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Las Navidades fueron horribles. No pude ir a ninguna juerga ni a ninguna fiesta de las muchas que se celebraban. Mientras todo el mundo se lanzaba a la calle con vestidos cortos, negros y relucientes (eso los hombres; no digamos las mujeres), yo me iba en el tren a Uxbridge. Mientras todo el mundo vomitaba o se pegaba el lote con su pareja, yo le suplicaba a mi padre que volviera a la cama, y le aseguraba que no tenía ninguna importancia que hubiera mojado la cama otra vez.

Me sentía como la Cenicienta, una Cenicienta especializada en sábanas meadas; pero mi hada madrina debía de estar con los demás de juerga, porque no aparecía por ninguna parte.

Aunque hubiera habido otra persona dispuesta a cuidar a mi padre, yo no habría podido salir, porque estaba tan arruinada que no habría podido pagar ni una sola ronda de bebidas.

Mi padre cada vez bebía más, a medida que se acercaban las Navidades. Yo no lo entendía, porque en realidad él no necesitaba ningún pretexto para beber.

Para agravar mi autocompasión, sólo recibí dos felicitaciones: una de Daniel y otra de Adrian, el del videoclub.

El día de Navidad fue espantoso. Ni Chris ni Peter vinieron a vernos.

- No quiero que parezca que tomo partido por alguien -dijo Chris a modo de excusa.

- No quiero disgustar a mamá -explicó Peter.

Lo pasé fatal. Lo único bueno fue que a las once de la mañana mi padre ya estaba comatoso.

Necesitaba tanto hablar con alguien, hacer algo que me distrajera de mi padre, que casi deseaba volver al trabajo.