62

Mi madre iba a abandonar a mi padre.

Eso era lo que quería contarme. (Aunque seguramente sería una exageración decir que quería contármelo; sería más acertado decir que no tenía más remedio que contármelo.)

Aquella noticia me produjo náuseas, literalmente. Me sorprendió que mi madre hubiera esperado hasta después de que yo pidiera un bocadillo para revelármela, porque no soportaba tirar la comida.

- No te creo -dije con voz ronca, escrutando su rostro en busca de una señal de que aquello no iba en serio. Pero lo único que vi fue que mi madre llevaba delineador de ojos y que se lo había puesto torcido:

- Lo siento, Lucy -dijo mi madre humildemente.

Sentí que mi mundo se desmoronaba, y eso me desconcertó. Me tenía por una mujer independiente de veintiséis años que se había marchado de casa y llevaba su propia vida, una mujer a la que no le interesaban los líos sexuales en que pudieran meterse sus padres. Pero en ese momento me sentí asustada y furiosa, como una niña de cuatro años a la que han abandonado.

- Pero ¿por qué? -pregunté-. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué quieres dejarlo?

- Porque hace muchos años que nuestro matrimonio no es un matrimonio completo, Lucy. Estoy segura de que ya lo sabes -añadió, deseosa de que le diera la razón.

- Pues no, no lo sabía -dije-. Es la primera noticia que tengo.

- Seguro que ya lo sabías, Lucy -insistió.

Se estaba pasando con eso de llamarme por mi nombre todo el rato. Y constantemente intentaba tocarme el brazo en plan suplicante.

- No lo sabía -insistí yo. No estaba dispuesta a darle la razón a mi madre.

Pero ¿qué está pasando?, me pregunté, horrorizada. Los padres de los demás podían separarse, pero los míos no. Sobre todo porque los míos eran católicos.

Si yo había aguantado tanto tiempo a unos padres católicos y sus chorradas, era únicamente a cambio de una vida familiar estable. Podríamos decir que teníamos un acuerdo tácito. A mí me correspondía, entre otras cosas, ir a misa todos los domingos, no llevar zapatos de charol cuando salía con un chico y abstenerme de comer productos de confitería durante cuarenta días cada primavera. A cambio de lo cual mis padres tenían que permanecer juntos para siempre pese a que se odiaran a muerte.

- Pobre Lucy. -Mi madre exhaló un suspiro-. Nunca supiste enfrentarte a situaciones desagradables. Cuando algo salía mal, tú siempre huías o te refugiabas en un libro.

- Vete a la mierda -repliqué enojada-. Y deja de meterte conmigo. Aquí la que ha obrado mal eres tú.

- Lo siento -repuso ella con un hilo de voz-. No he debido decir eso.

Aquello sí me desconcertó. Una cosa era que me dijera que pensaba abandonar a mi padre, pero aquello era el colmo. No sólo no me había regañado por emplear un vocabulario inadecuado, sino que me había pedido disculpas.

La miré fijamente, anonadada. Aquello debía de ir en serio.

- Lucy -dijo mi madre con dulzura-, hace muchos años que tu padre y yo no nos queremos. Lamento mucho que esta noticia te haya impresionado tanto.

Me había quedado sin habla. Estaba presenciando la destrucción de mi hogar, y mi propia destrucción. Mi percepción del yo ya era bastante amorfa, y sólo faltaba que uno de mis principales rasgos distintivos se desintegrara.

- Pero ¿por qué ahora? -pregunté tras un breve silencio-. Si hace años que no os queréis, cosa que de todos modos me cuesta creer, ¿por qué has esperado tanto para abandonarlo?

Y de pronto lo comprendí. El peinado, el maquillaje, la ropa nueva… De pronto todo tenía sentido.

- Dios mío -dije-. No puedo creerlo. Has conocido a alguien, ¿no? Tienes un… un… ¡un novio!

La muy zorra no se atrevía a mirarme a los ojos, y así supe que no me equivocaba.

- Lucy -me suplicó-. Estaba tan sola…

- ¿Sola? -pregunté, incrédula-. ¿Cómo ibas a estar sola si tenías a papá?

- Tienes que entenderlo, Lucy. Vivir con tu padre era como vivir con un niño.

- ¡Ahora le echas la culpa a él! Eres tú la que ha hecho esto. La culpa la tienes tú.

Mi madre se miraba las manos y no decía nada para defenderse.

- ¿Quién es? -pregunté con desdén-. ¿Quién es ese… ese… ese novio tuyo?

- Por favor, Lucy -murmuró mi madre con una dulzura inusitada. Me sentía mucho más cómoda cuando mi madre hacía comentarios cáusticos.

- Dímelo -ordené.

Mi madre me miró sin decir nada, con lágrimas en los ojos. ¿Por qué no quería decírmelo?

- Lo conozco, ¿verdad? -pregunté, alarmada.

- Sí, Lucy. Lo siento, Lucy. No era mi intención…

- Quién es -dije respirando entrecortadamente.

- Es…

- ¡Quién!

- Es…

- ¡Quiéééén! -grité.

- Es Ken Kearns -confesó mi madre.

- ¿Quién? -pregunté, desconcertada-. ¿Quién es Ken Kearns?

- Ken Kearns. Ya sabes, el señor Kearns, de la tintorería.

- Ah. El señor Kearns -dije, y recordé vagamente a un vejete calvo con chaqueta de punto marrón, zapatos de plástico y una dentadura postiza que parecía tener vida propia.

¡Qué gran alivio! Aunque parezca absurdo, estaba muerta de miedo pensando que su novio pudiera ser Daniel. Como últimamente él se mostraba muy reservado, y como mi madre no había hecho más que coquetear con él el día que Daniel fue conmigo a su casa, y como Daniel me había dicho que mi madre era guapa…

Bueno, me alegraba mucho de que no fuera Daniel, pero francamente, el señor Kearns de la tintorería… Mi madre no podía haber elegido peor.

- A ver si lo he entendido -dije, aturdida-. Tu novio es el señor Kearns, ese de la dentadura postiza, que por cierto, le va grande.

- Le están haciendo una nueva -dijo mi madre, llorosa.

- Es repugnante -dije sacudiendo la cabeza-. Verdaderamente repugnante.

Mi madre no me gritó ni me reprendió como solía hacer cuando yo le faltaba al respeto, sino que adoptó una actitud humilde, como una mártir.

- Mírame, Lucy, por favor -dijo con lágrimas en los ojos-. Ken hace que me sienta como una adolescente. ¿No te das cuenta de que soy una mujer, una mujer que necesita…?

- Gracias, mamá, pero no me interesan tus repugnantes necesidades -dije, alejando de mi mente la imagen de mi madre y el señor Kearns revolcándose entre las perchas de la tintorería.

Mi madre seguía sin defenderse, pero yo la conocía, y sabía que tarde o temprano se quedaría sin mejillas que ofrecerme.

- Tengo cincuenta y tres años, Lucy. Ésta podría ser mi última oportunidad de ser feliz. Supongo que no podrás negarme ese derecho.

- ¡Tú y tu felicidad! Y ¿qué pasa con papá? ¿Qué pasa con su felicidad?

- He intentado hacerle feliz -dijo mi madre con tristeza-. Pero no hay manera.

- No digas tonterías -farfullé-. ¡No has hecho otra cosa que amargarle la vida! ¿Por qué coño no te largaste hace años?

- Es que…

- ¿Dónde vas a vivir? -la interrumpí.

- Con Ken -contestó mi madre con un hilo de voz.

- Y ¿dónde está eso?

- Es esa casa amarilla que hay delante de la escuela. -Mi madre intentó disimular el orgullo de su voz, pero no lo consiguió. Era evidente que Ken, el Rey de las Tintorerías, estaba forrado.

- Y ¿qué me dices de las promesas que hiciste el día de tu boda? -le pregunté, a sabiendas de que estaba poniendo el dedo en la llaga-. ¿Acaso no prometiste ante Dios permanecer junto a tu marido en las alegrías y en las penas?

- Lucy, por favor -dijo mi madre-. No sabes cómo me he peleado con mi conciencia, no sabes lo que he llegado a rezar en busca de orientación…

- ¡Eres una hipócrita! -exclamé. No es que a mí me importara por motivos morales, sino que sabía que a mi madre le sentaría mal el comentario, y ése era mi objetivo prioritario-. Te has pasado la vida inculcándome las enseñanzas de la Iglesia católica, y juzgando a las madres solteras y a las mujeres que abortaban, y ahora ¡mira lo que haces tú! Eres una adúltera. Has violado el séptimo mandamiento.

- El sexto -dijo mi madre; por fin reaparecía su yo contestatario.

¡Ja! Ya sabía yo que conseguiría doblegarla.

- ¿Cómo dices? -pregunté con desdén.

- He violado el sexto mandamiento, no el séptimo. El séptimo es no robarás. ¿Es que no te enseñaron nada en las clases de catecismo?

- ¿Lo ves? ¿Lo ves? -grité, triunfante-. Ya estás juzgando otra vez, erigiéndote en guardiana de la moral. Pues mira, el que esté libre de culpa, que lance la primera piedra.

Mi madre agachó la cabeza y se retorció las manos. Otra vez haciéndose la mártir.

- Y ¿se puede saber qué opina el padre Colm de todo este asunto? -continué-. Seguro que ya no sois tan amigos, ahora que te has convertido en una… en una… destrozafamilias. ¿Y bien? -insistí, pues mi madre no contestaba.

- Me han dicho que no siga haciendo las flores para el altar -admitió por fin. Una lágrima rodó por su mejilla, dejando una delgada línea blanca en la capa de maquillaje, inexpertamente aplicada.

- No me extraña -dije con desprecio.

- Y la comisión no quiso aceptar la tarta de manzana que había hecho para la reunión -añadió, y le cayeron más lágrimas.

- Tampoco me extraña.

- Supongo que pensaron que podía ser contagioso -dijo mi madre esbozando una tímida sonrisa. La miré fríamente, y la sonrisa se borró de sus labios.

- Pues has elegido un momento perfecto para contármelo -dije con ironía-. ¿Cómo quieres que vuelva a la oficina y me concentre en el trabajo después de oír lo que he oído?

Lo dije sólo para fastidiarla, porque Ivor estaba fuera, y de todos modos yo no habría hecho nada.

- Lo siento mucho, Lucy -dijo mi madre-. Pero quería decírtelo cuanto antes. No me habría gustado que te hubieras enterado por terceros.

- Muy bien -dije bruscamente al tiempo que cogía mi bolso-. Ya me lo has dicho. Muchas gracias, y adiós.

No dejé dinero encima de la mesa. Que mi madre pagara mi bocadillo, ya que no me lo había podido comer por su culpa.

- Espera un momento, por favor. No te marches así, Lucy. Déjame explicarte mi versión, por favor. Es lo único que te pido.

- Adelante -dije-. Será divertido.

Mi madre respiró hondo y dijo:

- Lucy, ya sé que siempre has querido más a tu padre que a mí… -Hizo una pausa, por si yo pensaba contradecirla, pero no dije nada-. Pero para mí era muy difícil -continuó-. Yo tenía que ser la dura, tenía que imponer disciplina, porque él era incapaz de hacerlo. Y ya sé que piensas que él era muy gracioso y que yo era la mala de la película, pero uno de los dos tenía que hacerte de padre.

- Cómo te atreves -dije-. Papá era mucho mejor que tú como padre.

- Pero era un irresponsable… -protestó mi madre.

- No me hables de irresponsabilidades -le interrumpí-. ¿Y tus responsabilidades? ¿Quién se va a ocupar de papá ahora?

No sé por qué se lo pregunté, porque ya conocía la respuesta.

- ¿Por qué va a tener que ocuparse alguien de tu padre? -preguntó-. Sólo tiene cincuenta y cuatro años, y está perfectamente sano.

- Ya sabes que papá necesita que se ocupen de él -dije-. Sabes que él no sabe cuidarse solo.

- Y ¿por qué, Lucy? Hay muchos hombres que viven solos. Algunos son mucho mayores que tu padre, y saben cuidarse solos.

- Pero papá es diferente, y tú lo sabes -repliqué.

- Ah, ¿sí? Y ¿por qué es diferente?

- Lo sabes perfectamente -contesté, enojada.

- No, no lo sé -dijo mi madre-. A ver, dímelo tú.

- No pienso seguir discutiendo contigo -dije-. Sabes perfectamente que papá no puede cuidarse solo, y punto.

- No quieres admitirlo, ¿verdad? -dijo mi madre mirándome con aquella exasperante expresión de víctima abnegada, como una asistenta social falsamente compasiva.

- ¿Qué no quiero admitir? No hay nada que admitir. No dices más que tonterías, como siempre.

- Tu padre es alcohólico -dijo mi madre-. Eso es lo que no quieres admitir.

- ¿Quién es alcohólico? -repliqué, resistiéndome a caer en sus redes-. Papá no es alcohólico. Ya sélo que pretendes. Crees que si insultas a papá la gente se compadecerá de ti y pensará que lo lógico es que lo abandones, ¿no? Pues mira, a mí no me vas a engañar.

- Lucy, tu padre es alcohólico desde hace muchos años, seguramente desde antes de que nos casáramos, pero entonces yo no supe verlo.

- Bobadas -dije-. Papá no es alcohólico. ¿Me tomas por idiota, o qué? Los alcohólicos son esos tipos con barba y abrigo sucio que van por la calle hablando solos.

- Lucy, hay muchos tipos de alcohólicos. Esos hombres que ves por la calle son como tu padre, sólo que ellos han tenido peor suerte.

- No puede haber peor suerte que estar casado contigo -le solté.

- Lucy, ¿vas a negar que tu padre bebe mucho?

- Bebe un poco -admití-. Y ¿cómo no iba a beber? Tú has convertido su vida en un calvario. ¿Sabías que mi primer recuerdo es una imagen de ti gritándole a papá?

- Lo siento, Lucy -dijo mi madre llorando a lágrima viva-. Era muy difícil, nunca teníamos dinero, y tu padre no encontraba trabajo. Cogía el dinero que yo guardaba para comprar comida para ti y para tus hermanos, y se lo gastaba en bebidas. Y yo tenía que bajar a la tienda y contarles algún cuento de que no había tenido tiempo de ir al banco para que ellos me fiaran. Aunque ellos lo sabían perfectamente, y yo tenía mi orgullo, Lucy. No me resultaba nada fácil tener que hacer aquello. A mí me habían educado en otro ambiente, Lucy.

Mi madre lloraba como una magdalena, pero a mí eso no me afectaba.

- Y lo quería, Lucy -prosiguió entre sollozos-. Yo tenía veintidós años y lo encontraba guapísimo. Él siempre me decía que iba a dejar la bebida, y yo creía que las cosas irían mejorando. Cada vez que me lo prometía, yo le creía; pero tu padre siempre me decepcionaba.

Mi madre no paraba de hablar, presentado un catálogo de acusaciones. Me dijo que el día de su boda se presentó borracho en la iglesia; que el día que nació Chris, mi madre tuvo que ir sola al hospital porque mi padre se había emborrachado y había desaparecido; que en la confirmación de Peter se quedó de pie al fondo de la iglesia cantando una canción…

Yo ni siquiera la escuchaba. Decidí que ya iba siendo hora de que volviera a la oficina.

- Ya sé que eso no es lo que te preocupa -dije al levantarme-, pero yo cuidaré de él, y seguramente lo haré mucho mejor que tú.

- ¿Estás segura, Lucy? -Mi madre no parecía impresionada.

- Sí.

- Buena suerte. La vas a necesitar.

- ¿Qué quieres decir?

- ¿Se te da bien lavar sábanas? -me preguntó enigmáticamente.

- ¿De qué me estás hablando?

- Ya lo verás -dijo mi madre-. Ya lo verás.