38

Habían pasado seis semanas. Era domingo por la noche, tarde.

Habíamos vuelto del Cash'n'Curry hacía un rato, y Gus se había marchado hacía una hora. Karen, Charlotte y yo estábamos tendidas lánguidamente sobre diversos muebles de nuestro salón, comiendo patatas fritas, mirando la televisión y recuperándonos del fin de semana. De pronto Karen se incorporó, como si hubiera tomado una importante decisión.

- El viernes voy a hacer una cena -anunció-, y voy a invitaros a vosotras dos, a Simon y Gus.

- Qué bien, Karen. Muchas gracias -dije, nerviosa.

Yo había notado que Karen estaba tramando algo. Llevaba media hora contemplando el fuego con una extraña expresión.

- ¿Vendrá Daniel? -preguntó Charlotte, el colmo de la ingenuidad.

Pues claro que iba a venir. Daniel era precisamente el motivo de que Karen ofreciera una cena.

- Desde luego que vendrá -contestó Karen-. Daniel es precisamente el motivo por el que organizo la cena.

- Ya.

Karen pensaba preparar una cena muy elaborada compuesta de diversos platos, servirla con elegancia, sin mancharse el vestido y sin que le salieran brillos en la cara. Estaría preciosa, ingeniosa y divertida, y todo para demostrarle a Daniel hasta qué punto era indispensable para él.

- Será una cena estupenda -dijo-. Y tendréis que disfrazaros.

- Qué divertido -dijo Charlotte-. Puedo ponerme mi traje de vaquera.

- No me refiero a ese tipo de disfraces -dijo Karen-. Me refiero a que tendréis que arreglaros de verdad: traje largo, joyas, zapatos de tacón…

- Yo no sé si Gus tiene algún traje -comenté.

- Ya -dijo Karen-. Bueno, encárgate de que se ponga algo decente, y no esos trapos que lleva siempre. Y ahora -prosiguió-, tendréis que darme… treinta libras cada una. Después ya haremos las cuentas.

- ¿Cómo dices? -pregunté, sobresaltada.

Eso no me lo esperaba. Y Charlotte tampoco, a juzgar por su expresión de asombro.

¡Oh, no! Me había pasado todo el fin de semana de marcha con Gus, y me sentía demasiado débil para «discutir» con Karen.

- Sí -dijo ésta con fastidio-. No pretenderéis que pague yo toda la comida, ¿no? Yo voy a organizarlo todo y voy a preparar la cena.

- Sí, tienes razón -dijo Charlotte sobreponiéndose y mirándome como diciendo: «mira el lado positivo»-. No nos va a invitar a cenar a nosotras y a nuestros novios por la cara.

Charlotte tenía razón.

- Bueno, hecho -dijo Karen con firmeza-. Y tendríais que darme el dinero ahora, si no os importa.

Hubo una pausa.

- Ahora -repitió Karen.

Charlotte y yo cogimos nuestros bolsos y empezamos a inventar excusas.

- Me parece que ahora no las llevo encima.

- ¿Puedo pagarte con un talón?

- ¿Te importa que te las dé mañana por la noche?

- ¿Cómo quieres que tengamos dinero el domingo por la noche, Karen? -dije-. Después del fin de semana que hemos pasado.

Karen dijo algo muy desagradable sobre vírgenes sensatas y vírgenes insensatas, pero yo le contesté que en aquel piso no había ninguna virgen, ni sensata, ni insensata ni de ninguna otra categoría, y que no sabía de qué me estaba hablando.

Nos echamos a reír, y por un momento la tensión disminuyó, hasta que Karen habló de nuevo:

- Pues necesito el dinero ahora.

- ¿Por qué? -pregunté-. No sabía que Waitrose estuviera abierto el domingo a las diez y media de la noche.

- No te hagas la graciosa, Lucy -me contestó Karen, mordaz.

- No me hago la graciosa. Es que no entiendo para qué quieres el dinero ahora, la verdad.

- Es para mañana, idiota. Haré la compra cuando vuelva del trabajo, y por lo tanto necesito el dinero ahora.

- Ah.

- Vamos al cajero automático -dijo Karen con un tono de voz que no admitía discusión.

Charlotte intentó protestar, pero sin éxito.

- Pero si está lloviendo, y es domingo, y de noche, y voy en camisón…

- No hace falta que te vistas -dijo Karen.

- Gracias -dijo Charlotte con alivio.

- Ponte un abrigo encima del camisón -continuó Karen-. Y unas mallas y unas botas. Como es de noche, nadie lo notará.

- De acuerdo -dijo Charlotte, resignada.

- Y no hace falta que vayáis las dos -añadió Karen-. Lucy, dale tu tarjeta a Charlotte y dile tu número secreto.

- ¿Y tú? ¿No piensas ir? -pregunté con precaución.

- Francamente, Lucy, a veces me sorprendes. ¿Para qué tengo que ir?

- Pues yo pensaba que…

- Tú no pensabas nada, ése es tu problema. Charlotte va a ir al cajero; no hace falta que vayas tú también.

No me apetecía pelearme con ella. Para compartir un piso tienes que dejar que tus compañeros sean desagradables contigo de vez en cuando. De ese modo, cuando a ti te da por comportarte como el anticristo, ellos tienen que devolverte el favor.

- No puedo dejar que Charlotte vaya sola -dije.

- Charlotte no piensa ir sola -dijo Charlotte desde su dormitorio.

Karen se encogió de hombros y dijo:

- Si te empeñas…

Me puse el abrigo encima del pijama y remetí el pantalón dentro de las botas.

- Mi paraguas está en el recibidor -dijo Karen.

- Métetelo donde te quepa -repuse yo, pero después de haber cerrado la puerta del piso.

Otro requisito para compartir un piso es saber reconocer las oportunidades de desahogarse.

Charlotte y yo echamos a andar bajo la lluvia.

- ¡Zorra! -dijo Charlotte.

- No es una zorra -dije, malhumorada.

- Ah, ¿no? -preguntó Charlotte, sorprendida.

- No. Es una zorra asquerosa -le corregí.

Charlotte iba pisando los charcos y gritando:

- ¡Zorra, zorra, zorra, zorra!

Un hombre que paseaba con su perro cambió de acera al ver de cerca aquel par de lunáticas malhabladas, una con los volantes del camisón rosa asomando por debajo del abrigo, y la otra con el pantalón de bombasí azul claro del pijama ondeando al viento.

- Espero que Daniel le pegue la gonorrea -dije-. O un herpes, o verrugas genitales, o algo horrible.

- O ladillas -añadió Charlotte con malicia-. Y ojalá se quede preñada. Y la próxima vez que Daniel venga al piso, me voy a pasear desnuda para que vea que yo tengo las tetas más grandes que Karen. Eso le va a sentar fatal a la muy cerda.

- ¡Eso! -la animé-. De hecho, creo que deberías pegarle un morreo.

- Sí -dijo Charlotte, entusiasmada-. Me encantaría.

- Deberías intentar acostarte con él, mira lo que te digo. Y en la cama de Karen, a ser posible -sugerí.

- ¡Genial! -exclamó Karen.

- Y después pode as decirle a Karen que Daniel te había dicho que ella no valía nada en la cama y que tú eras mucho mejor.

- Ya, pero no sé -dijo Charlotte, dubitativa-. Quizá no sea tan fácil, porque me da la impresión de que a Daniel le gusta de verdad. ¿Por qué no lo intentas tú?

- ¿Yo?

- Sí. Tú tendrías más posibilidades. Creo que tiene cierta debilidad por ti.

- Es posible -admití-. Pero estamos hablando de sexo, Charlotte. Y tratándose de sexo, las debilidades no son lo más conveniente.

Nos reímos y eso nos hizo sentirnos mejor. Pero me puse a pensar de nuevo en Daniel. Apenas me hablaba, o yo apenas le hablaba a él. Algo raro estaba pasando, eso seguro.

Sacamos el dinero y volvimos a casa, mojadas y resentidas, y se lo entregamos a Karen con hosquedad.

- ¿Dónde dices que me meta el paraguas? -me preguntó Karen con arrogancia sin moverse del sofá. Me ruboricé, pero al mirarla vi que sonreía.

- En el bolso -dije, y reí-. Me voy a la cama. Buenas noches.

- Buenas noches -dijo Karen-. Ah, Lucy. El jueves por la noche tendríamos que quedar para limpiar y prepararlo todo.

Me detuve en el umbral y me di cuenta de que otro requisito para compartir un piso es la capacidad para imaginarte que a tu compañero le pegan en la cabeza con un palo con un clavo en el extremo.

- Vale -dije sin darme la vuelta.

Me pasé la noche imaginándome que metía toda la ropa de Karen en bolsas de basura negras y que las dejaba en la calle para que se las llevaran los basureros.

El jueves por la noche, la Noche de los Preparativos, creí queme había muerto y que me había ido al infierno.

Karen había decidido preparar casi toda la cena la noche anterior, para no tener que trabajar el día de la cena, y así poder estar guapa, tranquila y relajada.

Pero Karen estaba tan nerviosa, y tan decidida a impresionar a Daniel con aquel montaje, que se puso… ¿cómo decirlo?… más insoportable de lo normal. Ella siempre había sido una chica dinámica y voluntariosa, pero una cosa era ser una chica dinámica y voluntariosa, y otra ser una mandona. Y ahora Karen iba de mandona.

Había decidido que Charlotte y yo realizaríamos las operaciones manuales, y que ella, adoptando el papel de Directora Artística, nos supervisaría, nos aconsejaría, nos guiaría y nos dirigiría.

Dicho de otro modo: si había que pelar patatas, no iba a pelarlas ella.

En cuanto Charlotte y yo entramos por la puerta, Karen empezó a darnos órdenes.

- Tú te encargas de preparar -le gritó a Charlotte apuntándola con un lápiz y leyendo la lista que tenía en la mano- las zanahorias, los pimientos, las berenjenas y los calabacines, la sopa de cilantro y limoncillo y el suflé de espárragos.

»Y tú -me gritó a mí-, de las patatas duquesa, el puré de kiwi, la gelatina de arándano, la nata líquida, los champiñones y los panecillos de viena.

Charlotte y yo estábamos aterradas. Si ni siquiera habíamos oído hablar de aquellas cosas, ¿cómo íbamos a poder prepararlas? La especialidad culinaria de Charlotte eran las tostadas, la mía los fideos chinos, y cada vez que intentábamos cocinar algo más complicado, acabábamos llorando, peleándonos y haciéndonos reproches. Siempre igual: quemado por fuera, crudo por dentro; gritos, disgustos, derrames, resbalones… Nada que valga la pena se logra sin crear conflictos, o por lo menos yo nunca lo había logrado.

Aquella noche la cocina parecía un escenario del Infierno de Dante. El círculo donde los pecadores padecían el tormento de las frutas y las verduras. Los cuatro fogones y el horno estaban en marcha constantemente; salía vapor de las cazuelas, las tapas tintineaban y saltaban y el agua hirviendo se desbordaba. Había montones de uva, espárragos, coliflor, patatas, zanahorias y kiwis por todas partes. Hacía un intenso calor, y Charlotte y yo teníamos las mejillas coloradas como tomates. Karen, en cambio, estaba impecable.

No había sitio para dejar nada, porque Karen nos había hecho ponerla mesa de la cocina en el salón.

- Ponedlos ahí. ¡No, no, la base de merengue no, idiota! -me gritó cuando tuve que retirar de la nevera los artículos, habituales para hacerles sitio a los veinte o treinta postres que, por lo visto, Karen esperaba que preparáramos.

Había comida por todas partes. Encima de la nevera, en el escurridero; por el suelo había cuencos de cerdo que se estaba marinando y gelatina que se estaba cuajando y pan de ajo envuelto en papel de aluminio. Yo no me atrevía a mover los pies por temor a acabar empapada hasta el tobillo de aceite de oliva, vino tinto, o el adobo a base de enebro, vainilla, comino y el «ingrediente secreto» de Karen. Y por lo visto el ingrediente secreto de Karen no era otro que azúcar moreno normal y corriente. Le habría dado una bofetada por comportarse como si se tratara del «tercer secreto de Fátima».

Pelé catorce millones de patatas. Corté diecisiete mil kiwis. Luego los piqué y los pasé por un tamiz, aunque todavía no sé para qué. Me pelé los nudillos llevando la mesa de la cocina al salón. Me corté el pulgar cortando los guisantes. Después me corté cortando los chiles. Karen me dijo que tuviera más cuidado porque no quería ver sangre en la comida.

De vez en cuando aparecía en la cocina e inspeccionaba nuestro trabajo, y aunque yo sabía que era una estupidez, me ponía nerviosa. Karen parecía un brigada examinando a unos jóvenes soldados en formación.

- No, no, no -decía, y me golpeaba los nudillos con una cuchara de madera-. Así no se pelan las patatas. Te estás llevando media patata con la piel. Es un despilfarro, Lucy.

- ¿Quieres parar con la cuchara? -le dije, furiosa, lamentando que el pelapatatas que tenía en la mano no fuera una navaja automática.

Karen se había pasado de la raya y me había hecho daño con la cuchara.

- Huy, qué mal humor tenemos esta noche -dijo Karen riendo-. Tendrás que aprender a aceptar las críticas constructivas, Lucy. Con esa actitud no llegarás muy lejos.

La habría matado. Pero qué se le iba a hacer, había que tener en cuenta que Karen estaba enamorada. Aunque estuviera enamorada de Daniel. Yo no era quién para juzgar.

- Y esto ¿qué demonios es? -le preguntó a Charlotte, que estaba rascando zanahorias, y cogió una del montón de las que ya estaban hechas.

- Una zanahoria -contestó Charlotte, hosca, a la defensiva.

- ¿Qué clase de zanahoria? -preguntó Karen.

- Una zanahoria pelada.

- ¡Una zanahoria pelada! -exclamó Karen, triunfante-. Una zanahoria pelada, dice. A ver, Lucy Sullivan, ¿te importaría decirme si para ti esto es una zanahoria pelada?

- Sí -contesté haciendo gala de una gran lealtad.

- Ni hablar. Si esto es una zanahoria pelada, está muy mal pelada. Vuelve a empezar, Charlotte, y esmérate un poco más.

- ¡Déjalo ya, Karen! -Ya no lo soportaba más-. Te estamos haciendo un favor.

- ¿Cómo dices? Repítelo, por favor. ¿Que me estáis haciendo un favor? Perdona, Lucy, pero creo que te equivocas. Si quieres puedes parar ahora mismo, pero no esperes un sitio en la mesa para ti y para Gus mañana por la noche.

Tuve que callarme.

Gus se había puesto muy contento cuando le conté lo de la cena. Lo que más gracia le hizo fue lo de los disfraces. Se llevaría un chasco si no podía ir a la cena, así que me tragué la rabia. A este paso no tardaría en salirme la úlcera.

- Voy a servirme una copa de vino -dije, y saqué una botella de la nevera-. ¿Quieres un poco, Charlotte?

- ¡De eso nada! -exclamó Karen-. Esas botellas son para mañana… Bueno, da igual. Ya que la vas a abrir, yo también tomaré un poco.

Seguimos trabajando hasta altas horas de la noche, pelando, rascando, cortando, rayando, rellenando, batiendo, decorando y horneando.

Trabajamos tanto que Karen casi estaba agradecida, pero sólo durante unos segundos.

- Gracias -dijo mientras se agachaba para sacar algo del horno.

- ¿Qué has dicho? -pregunté. Estaba tan cansada que pensé que tenía alucinaciones.

- He dicho gracias -repitió-. Habéis sido muy… ¡Mierda! ¡Aparta, aparta! -gritó, y me apartó de un empujón al tiempo que se le caía una bandeja de galletas vienesas, que fueron a parar a un cuenco de pisto-. ¡Me he quemado! Estos guantes no sirven para nada.

Me acosté a las dos de la madrugada; tenía las manos cortadas y en carne viva, y me apestaban a ajo y a Drambuie. La uña que se me había roto y que tanto me había costado recuperar se me había vuelto a romper.