señora Nolan me miró. ¿Sagazmente? ¿Sabiamente?

Y entonces habló. ¿Proféticamente? ¿Solemnemente?

- Has recorrido un largo camino, cariño -dijo.

Di un pequeño respingo. No había imaginado que fuéramos a empezar tan pronto. ¡Ni que la señora Nolan fuera tan certera! Pues sí, yo había recorrido un largo camino desde mi infancia en las viviendas protegidas de Uxbridge.

- Sí -concedí, vacilante, impresionada por su acierto.

- ¿Había mucho tráfico, cariño?

- ¿Cómo? ¿Si había mucho qué? Ah, mucho tráfico. Pues no, no mucho -conseguí responder.

Ya. O sea que se trataba, simplemente, de entablar conversación. Las predicciones todavía no habían empezado. Qué decepción. En fin, no importaba.

- Sí, cariño -dijo ella, y suspiró-. El día que terminen esa maldita carretera de circunvalación, se habrá obrado un milagro. De momento, se forman unas caravanas de miedo.

- Ya -asentí.

No sé por qué, pero hablar del tráfico y los embotellamientos no me parecía del todo adecuado.

Sin embargo, la señora Nolan enseguida fue al grano.

- ¿Bola o cartas? -preguntó.

- ¿Cómo dice?

- ¿Bola o cartas? ¿Bola de cristal o cartas del tarot?

- ¡Ah! Bueno, no sé. ¿Qué diferencia hay?

- Cinco libras.

- No, no me refería a eso… En fin, las cartas, por favor.

- De acuerdo -dijo ella, y empezó a barajar las cartas con la destreza de un jugador de póquer profesional.

- Barájalas un poco, cariño -me dijo, y me entregó los naipes-. Haz lo que quieras, pero que no se te caigan al suelo.

«Debe de dar mala suerte que se te caigan al suelo», pensé.

- Tengo la espalda destrozada -me explicó-. El médico me ha prohibido agacharme. Y ahora, formúlate una pregunta, cariño -dijo-. Una pregunta que las cartas te contestarán. No me la digas a mí, cariño. Yo no necesito saberla -hizo una breve pausa y me miró fijamente-, cariño.

Habría podido preguntarle muchas cosas. Como si se acabaría el hambre en el mundo. Si encontrarían un remedio para el sida. Si habría paz en la tierra. Si conseguirían reparar el agujero de la capa de ozono. Pero curiosamente, la pregunta que elegí fue: «¿Encontraré novio?» Mira por dónde.

- ¿Ya sabes lo que quieres preguntar, cariño? -quiso saber la señora Nolan, y me cogió la baraja de las manos.

Asentí con la cabeza. Ella empezó a lanzar las cartas por la mesa a gran velocidad. Yo no sabía qué significaban los dibujos, pero no los encontré muy prometedores. Había muchas cartas con espadas, y eso no podía ser buena señal.

- ¿Tu pregunta tiene que ver con un hombre?

Pero eso no me impresionaba ni a mí.

Veamos, yo era una chica joven. No tenía muchas preocupaciones. Bueno, en realidad tenía muchas. Pero las chicas jóvenes normales sólo podían acudir a una adivina por dos motivos: su carrera o su vida amorosa. Y cuando tenían problemas con su carrera, lo más lógico es que intentaran remediarlos personalmente.

Acostándose con su jefe, por ejemplo.

De modo que sólo quedaba la opción de la vida amorosa.

- Sí -contesté cansinamente-. Tiene que ver con un hombre.

- No has tenido suerte en el amor, cariño -dijo ella compasivamente.

Una vez más, me negué a dejarme impresionar.

En efecto, no había tenido suerte en el amor. Pero eso nos había pasado a todas.

- Hay un hombre rubio en tu pasado, cariño -prosiguió la adivina.

Supongo que se refería a Steven. Pero a ver, ¿qué mujer no tenía un hombre rubio en su pasado?

- Ese hombre no te convenía, cariño -continuó la señora Nolan.

- Gracias -dije, un tanto molesta, porque eso ya lo había deducido yo sola.

- Pero no derroches tus lágrimas con él, cariño -me aconsejó.

- No se preocupe.

- Porque hay otro hombre, cariño -dijo, y me miró con una amplia sonrisa.

- ¿En serio? -pregunté, encantada, y me incliné, y el plástico crujió bajo mis muslos-. Esto me interesa.

- Sí -confirmó la señora Nolan examinando las cartas-. Veo una boda.

- ¿De verdad? ¿Qué boda? ¿La mía?

- Sí, cariño. La tuya.

- ¿En serio? ¿Cuándo?

- Antes de que las hojas hayan caído al suelo por segunda vez, querida.

- ¿Cómo dice?

- Antes de que las cuatro estaciones hayan dado una vuelta y media -me contestó.

- Perdone, pero me parece que todavía no la he entendido -me disculpé.

- Dentro de un año, más o menos -dijo la señora Nolan con una pizca de fastidio.

Me llevé una pequeña decepción. Dentro de un año volveríamos a estar en invierno, y yo siempre había imaginado que me casaría en primavera. Es decir, en las raras ocasiones en que imaginaba que me casaría.

- ¿No podría ser un poco más tarde? pregunté.

- Querida -dijo ella, irritada-, yo no decido estas cosas. Yo sólo soy la mensajera.

- Lo siento -murmuré.

- Bien -prosiguió la adivina con tono más relajado-, digamos que dentro de dieciocho meses, para asegurarnos.

- Gracias. -Me pareció todo un detalle por su parte. De modo que iba a casarme. Genial. Sobre todo teniendo en cuenta que me habría contentado con tener novio.

- Y ¿quién será?

- Debes tener cuidado, querida -me previno-. Es posible que al principio no lo reconozcas.

- ¿Lo conoceré en un baile de disfraces?

- No, no. Nada de eso. Pero al principio puede que él no sea quien aparente ser.

- Ah, se refiere a que me mentirá -dije-. Bueno, no me importa. ¿Por qué iba éste a ser diferente?

Reí.

La señora Nolan pareció molesta.

- No, querida. Lo que quiero decir es que debes despojarte de tus prejuicios -aclaró-. Quizá tengas que buscar a este hombre y mirarlo a la cara sin miedo. Quizá no tenga dinero, pero no debes menospreciarlo. Puede que no sea muy atractivo, pero no debes menospreciarlo.

Fantástico, pensé. Un mendigo deforme. ¡Habérmelo dicho antes!

- Entiendo -dije-. Será pobre y feo.

- No, cariño -dijo la señora Nolan, exasperada, abandonando por fin su lenguaje místico-. Lo que quiero decir es que quizá no sea exactamente tu tipo.

- ¡Ahora entiendo! -exclamé.

Podría haber empezado por ahí. ¡Mirarlo a la cara sin miedo!

- Entonces -proseguí-, cuando me encuentre a Jason, ese chaval de diecisiete años lleno de granos y con pantalones cuatro tallas más grandes, en la fotocopiadora y me pregunte si quiero salir con él a drogarme, no debo reírme de él ni decirle que se vaya a tomar por culo.

- Más o menos, querida -dijo la señora Nolan, más complacida-. Pues la flor del amor puede florecer en los lugares más inesperados, y tú debes estar preparada para recogerla.

- Comprendo.

De todos modos, tendría que estar muy desesperada para aceptar los ofrecimientos de Jason. Pero eso no hacía falta decírselo a la señora Nolan.

Porque si la señora Nolan era una buena adivina, ella ya debía de saberlo. Empezó a señalar las cartas y a pronunciar sentencias, con lo cual indicaba que la audiencia se acercaba a su fin.

- Tendrás tres hijos: dos niñas y un niño, querida. Nunca tendrás dinero, pero serás feliz, cariño. Tienes una enemiga en el trabajo, querida. Tiene envidia de tu éxito.

No pude evitar reírme, con cierta amargura. La señora Nolan también se habría reído de haber sabido lo soso y aburrido que era mi trabajo.

Entonces hizo una pausa.

Miró las cartas y luego a mí. Su rostro adoptó una expresión de preocupación.

- Has tenido una nube encima, cariño -dijo lentamente-. Una oscuridad, una tristeza.?

Se me hizo un nudo en la garganta. Una nube negra: así era precisamente como yo describía los episodios de depresión que sufría de vez en cuando. No se trataba del clásico «ojalá tuviera yo esa falda de ante», aunque esa clase de depresión también la tenía a veces. Pero desde los diecisiete años había sufrido episodios de auténtica depresión clínica.

Asentí con la cabeza. Apenas podía hablar.

- Sí -susurré.

- Esa nube te persigue desde hace muchos años -dijo la señora Nolan mirándome con gesto compasivo.

- Sí -afirmé, y noté que las lágrimas acudían a mis ojos.

- Y has soportado esa carga tú sola -añadió.

- Sí. -Una lágrima inició su lento descenso por la mejilla. ¡Dios mío! ¡Qué horror! Yo había ido allí para pasármelo bien un rato. Y aquella mujer, que era una desconocida, había llegado a mi interior, hasta un rincón que muy pocas personas conocían.

- Lo siento -dije entre sollozos, y me sequé la cara con la mano.

- No te apures, cariño -me consoló ella, y me dio un pañuelo de papel de una caja que, evidentemente, estaba allí para aquellas ocasiones-. Le pasa a mucha gente.

La señora Nolan aguardó unos instantes a que yo me tranquilizara, y luego volvió a hablar.

- ¿Estás bien?

- Sí, gracias -dije sorbiendo por la nariz.

- Esta situación puede mejorar, querida. Pero no debes huir de las personas que quieren ayudarte. ¿Cómo quieres que te ayuden si tú no les dejas?

- No sé qué quiere decir.

- Es posible que no, querida. Pero espero que llegues a entenderlo.

- Gracias. Ha sido usted muy amable. Y gracias por todo eso de la boda. Me ha dado una gran alegría.

- De nada, cariño -dijo ella con ternura-. Son treinta libras, por favor.

Le pagué y me levanté de la ruidosa butaca.

- Buena suerte, cariño -dijo la señora Nolan-. ¿Quieres decirle a la siguiente que ya puede pasar?

- ¿La siguiente? ¿Quién es la siguiente? Ah, Megan.

- ¡Megan! -exclamó la señora Nolan-. ¡Qué nombre tan precioso! Debe de ser galesa.

- En realidad es australiana. -Sonreí-. Muchas gracias. Adiós.

- Adiós, cariño. -Me miró sonriente, y yo salí al pequeño vestíbulo, donde mis tres compañeras se abalanzaron sobre mí acribillándome a preguntas. «¿Y bien?» «¿Qué te ha dicho?» «¿Vale la pena?» (esto me lo preguntó Megan).

- Sí le contesté-. Deberías entrar.

- Sólo entraré si me prometéis no decir nada hasta que yo salga y volvamos a estar todas juntas -dijo Megan enfurruñada-. No quiero perderme ni un solo detalle.

- De acuerdo -dije suspirando.

- Vaca egoísta -murmuró Meredia.

- Cuidado con lo que dices, foca -le espetó Megan.