15

Cuando volví a despertarme era casi mediodía. Había alguien en el cuarto de baño, y salía tanto vapor por debajo de la puerta que apenas se veía el fondo del pasillo. Encontré a Karen tumbada en el sofá del salón, tapada con un edredón. Estaba fumando y tosiendo, había un cenicero lleno de colillas en el suelo, a su lado, y Karen parecía un panda porque no se había desmaquillado antes de acostarse.

- Buenos días. -Me sonrió. Estaba un poco pálida-. ¿Qué hiciste anoche?

- Nada -contesté distraídamente-. ¿Quién hay en el cuarto de baño? ¿Por qué tarda tanto? El piso parece una sauna.

- Es Charlotte. Se está purgando con agua hirviendo y un estropajo metálico, frotándose hasta sangrar, expiando su pecado.

Sentí una oleada de compasión.

- Oh, no. Pobre Charlotte. Así que se ha acostado con ese de los granos en la espalda.

- ¿Cuándo lo has visto? -preguntó Karen, intentando incorporarse movida por la emoción; pero se lo pensó mejor y se quedó tumbada.

- Me lo he encontrado en la cocina a las cinco y media de la mañana.

- Era horrible, ¿verdad? Pero Charlotte iba hasta arriba de tequila, y lo encontró estupendo.

- ¿Un error de juicio?

- Ya lo creo.

- ¿Qué hizo? ¿Ponerse a bailar provocativamente por el piso?

- Sí.

- Oh, no.

Charlotte era una chica alegre pero educada y respetable de un pueblecito de las afueras de Bradford. Sólo llevaba un año viviendo en Londres y todavía no había terminado el doloroso proceso de encontrarse a sí misma. ¿Era todavía la chica vivaz, atrevida, sanota y decente de Yorkshire? ¿O la tentadora rubia y pechugona en que se convertía cuando bebía demasiado? Es curioso, pero cuando se comportaba como una tentadora, verdaderamente daba la impresión de que el cabello se le aclarara uno o dos tonos y el pecho le aumentara al menos una talla.

A Charlotte le costaba mucho unir aquellos dos aspectos tan diferentes de su personalidad. Cuando era la tentadora rubia y pechugona, después se pasaba unos cuantos días reprochándoselo. Se sentía culpable, se odiaba así misma, le daba asco su comportamiento, temía recibir un castigo…

En esos momentos tomaba gran cantidad de baños calientes.

Era una lástima que Charlotte fuera rubia y pechugona, porque también era un poco tonta, y eso confirmaba algunos prejuicios. Las chicas como Charlotte contribuían a que las rubias tuvieran mala prensa. Pero yo le tenía mucho cariño, porque Charlotte era una chica encantadora y una compañera de piso estupenda.

- Pero háblame de ti, ¿quieres? -dijo Karen, jovial-. Cuéntame toda esa descabellada historia de la boda.

- No.

- ¿Por qué no?

- Porque no quiero hablar de ello.

- Siempre dices lo mismo, Lucy.

- Lo siento.

- Por favor.

- No.

- ¡Por favor!

- Está bien, pero prométeme que no te reirás de mí y no me compadecerás.

A continuación le conté a Karen toda la historia de la visita a la señora Nolan y sus predicciones, y que Meredia había recibido un talón de siete libras cincuenta y Megan se había partido el labio y Hetty había dejado a su marido y se había ido con su hermano; y que Meredia y Megan le habían dicho a todo el mundo que me iba a casar.

Karen me escuchaba con la boca abierta.

- Dios mío -susurró-. Qué horror. Y qué violento.

- Y que lo digas.

- ¿Estás muy disgustada?

- Un poco -admití a regañadientes.

- Deberías matar a Meredia. No puedes perdonarle una cosa así. Y no puedo creer que Megan participara en esta historia. Siempre me ha parecido tan normal.

- Ya lo sé.

- Debe de haber sido un caso de histeria de masas -sugirió Karen.

- ¿Qué otro tipo de histeria quieres que haya sido, estando implicada la foca de Meredia?

Karen rió a carcajadas y tuvo un acceso de tos.

Entonces Charlotte entró en la habitación, ataviada con un grueso vestido de punto, holgado y con el cuello cerrado, que le llegaba casi hasta los tobillos. Era su versión de un cilicio.

- Oh, Lucy -gimoteó rompiendo a llorar y abalanzándose sobre mí.

La abracé como pude, teniendo en cuenta que Charlotte medía veinte centímetros más que yo.

- Qué vergüenza -dijo entre sollozos-. Me odio. Desearía estar muerta.

- Tranquila -dije-. Pronto te encontrarás mejor. No olvides que anoche bebiste mucho y que el alcohol es un depresivo. Es normal que ahora estés deprimida.

- ¿Sí? -dijo Charlotte, mirándome esperanzada.

- Sí.

- Ay, Lucy, qué buena eres. Siempre sabes qué decirme cuando estoy triste.

Y era verdad, por supuesto. Yo tenía tanta experiencia en depresiones, que habría sido una grosería no compartir lo que había aprendido a base de sufrimiento. -No volveré a beber -prometió Charlotte. Yo no dije nada.

- ¡Jamás!

Me miré las uñas.

- Al menos no volveré a beber tequila -añadió Charlotte con decisión.

Miré por la ventana.

- Me limitaré a beber vino.

Miré el televisor (que estaba apagado).

- Y la segunda copa siempre será de agua mineral.

Cogí un almohadón y lo arreglé.

- Y no pienso beber más de cuatro copas de vino en una noche.

Volví a mirarme las uñas.

- Bueno, quizá seis.

Volví a mirar por la ventana.

- Depende del tamaño de la copa.

Otra vez el televisor.

- Y no superaré las catorce dosis por semana.

Y así siguió durante un buen rato, hasta que se convenció de que una botella de tequila en una noche no estaba mal. No era la primera vez que yo oía todo aquello.

- Fue espantoso, Lucy -me confesó-. Me quité la blusa y me puse a bailar en sujetador.

- ¿Sólo en sujetador? -pregunté con solemnidad.

- Sí.

- ¿Sin bragas?

- Con bragas, idiota. Y con falda.

- Bueno, entonces no fue tan grave, ¿no?

- No, supongo que no. Oh, Lucy, anímame un poco. Cuéntame algo. Cuéntame… a ver… cuéntame… ah, ya sé, cuéntame lo de aquel novio tuyo que te dejó porque se había enamorado de un chico.

Se me cayó el alma a los pies.

Pero era culpa mía. Yo había cultivado a conciencia mi reputación de anecdotista cómica (al menos entre mis amigos íntimos), con las tragedias de mi propia vida como protagonistas. Mucho tiempo atrás se me había ocurrido que una forma de evitar ser un personaje trágico y lastimero podía ser convertirme en un personaje ingenioso y divertido. Sobre todo si era ingeniosa y divertida respecto a mis propios episodios trágicos y lastimeros.

Así nadie podría reírse de mí, porque yo ya había empezado a reírme antes que ellos.

Pero en aquel momento me sentía incapaz.

- Ahora no puedo, Charlotte…

- ¡Venga!

- No.

- ¡Por favor! Cuéntame sólo lo de cuando te hizo cortar el pelo á lo chico.

- ¡Ay! ¡Está bien, pesada!

Quién sabe, pensé, a lo mejor me animo un poco.

Así que, de la forma más entretenida posible, obsequié a Charlotte con la historia de uno de mis muchos fracasos amorosos humillantes. Sólo para demostrarle que, por muy desastrosa que fuera su vida, nunca seria tan desastrosa como la mía.

- Esta noche hay una fiesta -comentó Karen-. ¿Vienes?

- No puedo.

- ¿No puedes o no quieres? -preguntó Karen hábilmente. Como buena escocesa, sabía formular preguntas con habilidad.

- No puedo.

- ¿Por qué?

- Daniel me ha invitado a cenar, y no he tenido más remedio que aceptar.

- A cenar con Daniel. Qué suerte tienes -suspiró Charlotte, radiante.

- Pero ¿por qué te ha invitado a ti? -chilló Karen con gesto de asco.

- ¡Karen! -exclamó Charlotte.

- Lo siento, Lucy. Ya sabes a qué me refiero -dijo Karen, impaciente.

- Sí, lo sé.

Karen no tenía pelos en la lengua, pero hay que reconocer que tenía toda la razón: yo tampoco entendía por qué Daniel quería invitarme a cenar.

- Ha cortando con su novia -dije, e inmediatamente se armó un gran revuelo. Karen se incorporó de un brinco en el sofá, como un muerto que resucita.

- ¿Lo dices en serio? -preguntó con una mirada extraviada.

- Sí.

- ¡Ah! -exclamó Charlotte con una sonrisa beatífica-. ¿No es maravilloso?

- Así que está libre, ¿no? -dijo Karen.

- Sí -confirmé solemnemente-. Ha saldado su deuda con la sociedad, y todo eso.

- No por mucho tiempo, si depende de mí -dijo Karen con decisión; se imaginaba paseando de la mano de Daniel, en restaurantes de lujo, sonriéndose radiantes el día de la boda, haciéndole carantoñas a su primer hijo.

- ¿Adónde te lleva? -preguntó Karen cuando regresó al presente y hubo pasado la sorpresa inicial.

- A un restaurante ruso.

- No será El Kremlin, ¿verdad? -dijo Karen, asombrada.

- Sí.

- Pero qué suerte tienes.

Me miraron ambas fijamente, sin disimular sus celos.

- No me miréis así -dije, cohibida-. Ni siquiera tengo ganas de ir.

- ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó Charlotte-. Un chico tan guapo…

- Tan rico -terció Karen.

- Un chico tan guapo y tan rico como Daniel quiere llevarte a un restaurante de lujo, ¿y tú ni siquiera tienes ganas de ir?

- Pero si Daniel no es guapo ni rico… -intenté aclarar.

- ¡Claro que sí! -dijeron ellas al unísono.

- Bueno, puede que sí. Pero, pero… pero a mí no me gusta -dije sin convicción-. No lo encuentro guapo. Para mí no es más que un amigo. Y creo que es una pérdida de tiempo salir con un amigo un sábado por la noche. Sobre todo, un sábado por la noche que no me apetece ir a ningún sitio.

- Mira que eres rara -murmuró Karen.

No lo negué. Karen estaba gastando saliva.

- ¿Qué te vas a poner? -preguntó Charlotte.

- No lo sé.

- ¡Pues tienes que saberlo! Esto no es como ir al pub a tomar una cerveza.

Daniel llegó a las ocho, y yo no estaba preparada. Pero todavía habría estado en pijama si Charlotte y Karen no me hubieran acosado y engatusado para que tomara un baño y me pusiera mi elegante vestido dorado.

Pero no se lo agradecí. Sólo las acusé de arreglarse y salir con Daniel indirectamente.

Karen y Charlotte me dieron muchos consejos sobre qué ponerme y cómo maquillarme y peinarme, y cada frase la empezaban con: «Bueno, si yo fuera a salir con Daniel…» o «Si Daniel me hubiera invitado a mí…».

- Ponte esto, ponte esto -dijo Charlotte, emocionada, sacando unas medias de encaje del cajón de mi ropa interior.

- No -dije, y volví a meterlas en el cajón.

- Pero si son preciosas.

- Ya lo sé.

- Entonces ¿por qué no te las pones?

- ¿Para qué? Sólo salgo con Daniel.

- Eres una desagradecida.

- No, no lo soy. ¿Qué sentido tiene que me las ponga? Es una tontería. ¿Quién me las va a ver?

- Madre mía -dijo Karen sacando un sujetador-. No sabía que fabricaran sostenes tan pequeños.

- Déjame ver -dijo Charlotte cogiéndoselo de la mano y desternillándose de risa-.;Dios mío! Pero si parece un sujetador de muñeca Cindy. A mí apenas me cabría el pezón ahí dentro.

- Debes de tener unos pezones enanos -rió Karen dándole un codazo a Charlotte-. No sabía que existiera la talla 0.

Me puse a dar vueltas por el dormitorio, ruborizada de vergüenza, esperando a que mis compañeras de piso acabaran de reírse de mí.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Karen entró corriendo en mi habitación y me roció enérgicamente con su perfume.

- Gracias -dije con ojos llorosos, esperando a que las nubes se dispersaran.

- No, tonta -replicó ella-. Es para que huelas como yo. Así me preparas el camino hacia Daniel.

- Ah.

Charlotte y Karen discutieron sobre cuál de las dos iba a abrirle la puerta a mi amigo, y ganó Karen porque era la que Llevaba más tiempo viviendo en el piso.

- Entra -dijo, desbordante de vida y entusiasmo, abriéndole la puerta de par en par a Daniel. Karen siempre se mostraba desbordante de vida y entusiasmo delante de Daniel, y seguramente la puerta no era lo único que le habría gustado abrirle de par en par.

Daniel estaba como siempre, pero más adelante tendría que aguantar a Karen y Charlotte hablándome de lo guapo que estaba.

Me extrañaba que a las mujeres les gustara tanto, porque Daniel no era nada del otro mundo.

No tenía unos penetrantes ojos azules, ni cabello negro como el azabache, ni labios carnosos y sensuales, ni una mandíbula del tamaño de un bolso. No, nada de eso.

Tenía los ojos grises, y nada penetrantes. A mí los ojos grises no me gustaban. Y su cabello era de ese color neutro: castaño. Igual que el mío, por cierto, sólo que él había recibido el toque del hada madrina del cabello, y lo tenía liso y brillante. Mientras que el mío era fino y rizado, y cuando me pillaba la lluvia parecía que me hubiera hecho una permanente en casa.

Daniel miró a Karen y le sonrió. Daniel sonreía mucho. Y todas las mujeres que lo encontraban atractivo hablaban de su hermosa sonrisa, y yo no lo entendía. No era más que una hilera de piezas de marfil.

De acuerdo, tenía la dentadura intacta y parecía auténtica. No le faltaba ninguna pieza, ni tenía ninguna negra, ni verde y musgosa, ni fuera de su sitio. Pero ¿y qué?

Yo me imaginaba que el secreto de su éxito era que parecía un buen chico, un hombre decente y simpático, con valores tradicionales, que te trataría como a una dama. Y eso estaba tan lejos de la verdad que daba risa. Pero para cuando las mujeres que se enamoraban de él lo descubrían, era demasiado tarde.

- Hola, Karen -dijo él, y volvió a exhibir su deslumbrante sonrisa-. ¿Cómo estás?

- ¡Estupendamente! -declaró ella-. ¡De fábula!

E inmediatamente se puso a coquetear con él descaradamente. Le lanzó un montón de miradas insinuantes y sonrisas cómplices. Y haciendo alarde de una suprema confianza en sí misma, se puso a quitarle una pelusa imaginaria del abrigo.

- Hola, Daniel. -Charlotte salió sigilosa y lentamente de su dormitorio. Ella también se puso a coquetear descaradamente con él, pero lanzándole sonrisas dulces y tímidas y miradas fugaces. Era la viva imagen de una persona sana que sólo bebe leche, con las mejillas sonrosadas, ligeramente ruborizada, los ojos claros, el cutis claro…

Daniel estaba plantado en nuestro pequeño recibidor, y sonreía y parecía muy alto.

Rechazó los intentos de Karen de llevarlo al salón.

- No, gracias -dijo-. Tengo un taxi esperando abajo.

Daniel me miró a mí al decirlo, y luego miró su reloj.

- Llegas pronto -le reprendí. Recorrí el pasillo varias veces en busca de mis zapatos de tacón.

- He llegado puntual -se defendió.

- Pues haber llegado tarde -dije desde el cuarto de baño.

- Estás muy guapa -me dijo él cogiéndome por el brazo al pasar yo de nuevo por su lado, e intentó besarme. Charlotte parecía angustiada.

- ¡Puaj! -dije, y me sequé la cara-. Déjame, que me vas a estropear el maquillaje.

Encontré mis zapatos de tacón en la cocina, en el espacio entre la nevera y la lavadora. Me los puse y me coloqué junto a Daniel, que seguía siendo demasiado alto.

- Estás preciosa, Lucy -dijo Charlotte con añoranza-. Me encanta cómo te queda ese vestido dorado. Pareces una princesa.

- Sí -coincidió Karen mirando a Daniel a los ojos con una sonrisa y sosteniéndole la mirada más de lo necesario; aunque a él no pareció importarle, el muy donjuán.

- ¿Verdad que hacen muy buena pareja? -comentó Charlotte, sonriéndonos a los dos.

- No -gruñí, cambiando el peso de pierna, abochornada-. Estamos ridículos. Él es demasiado alto y yo soy demasiado baja. La gente va a pensar que ha llegado el circo.

Charlotte lo negó efusivamente, pero Karen no me contradijo.

Karen era muy competitiva.

No podía evitarlo.

Era de esas personas que nunca se menosprecian; nunca se atribuía ningún defecto, ni hacía atribuladas bromitas respecto a su propia persona. Mientras que yo no sabía hacer otra cosa. Creo que ella no podía hacerlo.

Era una chica encantadora, pero si algo le salía mal era mejor no contrariarla, sobre todo cuando estaba borracha, porque entonces se ponía hecha una fiera. Le daba mucho valor al respeto. De hecho, creo que estaba casi obsesionada con el respeto.

Unos dos meses atrás, Mark, su novio, le había insinuado que su relación se estaba convirtiendo en algo excesivamente serio, y Karen apenas le dejó terminar la frase. Le ordenó que saliera del piso y dijo que no se le ocurriera volver por allí. Apenas le dio tiempo al pobre chico a vestirse. (Es más, Karen todavía tenía sus calzoncillos, que agitó triunfante por la ventana mientras él se escabullía.) Después se compró una caja de botellas de vino y se empeñó en que le hiciera compañía mientras ella se las bebía, una detrás de otra.

Fue una noche espantosa. Karen estaba que echaba chispas, pero no decía nada; sólo de vez en cuando murmuraba «capullo», mientras yo, cohibida, me bebía mi vino a su lado, murmurando alguna que otra frase de consuelo. Y entonces, de golpe y porrazo, Karen se puso desagradable.

Se volvió hacia mí, me cogió por el cuello del vestido y, arrastrando las palabras, me dijo:

- Si yo no me respeto a mí misma, ¿quién me va a respetar? ¿Eh? -insistió, con los ojos entrecerrados y la cara muy cerca de la mía-. ¡Contéstame!

- Claro -concedí, nerviosa-. ¿Quién… te va a respetar?

Pero al día siguiente Karen me pidió disculpas, y nunca volvió a comportarse de aquella forma. Dejando a un lado su competitividad, era una excelente compañera de piso. Era muy graciosa, tenía ropa muy bonita que no le importaba prestarnos, a veces era extremadamente vulgar y siempre pagaba el alquiler puntualmente. Yo, por supuesto, era consciente de que si algún día nuestros intereses estaban en conflicto, ya podía prepararme para retirarme elegantemente o aficionarme a la comida de los hospitales. Pero nuestros intereses todavía no habían estado nunca en conflicto, y no era probable que empezaran a estarlo por Daniel.

Karen se acercó cuanto pudo a Daniel y, dirigiéndose únicamente a él, dijo:

- Esta noche hay una fiesta. A lo mejor después te apetece ir.

- No estaría mal -dijo él, sonriente-. ¿Por qué no me das la dirección?

- No hace falta -dije yo, impresionada por la romántica atmósfera que se estaba creando en el recibidor-. Ya la tengo.

- ¿Estás segura? -preguntó Karen, angustiada.

- Sí, estoy segura. Vámonos ya. Acabemos cuanto antes con todo esto.

- Ve a la fiesta, por favor -dijo Karen-. Aunque Lucy no quiera ir.

En realidad quería decir «sobre todo si Lucy no quiere ir».

Nos marchamos, Daniel obsequiando a Charlotte y a Karen con su sonrisa de presentador de programa concurso, y yo obsequiando a Daniel con una mirada divertida.

- ¿Qué pasa? -me preguntó mientras bajábamos la escalera-. ¿Qué he hecho?

- ¡Es un escándalo! -dije riendo-. ¿Alguna vez has conocido a una mujer y no has coqueteado con ella?

- Pero si no estaba coqueteando -protestó Daniel-. Sólo pretendía ser educado.

Lo miré como diciendo «a mí no me la das».

- Estás preciosa, Lucy -comentó Daniel.

- Eres un fantasma -repuse-. Mira, tendrían que obligarte a llevar colgado un letrero, para prevenir a las mujeres.

- No sé qué es lo que he hecho -se lamentó.

- ¿Sabes qué debería rezar el letrero? -dije ignorando sus lamentos.

- ¿Qué debería rezar?

- Cuidado con el toro.

Me abrió la puerta de la calle, y el aire frío, el mundo exterior, me devolvieron a la realidad.

Dios mío, pensé, desazonada, ¿cómo voy a sobrevivir a esta noche?