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A las diez, los cuencos de patatas fritas se habían quedado vacíos y estábamos todos un poco borrachos.

- Estoy harta de esta mierda -anunció Charlotte apagando el equipo de música-. Jazz, qué asco.

- Qué ordinaria eres -dijo Karen.

- ¿Y qué? -replicó Charlotte con las mejillas sonrosadas y ligeramente brillantes-. Es una mierda. No tiene melodía, cada vez que intento cantar, empieza a hacer cosas raras. ¿Dónde está mi cinta de Simply Red?

Karen dejó que Charlotte cambiara la cinta, lo cual significaba que también ella se había hartado de las divagaciones de John Coltrane.

- Bueno -dijo Karen cambiando de tema-. Con Gus o sin Gus, tenemos que comer. Quiero que probéis la deliciosa comida antes de que estéis demasiado borrachos para valorarla. -Nos señaló la puerta a Charlotte y a mí, y dijo-: La cena está lista.

Había llegado el momento de convertirnos en criadas.

No pude comer nada. Todavía albergaba esperanzas de que Gus apareciera con alguna excusa fantástica y original. No me voy a enfadar contigo, Gus, prometía en silencio. De verdad. Tú ven, que yo no diré nada.

Al cabo de un rato, los demás dejaron de hacer comentarios del tipo «¿Qué le habrá pasado a Gus?» y de mirar por la ventana para ver si se acercaba algún taxi con Gus dentro.

De hecho, todos ponían mucho cuidado en no mencionarlo. Había quedado claro que no iba a llegar tarde, sino que no iba a venir. Todos sabían que me habían dado plantón, y cada uno a su manera intentaba disimularlo. Lo hacían por compasión, pero su compasión resultaba humillante.

La velada se me hizo interminable. Había tanta comida, tantísimos platos, que pensé que no acabaríamos nunca de cenar. Habría dado cualquier cosa por irme a la cama, pero mi orgullo me lo impedía.

No volvimos a hablar de Gus hasta mucho más tarde, cuando todos estábamos borrachos de verdad.

- Qué capullo -dijo Karen arrastrando las palabras. El peinado se le estaba cayendo hacia un lado-. ¿Cómo se atreve a tratarte así? Lo mataría.

- Démosle una oportunidad -dije con una sonrisa-. Le habrá pasado algo.

- Venga, Lucy -se burló Karen-. ¿Cómo puedes ser tan tonta? Te ha dado plantón, a ver si te enteras.

Claro que me había enterado de que me había dado plantón, pero me aferraba a los últimos rastros de mi dignidad.

Daniel y Simon estaban un poco incómodos.

- ¿Cómo te va el trabajo? -le preguntó Simon a Daniel.

- Podría haber telefoneado -comentó Charlotte.

- A lo mejor se ha olvidado -apunté con tristeza.

- Pues no debería haberse olvidado -intervino Karen.

- ¿Has mirado el teléfono? -gritó de pronto Charlotte-. Seguro que está estropeado. ¡Por eso no ha llamado!

- Lo dudo -repuso Karen.

- A lo mejor lo has dejado mal colgado -comentó Daniel.

Como la sugerencia era de Daniel, le dimos cierta credibilidad. Corrimos hacia el pasillo, yo en cabeza, con la esperanza de que Daniel tuviera razón. Pero no la tenía, claro. Al teléfono no le pasaba nada, y el auricular estaba correctamente colgado.

Qué desastre.

- Quizá le haya pasado algo -dije-. Quizá haya tenido un accidente. Quizá lo hayan atropellado -comenté con renovadas esperanzas. Prefería que Gus yaciera ensangrentado bajo las ruedas de un camión, a que hubiera decidido que yo ya no le interesaba.

Karen estaba enzarzada en una apasionada pero complicada discusión sobre nacionalismo escocés con Simon cuando alguien llamó a la puerta.

- ¡Silencio! -ordenó Daniel-. Me parece que hay alguien.

Nos callamos y escuchamos atentamente. Daniel tenía razón.

Había alguien llamando a la puerta.

Gracias a Dios, pensé, y sentí tanto alivio que casi me mareé. Gracias a Dios, gracias a Dios. Ya puedes contar conmigo para obras benéficas, ayuda a los pobres, contribuciones a la iglesia… lo que sea. ¡Gracias por devolverme a Gus!

- Ya abro yo, Lucy. -Charlotte se puso en pie con cierta dificultad-. Tú haz como si nada, no se vaya a pensar que estabas preocupada.

- Gracias -dije, y corrí hacia el espejo, aterrada-. ¿Cómo estoy? ¿Cómo llevo el pelo? ¡Oh, no, mira qué roja estoy! ¡Rápido, rápido! ¡Que alguien me traiga un pintalabios!

Me arreglé el cabello y me senté en el sofá, intentando aparentar despreocupación, y esperé a que Gus entrara en el salón. Estaba tan contenta que no podía estarme quieta. Me moría de ganas de oír la descabellada excusa de Gus. Seguro que era divertidísima.

Pero pasó un rato, y Gus no apareció. Oí voces en el vestíbulo.

- ¿Por qué no entra? -susurré, sentada en el borde del sofá.

- Tranquila. -Daniel me frotó la rodilla, pero dejó de hacerlo cuando Karen se quedó mirándole la mano y luego lo miró a él y luego volvió a mirarle la mano.

Karen tenía una expresión rara, indefinida. Comprendí que lo que intentaba era arquear las cejas socarronamente, pero la embriaguez le impedía conseguir el efecto deseado.

Transcurrían los minutos, y Gus seguía sin aparecer. Pasaba algo raro -a lo mejor no había entrado porque estaba herido-, y como ya no podía soportarlo más, mandé a paseo mi pose de despreocupación y salí a echar un vistazo.

No era Gus sino Neil, el vecino de abajo. Neil había subido a quejarse de la música. Estaba de mal humor y llevaba un batín muy corto.

Yo estaba convencida de que Gus estaba en el edificio, y tuve que hacer un ejercicio enorme de imaginación para entender que no, que no estaba. Miré por encima del hombro de Neil, preguntándome por qué no lo veía detrás de nuestro vecino. Y cuando comprendí que Gus no había llegado, apenas pude creerlo. Mi decepción fue tan grande que el suelo se movió bajo mis pies. Aunque quizá fuera efecto de todo el vino que había bebido.

- … no hace falta que apagues la música -iba diciendo Neil-. Pero por favor, cambia la cinta. Te ruego que pongas otra cosa, por lo que más quieras.

- Es que Simply Red me gusta mucho -explicó Charlotte.

- ¡Ya lo sé! Si no, ¿por qué ibas a poner esa cinta continuamente durante ocho semanas? Por favor, Charlotte.

- De acuerdo -concedió ésta, malhumorada.

- ¿Te importaría poner ésta? -preguntó Neil, y le entregó una cinta.

- ¡Vete a paseo! -le espetó Charlotte-. Qué cara tienes. Estamos en nuestra casa y ponemos la música que nos da la gana.

- Ya, pero es que yo también tengo que oírla… -protestó Neil.

Regresé al salón.

- ¿Y Gus? -me preguntó Daniel.

- No lo sé -murmuré.

Me emborraché mucho y más tarde, creo que sobre las dos y media, decidí buscar a Gus. A lo mejor el tipo con el que había hablado en su antiguo piso podía darme su nuevo número de teléfono.

Salí a hurtadillas al pasillo, donde estaba el teléfono. Si Karen y Charlotte adivinaban mis intenciones, intentarían impedirme que llamara. Afortunadamente, estaban borrachas hasta las cejas. Habían dejado de jugar a Trivial Pursuit (versión strip) porque Charlotte se había empeñado en poner música española. Luego hizo una exhibición de los pasos que habla aprendido en las clases de flamenco, e hizo que todos los demás la acompañaran.

Yo era consciente de que lo que estaba haciendo era un síntoma de desesperación, pero estaba como una cuba y no tenía fuerza de voluntad. No tenía ni idea de lo que iba a decir si conseguía hablar con Gus. ¿Cómo iba a explicarle que había conseguido su nuevo número de teléfono y que lo había localizado sin parecer una mujer obsesionada? Pero no me importaba.

Tenía derecho a encontrarlo y a hablar con él, me dije. Me merecía una explicación. Pero decidí que no me enfadaría con él. Estaría simpática y le preguntaría qué le había pasado, sin perder los papeles.

En el fondo, algo me decía que no tenía que llamarlo, que me estaba comportando como una idiota, que buscándolo sólo conseguiría agravar mi humillación, pero estaba dominada por una compulsión, y no podía controlarme.

De todos modos, nadie contestó. Me senté en el suelo del pasillo y dejé sonar el teléfono hasta que salió un mensaje grabado diciéndome que no contestaba (muchas gracias, si no me lo llegan a decir, no me entero); frustrada, colgué bruscamente. No me di cuenta del alboroto que se había formado en el salón.

- ¿No contestan? -me preguntó una voz.

Me sobresalté. ¡Mierda! Era Daniel, que iba hacia la cocina, seguramente a buscar más vino.

- No -respondí. Me fastidiaba que Daniel me hubiera pillado.

- ¿A quién llamabas?

- ¿A ti qué te parece?

- Pobre Lucy.

Me sentí fatal. No era como en los viejos tiempos, cuando Daniel se reía de mí y se burlaba de mis desgracias. Las cosas habían cambiado, y para mí Daniel ya no era un amigo. Ahora tenía que ocultarle mis sentimientos.

- Pobrecita -repitió Daniel.

- Cállate, ¿quieres? -dije mirándolo, enfurruñada, desde el suelo.

Habíamos pasado a otra dimensión. Las discusiones desenfadadas de antaño se habían convertido en algo real y desagradable.

- ¿Qué pasa, Lucy? -Daniel se acuclilló a mi lado.

- Va, no empieces -le corté-. Ya sabes lo que pasa.

- No -dijo él-. Me refiero a nosotros.

- ¿Nosotros? -dije con sorna, en parte para herirlo, y en parte para evitar la discusión, que parecía inminente.

- Sí, nosotros. -Daniel me puso la mano en el cuello y empezó a acariciarme detrás de la oreja, trazando pequeños círculos con el pulgar-. Nosotros dos -insistió. Empecé a sentir un extraño estremecimiento en el cuello, que se extendía hacia mi pecho. De pronto noté que me costaba respirar y entonces, sorprendida, me di cuenta de que se me estaban endureciendo los pezones.

- ¿Qué coño haces? -susurré, contemplando aquel atractivo rostro que yo tan bien conocía.

Pero no me aparté de él. Estaba borracha, me habían dado plantón y alguien estaba siendo cariñoso conmigo.

- No lo sé -dijo Daniel, aturdido. Yo notaba su aliento en mi cara. Dios mío, pensé al ver que su cara se acercaba aún más a la mía. Me va a besar. ¡Pero si es Daniel! Daniel está a punto de besarme, y su novia está aquí mismo, y yo estoy tan borracha o tan disgustada o lo que sea que no se lo voy a impedir.

- ¡Dónde se ha metido Dan? -dijo Karen, que había salido al pasillo.

¡Me había salvado por los pelos!

- ¿Qué estáis haciendo aquí? -gritó Karen.

- Nada -contestó Daniel levantándose del suelo.

- Nada -dije yo, y me puse también en pie.

- ¿No habías ido a buscar el barreño de agua para Charlotte? -preguntó Karen, furiosa.

- ¿Qué le ha pasado a Charlotte? -pregunté mientras Daniel iba a la cocina.

- Ha tropezado mientras ejecutaba su baile flamenco -dijo Karen fríamente-. Y se ha torcido un tobillo. Pero por lo visto Daniel prefiere sentarse contigo en el suelo antes que ayudar a la pobre Charlotte.

Volví al salón con los demás. Charlotte estaba tumbada en el sofá, riendo y soltando grititos mientras Simon le masajeaba el pie y le miraba debajo de la falda.

Casi no quedaba vino, sólo algunas gotas en el fondo de las botellas, pero rodeé la mesa bebiéndome todo lo que encontraba por el camino, hasta que me lo acabé todo. Necesitaba desesperadamente beber algo, pero al parecer ya no quedaba nada.

Estalló una discusión porque Charlotte estaba empeñada en que se había roto el tobillo, y en que teníamos que llevarla al hospital; Simon estaba convencido de que Charlotte sólo se había torcido el tobillo. Entonces Karen le dijo a Charlotte que parara de quejarse, y Simon intervino y le dijo a Karen que se callara y que no fuera tan desagradable con su amiga, y que si Charlotte quería ir al hospital, él la llevaría. Karen le preguntó a Simon quién le había hecho la cena aquella noche, y él contestó que lo sabía todo, y que se había enterado de lo mucho que ella había hecho trabajar a Charlotte, y que si alguien merecía que le dieran las gracias por la cena ésa era Charlotte, etcétera, etcétera.

Yo estaba sentada, balanceando las piernas y bebiéndome media botella de vino tinto que encontré abandonada detrás del sofá, disfrutando de la pelea.

Entonces Karen se puso furiosa con Charlotte por haberle dicho a Simon que ella se había encargado de preparar toda la cena, porque Charlotte no había hecho nada. ¡Nada! Sólo había pelado unas cuantas zanahorias.

Miré a Daniel y le sonreí, sin acordarme de lo que había pasado, o estado a punto de pasar, en el pasillo. Daniel me devolvió la sonrisa, y entonces me acordé de lo que había pasado, o de lo que había estado a punto de pasar, en el pasillo; me ruboricé y miré hacia otro lado.

Encontré un poco de ginebra y me la bebí. Todavía no estaba lo bastante borracha. Estaba segura de que había una botella de ron en el armario del salón, pero no la encontraba por ninguna parte.

- Seguro que se la ha llevado Gus -apuntó Karen.

- Sí, seguro -coincidí con tristeza.

Finalmente admití mi derrota y me fui a la cama, sola, y me quedé dormida.