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Me encantaban los lunes por la noche. Todavía estaba en esa etapa de mi vida en que creía que los días laborables eran para recuperarse del fin de semana. No entendía al resto de la gente, que parecían opinar que era al revés.

El lunes por la noche era la única noche de la semana en que Karen, Charlotte y yo coincidíamos en el piso, agotadas a causa de los excesos del fin de semana.

El martes por la noche Charlotte iba a clases de flamenco. El miércoles por la noche una u otra siempre desaparecía. Y el jueves por la noche salíamos las tres: era la sesión de entrenamiento para el fin de semana siguiente, que nos lo pasábamos fuera las tres (siempre que mi depresión me lo permitiera, claro).

El lunes por la noche íbamos al supermercado y comprábamos manzanas, uvas y yogures desnatados para toda la semana. Comíamos verdura al vapor, nos proponíamos firmemente reducir el consumo de pizza y jurábamos que no volveríamos a beber alcohol jamás, al menos hasta el sábado siguiente por la noche.

(El martes ya habíamos vuelto a la pasta y el vino, el miércoles al helado y las galletas de chocolate y un par de cervezas en el pub de abajo, el jueves nos emborrachábamos después del trabajo y comprábamos comida preparada en el chino del barrio, y entre el viernes y el domingo no comprábamos de nada. Hasta que llegaba el lunes y volvíamos a comprar manzanas, uva y yogures desnatados.)

Cuando entré en casa vi que Charlotte ya había llegado. Estaba sacando cosas de una bolsa del Tesco y vaciando la nevera de yogures desnatados que no habíamos probado y que llevaban una semana caducados.

Dejé mi bolsa de Waitrose junto a la del Tesco, para que pudieran hablar.

- A ver, ¿qué has comprado? ¿Algo bueno? -me preguntó Charlotte.

- Manzanas…

- Ah. Yo también.

- … y uvas…

- Yo también.

- … y yogures desnatados…

- Yo también.

- Lo siento. No traigo nada bueno.

- Es igual. Me alegro, porque a partir de ahora pienso comer como Dios manda.

- Yo también.

- Y cuantas menos tentaciones haya en casa, mejor.

- Exacto.

- Karen ha bajado a la tienda de la esquina. Espero que no compre nada apetitoso.

- ¿En la tienda del señor Papadopoulos?

- Sí.

- No te preocupes.

- ¿Por qué?

- Porque allí no hay nada apetitoso.

- Tienes razón -coincidió Charlotte-. Todo lo que tiene es como… no sé, chungo. Hasta las cosas buenas, como el chocolate, tienen mala pinta. Como si estuvieran allí desde antes de la guerra.

- Sí. En realidad podemos considerarnos afortunadas. ¿Te imaginas cómo estaríamos si viviéramos cerca de una tienda en la que vendieran cosas apetitosas?

- Enormes -dijo Charlotte-. Como unas vacas.

- Bien mirado -añadí-, es una de las ventajas de este piso. Debería haber aparecido en el anuncio: «Piso de tres dormitorios, totalmente amueblado, en zona bien comunicada, lejos de las tiendas donde venden chocolate del bueno.»

- ¡Es verdad!

- Mira, ya llega Karen.

Karen entró en la cocina con cara de pocos amigos y dejó la compra en la mesa. No cabía duda de que estaba enfadada.

- ¿Qué te pasa, Karen? -le pregunté.

- ¿Quién ha sido la que ha puesto pesetas en el bote? Qué mal lo he pasado. El señor Papadopoulos se ha pensado que quería engañarle. ¡Ya sabéis lo que dice la gente de los escoceses y el dinero!

- ¿Qué dicen? -preguntó Charlotte-. Ah, sí, que son muy tacaños. Bueno, la verdad es que…

Al ver el semblante de Karen, Charlotte se interrumpió.

- ¿Quién ha sido? -preguntó Karen. A veces se ponía como una fiera.

Me planteé la posibilidad de mentir y echarle la culpa al tipo de los granos. Pobrecillo. Había llamado el domingo por la noche preguntando por Charlotte, y le habíamos dicho que allí no vivía nadie que se llamara así.

Estuve a punto de desentenderme…

- Pues…

Pero entonces me lo pensé mejor.

Tarde o temprano, Karen se enteraría de quién había sido. Karen me descubriría. Mi sentimiento de culpabilidad me atormentaría y al final tendría que confesar.

- Lo siento, Karen, seguramente ha sido culpa mía… No es que las haya puesto yo, pero si han aparecido dentro del bote es por mi culpa.

- Pero si tú nunca has estado en España.

- Ya, pero Gus me dio esas pesetas, y yo le dije que no las quería y debí de dejarlas encima de la mesa, y seguramente alguien las ha metido en el bote creyendo que eran monedas normales…

- Ah, bueno. Si ha sido Gus no pasa nada.

- ¿Cómo que no pasa nada? -dijimos Charlotte y yo al unísono, extrañadas. Karen casi nunca era así de compasiva y clemente.

- Es que es un encanto. Monísimo. Está como una cabra, desde luego, pero me cae muy bien. -Chascó la lengua y añadió-: Elizabeth Ardent… Me parto de risa con él.

Charlotte y yo nos miramos, alarmadas.

- Pero ¿cómo? -pregunté, nerviosa-. ¿No vas a decirle que vaya a ver al señor Papadopoulos y le explique que no eres una escocesa tacaña y deshonesta?

- No, no, nada de eso -dijo Karen, quitándole importancia con un ademán.

El cambio de actitud de Karen me impresionó. La encontraba menos agresiva, más simpática.

- No -continuó-. Irás tú. Ve a ver al señor Papadopoulos y pídele disculpas.

- Oye, pero…

- No, no hace falta que vayas ahora mismo. Puedes ir después de cenar, pero no olvides que cierra a las ocho.

La miré fijamente, intentando averiguar si lo decía en serio o no. Tenía que asegurarme, porque no quería ponerme nerviosa sin necesidad.

- Lo dices en broma, ¿verdad?

Hubo una pausa cargada de tensión, y entonces Karen dijo:

- De acuerdo, lo digo en broma. Será mejor que me porte bien contigo, porque como eres tan amiga de Daniel…

Me miró con una sonrisa encantadora en los labios con la que parecía querer decirme: «Sí, ya sé que soy una descarada, pero en el fondo te encanta», y yo le respondí con una débil sonrisa.

Yo estaba a favor de hablar con franqueza. Bueno, en realidad es mentira: creía que la franqueza era una de las cosas más sobrevaloradas del mundo. Pero Karen se comportaba como si la franqueza fuera una gran virtud, lo mejor que ella podía hacer por ti. En cambio, a mí me parecía que había cosas que no era necesario decir, o que no debían decirse. Y que a veces la gente utilizaba la sinceridad como una oportunidad para hacerte daño. Daban rienda suelta a su maldad y a su crueldad, te destrozaban la vida y luego se justificaban adoptando una expresión inocente y diciendo: «Yo sólo pretendía ser sincero.»

Sin embargo, no tenía derecho a quejarme de las personas así: quizá a Karen le gustaran demasiado las confrontaciones, pero yo les tenía fobia.

- Tú recuérdale de vez en cuando que soy una chica fabulosa -dijo-. Y dile que hay un montón de tíos enamorados de mí.

- De acuerdo -accedí.

- Estoy hirviendo brócoli -dijo Charlotte, llevando la conversación al terreno doméstico-. ¿Queréis un poco?

- Yo estoy hirviendo zanahorias -dije-. ¿Queréis?

Negociamos un acuerdo tripartito referente al reparto equitativo de nuestras verduras hervidas.

- Ah, Lucy -dijo Karen distraídamente (demasiado distraídamente). Me preparé para lo que pudiera pasar-. Ha llamado Daniel.

- Ah, ¿sí?

- Para hablar conmigo -añadió, triunfante-. Ha llamado para hablar conmigo.

- Fantástico.

- No para hablar contigo, sino conmigo.

- Fantástico, Karen -dije riendo-. Eso debe de querer decir que ya sois pareja, ¿no?

- Eso parece -respondió ella con petulancia.

- Me alegro por ti.

- Y que lo digas.

Nos comimos la verdura y luego vimos una telenovela y un documental desgarrador sobre el parto natural que nos puso los pelos de punta. Mujeres con el rostro desencajado, empapadas de sudor, jadeando y gimiendo.

- Madre mía -dijo Charlotte, petrificada, con el gesto rígido a causa de la impresión-. No pienso tener hijos.

- Yo tampoco -dije convencida, y de pronto me di cuenta de las grandes ventajas de no tener novio.

- Pero puedes pedir que te pongan la epidural -terció Karen-, y entonces no notas nada.

- Ya, pero eso no siempre funciona -le recordé.

- Ah, ¿no? ¿Cómo lo sabes?

- Lucy tiene razón -dijo Charlotte-. A mi cuñada no le hizo efecto y lo pasó fatal. La oían gritar desde la calle.

Vale, era una buena historia, pero yo no sabía si creérmela, porque Charlotte era de Yorkshire, y a la gente de Yorkshire le encantan las historias de dolor insoportable.

A Karen no pareció convencerle el sangriento relato de Charlotte. Su firme voluntad se encargaría de que a ella le hiciera efecto la epidural, sin ninguna duda.

- ¿Y el gas? -pregunté-. ¿No ayuda también a soportar el dolor?

- ¡El gas! -exclamó Charlotte con tono mordaz-. ¡El gas! ¡Eso es como ponerle una tirita en el muñón a uno que le han amputado una mano!

- Ostras -dije-. ¿Ponemos otra cosa?

Hacia las diez menos veinte ya habíamos digerido nuestras raciones de verdura, y nos entró un hambre voraz.

¿Quién se vendría abajo antes?

La tensión iba en aumento, hasta que Charlotte, como quien no quiere la cosa, dijo:

- ¿Alguien viene a dar un paseo?

Karen y yo suspiramos agradecidas.

- ¿Qué clase de paseo? -pregunté, precavida.

No pensaba moverme de donde estaba si el paseo no tenía nada que ver con la comida, pero Charlotte no me decepcionó.

- Un paseo hasta la pescadería -dijo con vergüenza.

- ¡Charlotte! -dijimos Karen y yo al unísono, escandalizadas-. ¿No te da vergüenza? ¿Qué hay de nuestros buenos propósitos?

- Es que tengo hambre -repuso con un hilo de voz.

- Cómete una zanahoria -propuso Karen.

- Prefiero no comer nada antes que comerme una zanahoria -confesó Charlotte.

Yo sabía cómo se sentía. Yo habría preferido comerme un trozo de repisa de chimenea que una zanahoria.

- Bueno -dije exhalando un suspiro-. Si tanta hambre tienes, te acompaño. -Estaba encantada. ¡Podría comer patatas fritas!

- Y para que no te sientas tan culpable -añadió Karen, como si aquello supusiera un enorme esfuerzo para ella-, puedes comprarme una bolsa de patatas a mí.

- No lo hagas sólo para que yo no me sienta culpable -dijo Charlotte, toda consideración-. El hecho de que yo no tenga fuerza de voluntad no significa que tú tengas que romper tu régimen.

- No importa, de verdad -dijo Karen.

- No, en serio -insistió Charlotte-. No hace falta que comas patatas. Ya acarrearé yo sola mi culpa.

- ¡Cállate y cómprame un paquete de patatas! -gritó Karen.

- ¿Grande o pequeño?

- ¡Grande! ¡Con salsa al curry, y una salchicha Saveloy!