30
A la mañana siguiente, cuando desperté y me di cuenta de que tenía que levantarme de la cama para ir a trabajar, lo vi todo de otra manera, claro.
Tenía ganas de esconderme, pero era lunes, y no resultaba fácil alterar el hábito de toda una vida. El hecho de haber conocido a un chico, aunque fuera alguien tan encantador como Gus, no podía convertirme de la noche a la mañana en una de esas que se levantan antes de que suene el despertador, cantando «Me alegro de no haber muerto durante la noche».
Di unos manotazos a tientas hasta que encontré el botón de repetición, negociando otros cinco minutos de sueño atormentado por los remordimientos. Habría dado cualquier cosa por no tener que levantarme. Cualquier cosa.
Había alguien en el cuarto de baño, de lo cual me alegré. No tenía sentido que me levantara de la cama hasta que el baño quedara libre. Se me concedía un breve aplazamiento.
Así pues, me quedé un rato tumbada en la cama, adormilada, contemplando las diversas opciones de suicidio que tenía a mi disposición, porque resultaban mucho más atractivas que coger el metro para ir al trabajo.
Le había dado vueltas a la idea del suicidio varias veces (la mayoría de las mañanas de los días laborables, vaya), y había llegado a la conclusión de que los pisos modernos no estaban hechos para los suicidas. No había botellas de limonada llenas de herbicida, ni sogas, ni utensilios agrícolas.
Pero no debí ser tan negativa, pues dicen que el que la sigue la consigue. Aunque si no hubiera sido tan negativa, no habría querido suicidarme, y la cuestión no se habría planteado.
Repasé la lista de posibilidades.
Habría podido tomarme una sobredosis de paracetamol. Pero estaba casi segura de que aquello no funcionaría, al menos en mí, porque en un par de ocasiones en que tenía una resaca de miedo me había tomado doce tabletas y ni siquiera me había dado sueño.
La idea de asfixiarme con una almohada no me parecía mal. Era una forma tranquila de palmarla, con la ventaja de que no tenías que levantarte de la cama para hacerlo. Pero era como la natación sincronizada: no tenía mucho sentido si intentabas hacerlo tú solo.
Entonces oí que alguien salía del cuarto de baño, y me entró pánico, pero otra persona se coló rápidamente. Respiré aliviada: todavía no tenía que levantarme. Sin embargo, tarde o temprano me llegaría la hora, y yo lo sabía.
De momento podía permanecer en posición horizontal y pensar en el suicidio, aunque sabía que en realidad no quería matarme, pues el suicidio es antinatural.
Además, conlleva gran cantidad de problemas.
Lo encontraba irónico: quieres morirte porque no soportas la idea de seguir viviendo, pero se supone que tienes que actuar enérgicamente y cambiar los muebles de sitio, subirte a las sillas, colgar cuerdas y hacer complicados nudos y atar unas cosas a otras y dar patadas al taburete al que te has subido, prepararte baños calientes, conseguir hojas de afeitar, alargues, aparatos eléctricos y herbicidas. El suicidio era un asunto complicado y difícil, que a menudo implicaba visitas a la ferretería.
Y si has conseguido levantarte de la cama y bajar a la calle, y has ido al centro de jardinería o a la farmacia, lo peor ya ha pasado, y lo mejor que puedes hacer es irte al trabajo.
No, yo no quería suicidarme. Pero había una gran diferencia entre no querer suicidarse y querer levantarse de la cama. Quizá había ganado la batalla, pero allí seguía, y no podía decir que hubiera ganado la guerra.
Karen entró de sopetón en mi dormitorio. Iba impecablemente vestida y maquillada. Karen siempre iba bien arreglada, incluso a aquellas horas de la mañana; nunca se le encrespaba el cabello, ni siquiera cuando llovía. Hay gente que es así, pero yo no era una de ellas.
- Despierta, Lucy -me ordenó-. Quiero hablar contigo sobre Daniel. ¿Alguna vez ha estado enamorado, sinceramente enamorado?
- Pues…
- Venga, lo conoces desde hace años.
- No sé…
- Nunca lo ha estado, ¿verdad?
- Es que…
- ¿Y no crees que ya va siendo hora de que se enamore?
- Sí -contesté. Lo más fácil era darle la razón.
- Yo también.
Karen se sentó en mi cama.
- ¡Ay! Estoy hecha polvo.
Nos quedamos un rato calladas. Oíamos a Charlotte en el cuarto de baño, cantando Somewhere over the Rainbow.
- Ese Simon debe de tenerla enorme -comentó Karen.
- Sí.
- Oh, Lucy -dijo exhalando un suspiro-. No me apetece nada ir a trabajar.
- A mí tampoco.
Entonces nos pusimos a jugar a la Explosión de Gas.
- Ojalá hubiera una explosión de gas, ¿no?
- ¡Sí! No demasiado fuerte, pero…
- Bueno, lo bastante fuerte como para que tuviéramos que quedarnos en casa…
- Pero no lo bastante fuerte como para que hubiera heridos…
- Exacto. Pero que se cayera el edificio y que tuviéramos que quedarnos varios días aquí mirando la televisión y leyendo revistas, y que tuviéramos que comernos todo lo que hubiera en el congelador, y…
Hay que decir que lo que había en el congelador era pura fantasía. En nuestro congelador nunca había más que una gran bolsa de guisantes que llevaba cuatro años allí, desde que Karen vino a vivir al piso. A veces comprábamos barras enormes de helado con la intención de comer raciones pequeñas de vez en cuando y conseguir que durara meses, pero generalmente no duraban ni una noche.
A veces, para variar, jugábamos al Terremoto. Soñábamos que había un temblor cuyo epicentro se situaba en nuestro piso. Pero nunca les deseábamos daño ni desperfectos a nuestros vecinos. De hecho, lo único que se destruía era la salida de nuestro piso. Las revistas, los televisores, las camas, los sofás y la comida se salvaban milagrosamente.
A veces soñábamos que nos rompíamos una pierna, atraídas por la idea de pasarnos varias semanas seguidas tumbadas. Pero el invierno anterior Charlotte se había roto el dedo pequeño del pie en la clase de flamenco (al menos ésa era la versión oficial; la verdad era que se lo había roto saltando por encima de la mesa del salón, cuando se encontraba bajo los efectos de una cantidad considerable de alcohol), y dijo que el dolor era insoportable. Así que ya no soñábamos con miembros rotos, pero a veces todavía nos imaginábamos que nos extirpaban el apéndice.
- Bueno -dijo Karen con decisión-. Me voy a trabajar. Qué capullos -añadió.
Karen se marchó, y entonces apareció Charlotte.
- Te he traído una taza de té, Lucy.
- Ah, gracias -dije malhumorada, al tiempo que me incorporaba.
Con la ropa de trabajo y sin maquillar, Charlotte aparentaba unos doce años. Lo único que la delataba eran sus enormes pechos.
- Date prisa -me dijo-, que iremos juntas al metro. Tengo que hablar contigo.
- ¿Sobre qué? -pregunté, precavida, temiéndome que pudiera ser sobre las ventajas y los inconvenientes de la píldora del día después.
- Es que anoche me acosté con Simon -me contestó Charlotte, apenada-. ¿Crees que es horrible que me haya acostado con dos hombres un mismo fin de semana?
- ¡Qué va! -la tranquilicé.
- Es horrible, ya lo sé, pero no era mi intención, Lucy -se apresuró a explicarme -. Bueno, sí que quería hacerlo cuando lo hice, pero yo no tomé la decisión de acostarme con dos hombres. ¿Cómo iba a saber yo el viernes por la noche que el sábado por la noche iba a conocer a Simon?
- Exacto -coincidí.
- Es espantoso, Lucy. Nunca cumplo las normas que yo misma me impongo -dijo Charlotte, decidida a castigarse-. Siempre he dicho que nunca me acostaría con nadie la primera noche, y con Simon no me acosté la primera noche, porque esperé hasta la tarde del día siguiente, o la noche, porque ya eran más de las seis.
- Entonces no pasa nada.
- Y fue maravilloso -añadió.
- Perfecto -dije para animarla.
- Pero ¿y lo del otro chico, el del viernes por la noche? Madre mía, si ni siquiera me acuerdo de cómo se llama. ¿No lo encuentras espantoso, Lucy? ¡Imagínate! Le dejo ver mi trasero, y ni siquiera sé cómo se llama. Derek, creo que se llamaba Derek -dijo con gesto de intensa concentración-. Tú lo viste. ¿Tenía cara de llamarse Derek?
- Por favor, Charlotte, no seas tan dura. Si no te acuerdas de su nombre, no te acuerdas. ¿Qué importancia tiene?
- No, si ya sé que no importa -dijo, nerviosa-. Claro que no importa. ¿No era Geoff? O Alex. ¡Cielos! Bueno, ¿te levantas o no?
- Sí.
- ¿Quieres que te planche algo?
- Sí, por favor.
- ¿Qué?
- Cualquier cosa.
Charlotte fue a buscar la plancha y yo conseguí sentarme en el borde de la cama. Charlotte me llamó desde la cocina y me dijo que había leído que en Japón te hacían una operación para coserte el himen, y que por lo tanto recuperabas la virginidad. Quería saber si yo creía que debía hacerse esa operación.
Pobre Charlotte. Pobres de nosotras, todas.
Era muy bonito que nos hubieran regalado la liberación sexual (aunque nos la hubieran regalado a regañadientes), y nosotras estábamos muy agradecidas, pero, ¿qué tía abuela chocha nos había regalado el sentimiento de culpabilidad a juego?
A ésa no le íbamos a mandar ninguna tarjeta de de agradecimiento.
Era como si te regalaran un precioso vestido rojo, corto, ceñido, sexy, y brillante con la condición de que te lo pusieras con unos mocasines marrones y sin maquillaje.
Con una mano te lo daban y con la otra te lo quitaban.
En la oficina no lo pasé demasiado mal. Fue mucho mejor, sin duda, que el viernes cuando me marché.
Megan y Meredia estaban arrepentidas. Entre ellas no se hablaban, pero aquello era normal. Sólo de vez en cuando, Megan le decía a Meredia, como quien no quiere la cosa: «¿Te apetece una galleta, Eleanor?», o «Pásame la grapadora, Fiona», y Meredia replicaba: «Me llamo Meredia.»
Conmigo estuvieron muy simpáticas. Yo todavía recibí alguna que otra mirada burlona de otros empleados, pero ya no me sentía tan cortada, vulnerable y abochornada. Ahora veía las cosas de otra forma. Me di cuenta de que todo el mundo debía de pensar que las imbéciles eran Megan y Meredia, y no yo. Al fin y al cabo, eran ellas las que habían empezado aquella ridícula historia.
Además, desde el viernes se había producido un cambio importantísimo en mi vida. Había conocido a Gus. Cada vez que pensaba en él me sentía como si estuviera envuelta en una coraza protectora, como si ahora ya nadie pudieran considerarme una perdedora, un personaje triste y patético, porque… bueno, porque no lo era, ¿no?
Tenía gracia que el viernes todo el mundo hubiera creído que me iba a casar cuando ni siquiera tenía novio, y que ahora, el lunes, después de conocer a una persona muy especial, nadie se atreviera a sacar el tema del matrimonio delante de mí.
Me moría de ganas de contarles a Meredia y a Megan lo de Gus, pero era demasiado pronto para perdonarlas, así que tuve que permanecer callada para respetar el período de tiempo preceptivo.
Otra de las razones por las que ya no me sentía el centro de la atención en la oficina era que ya no lo era: me había convertido en una noticia pasada.
Había salido a la luz la historia de Hetty y la gran pasión que Veneno Ivor sentía por ella. Al parecer, el viernes nuestro jefe había salido por la noche y se había emborrachado, y le había contado a toda la empresa, desde el director general hasta los conserjes, pasando por todos los de en medio, que estaba enamorado de Hetty y que estaba destrozado porque se había enterado de que ella había abandonado a su marido, aunque en realidad no estaba destrozado porque Hetty hubiera abandonado a su marido, sino porque no lo había abandonado por él, sino por otro.
En cuanto a Hetty, no se sabía nada de ella.
- ¿Sabe si Hetty vendrá hoy, o todavía se encuentra mal? -le pregunté a Ivor, fingiendo inocencia. Hetty no se encontraba bien, o al menos eso era lo que los demás habíamos decidido fingir.
- No lo sé -me contestó con los ojos empañados-. Pero ya que te preocupas tanto por ella, puedes ocuparte de su trabajo hasta que ella vuelva -añadió.
¡El muy cerdo!
- Como usted diga, señor Simmonds.
Ni lo sueñes, capullo.
- ¿Qué le pasa a Hetty? -les pregunté a Meredia y Megan cuando Ivor se fue a su despacho y cerró la puerta, sin duda para apoyar la cabeza en la mesa y llorar como un niño-. ¿Sabéis algo de ella?
- Sí, sí -dijo Meredia, que estaba deseando reconciliarse conmigo-. Ayer fui a verla, y…
- ¡Qué buitre! -exclamé.
- Oye, ¿quieres que te lo cuente, o no? -me preguntó Meredia con acritud.
Sí, claro que quería que me lo contara.
- Y no la encontré nada feliz.
- Nada feliz -repitió Meredia, encantada con el dramatismo de aquella historia.
Sonó el teléfono, y nuestra conversación se interrumpió. Meredia contestó, y escuchó, impaciente, unos momentos; después bramó:
- Sí, entiendo, pero lamentablemente nuestros ordenadores no funcionan en este momento, y no puedo comprobar su cuenta. De todos modos, déme su número de teléfono, y ya le llamaré. Hmmm. -Asintió con la cabeza mientras hacía ver que anotaba el número-. Sí, ya lo tengo. Le llamaré en cuanto pueda. -Colgó bruscamente el auricular, y exclamó-: ¡Hostia! ¡Malditos clientes!
- ¿Es verdad que los ordenadores no funcionan? -pregunté.
- ¿Cómo quieres que lo sepa? -dijo Meredia, sorprendida-. Yo todavía no lo he encendido. Pero no lo creo. A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, Hetty…
Aquello lo hacíamos a menudo. A veces decíamos que los ordenadores no funcionaban; o contestábamos el teléfono y decíamos que éramos la señora de la limpieza; o fingíamos que la línea estaba mal y que no oíamos a los clientes; o colgábamos y fingíamos que se había cortado la comunicación; o hacíamos ver que éramos extranjeras y que no hablábamos inglés. Los clientes se enfadaban mucho con nosotras, y a veces preguntaban por nuestros superiores, y cuando lo hacían les hacíamos esperar unos minutos y después volvíamos a ponernos al teléfono, y con voz empalagosa y tranquilizante le comunicábamos al furioso cliente que la empleada infractora estaba recogiendo sus cosas porque la habían despedido.
Meredia me contó con detalle lo desgraciada que se sentía Hetty, y lo delgada y demacrada que estaba.
- Pero si siempre está delgada y demacrada -protesté.
- No -replicó ella, algo enojada-. Se nota que está sufriendo muchísimo, que está pasando por un trauma.
- Pues no sé qué es lo que le hace sentirse tan desgraciada -terció Megan-. No tiene uno, sino dos hombres deseando metérsela. Yo siempre lo digo: dos cabezas (y no sólo cabezas) son mejor que una.
- ¡Ay, Megan! -dijo Meredia, asqueada-. Siempre lo reduces todo a… a… instintos básicos animales.
- Es un tema jugoso, Gretel -dijo Megan esbozando una misteriosa sonrisilla con sus seductores y carnosos labios.
Murmuró algo más y luego salió de la habitación. Creo que dijo algo de tres.
- Me llamo Meredia -le recordó Meredia una vez más, y masculló-: Gilipollas. Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí. -Se aclaró la garganta-. Se debate entre dos amantes -prosiguió apasionadamente-. Por una parte está Dick, el formal, el padre de sus hijos. Y por otra parte está Roger, emocionante, impredecible, apasionado…
Y siguió hablando hasta que llegó la hora de comer. A esa hora yo siempre dejaba de trabajar, salía de la oficina y me pasaba una hora mirando tiendas.
El hecho de que en realidad no hubiera empezado a trabajar no tenía ninguna importancia.
Fui a comprarle un regalo de cumpleaños y una tarjeta de felicitación a Daniel, una misión que siempre se convertía en suplicio.
Nunca sabía qué comprarle.
¿Qué le puedes comprar a un hombre que lo tiene todo. Podía comprarle un libro, pero él ya tenía uno. Nunca me acordaba de decírselo. Seguro que él lo encontraba gracioso. Siempre acababa comprándole algo horrible y poco imaginativo, como unos calcetines, una corbata o pañuelos. Y lo peor era que él siempre me compraba algo maravilloso y acertado. Para mi último cumpleaños me regaló un vale de un día en el Sanctuary. Fue un gustazo: un día entero sin sentimientos de culpa, tumbada junto a una piscina, recibiendo todo tipo de mimos y masajes.
Le compré una corbata, porque ya hacía un par de años que no le compraba ninguna.
Pero le compré una tarjeta muy graciosa, y firmé «Besos, Lucy». Esperaba que Karen no la viera y me acusara de intentar robarle el novio.
El papel de envolver me costó casi lo mismo que la corbata. Debía de ser de hilo de oro.
Envolví la corbata en la oficina, pero tuve que salir otra vez para llevar el paquete a correos. Podría haberlo llevado al departamento de envíos, pero quería que Daniel lo recibiera dentro de este siglo, y las dos neandertales que trabajaban en él no podían garantizármelo. No es que me cayeran mal; de hecho, me caían muy bien, y sus felicitaciones por mi falsa boda habían sido sinceras y efusivas; pero no sé, no parecían muy inteligentes. Serviciales y preparadas, sí, pero no excesivamente hábiles.
Finalmente dieron las cinco, y me marché a casa como una bala.