69
Enseguida adopté una nueva rutina.
Por la noche tenía que ir a la lavandería a secar las sábanas que había dejado antes de ir a trabajar. Después le preparaba la cena, y solucionaba el desastre del día, pues mi padre siempre había quemado, roto o perdido algo.
No sabría decir cuándo el cansancio se convirtió en resentimiento. Lo oculté durante mucho tiempo, porque me avergonzaba de él. El sentimiento de culpa y el falso orgullo me permitieron ocultármelo incluso a mí misma.
Empecé a echar de menos mi otra vida.
Me apetecía salir, emborracharme, acostarme tarde, cambiarme la ropa con Karen y Charlotte y hablar con ellas de chicos y del tamaño de sus penes.
Estaba harta de tener que vigilar constantemente, de tener que estar siempre disponible para mi padre.
Parte del problema consistía en que yo pretendía ser perfecta para él. Quería demostrar que era la que mejor podía cuidarlo. Pero eso no era verdad, y me di cuenta de que ni siquiera quería que lo fuera. Ocuparme de mi padre dejó de ser un desafío y se convirtió en una carga.
Me dije que era una mujer joven, y que cuidar a mi padre no era responsabilidad mía. Pero habría preferido morir a tener que reconocerlo.
Cuidar de los dos resultó más pesado que cuidar sólo de mí misma. Muchísimo más pesado.
Y muchísimo más caro.
No tardé en tener problemas de dinero. Antes, yo creía que el dinero era un problema porque nunca tenía suficiente para cubrir mis necesidades básicas, como zapatos o ropa nueva. Pero ahora temía no tener suficiente para cubrir otro tipo de necesidades básicas, como la alimentación de los dos.
No sabía qué estaba pasando con el dinero. Por primera vez en la vida, me daba miedo perder mi empleo. Miedo de verdad. Todo había cambiado, ahora que tenía una persona a mi cargo.
Cuando me sobraba el dinero, siempre me había resultado fácil ser generosa. Nunca habría imaginado que me dolería pagarle algo a mi padre.
Pero a medida que el dinero empezaba a escasear, cada vez me costaba más dárselo a mi padre. Me fastidiaba que cada mañana, antes de marcharme a la oficina, mi padre dijera: «Lucy, cariño, ¿puedes dejarme un poco de dinero encima de la mesa? Con un billete de diez tendré suficiente.»
Me molestaba tener que preocuparme. Me molestaba tener que pedir un crédito al descubierto. Me molestaba no tener dinero para mí.
Y no soportaba las consecuencias que esa escasez tenía en mí: la mezquindad, controlar cada bocado que mi padre se metía en la boca, controlar cada bocado que no se metía en la boca. Ya que me molesto en comprarle comida y en preparársela, lo menos que podría hacer sería comérsela, pensaba con fastidio.
Mi padre cobraba el subsidio de desempleo cada dos semanas, pero yo no sabía qué hacía con él. Yo llevaba la casa sólo con mi sueldo. Podría comprar una botella de leche de vez en cuando, ¿no?, me decía, furiosa e impotente.
Cada vez estaba más aislada. Aparte de mis compañeros de trabajo, sólo veía a mi padre. Ya no salía nunca con mis amigos. No tenía tiempo para salir, porque lo más importante era volver a casa rápidamente después del trabajo. Karen y Charlotte siempre me decían que irían a visitarme, pero lo decían como si se tratara de un largo viaje al extranjero. De todos modos, me alegraba de que no vinieran nunca, porque no me sentía capaz de hacer ver que era feliz durante dos horas.
Añoraba a Gus. Soñaba que él venía a rescatarme. Pero mientras viviera en Uxbridge no tenía muchas posibilidades de encontrármelo.
La única persona a la que seguía viendo era Daniel. Pasaba por mi casa de vez en cuando, lo cual yo detestaba. Cada vez que le abría la puerta, lo primero que pensaba era lo guapo, lo sexy y alto que era. Después me acordaba de la noche en que intenté seducirlo y que él no quiso acostarse conmigo. Y me moría de vergüenza.
Y, por si fuera poco, Daniel siempre me hacía preguntas impertinentes: «¿Cómo es que siempre estás tan cansada? ¿Que tienes que ir otra vez a la lavandería? ¿Cómo es que todos los cazos están quemados?»
«¿Puedo hacer algo para ayudarte?», me preguntaba constantemente. Pero mi orgullo me impedía contarle lo difícil que era vivir con mi padre.
«Vete, Daniel -le decía yo-. Aquí no puedes hacer nada.»
Mis problemas económicos empeoraban.
Lo más sensato habría sido dejar de pagar el alquiler de Ladbroke Grove definitivamente. Al fin y al cabo, ¿de qué me servía seguir pagando el alquiler de un piso que nunca utilizaba? Pero de pronto me di cuenta de que no quería, de que me daba pánico abandonar el piso. Mi piso era el último lazo con mi antigua vida. Si lo dejaba, significaría que nunca iba a volver, que tendría que quedarme para siempre en Uxbridge.