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Jacqui insistía en contarme lo genial que era el sexo con Joey. Sexo, pensé, repitiendo mentalmente la palabra. Tener sexo. Imposible imaginarlo. Me sentía demasiado muerta, demasiado entumecida.

Lo curioso era que pese a tener la libido por los suelos, entre mis grandes pesares estaba que Aidan y yo no hubiéramos tenido más sexo. Lo practicábamos bastante, bueno, lo normal. Aunque es difícil determinar qué es lo normal, porque la mayoría de la gente está tan convencida de que el resto lo practica por la mañana, por la tarde y por la noche, que mienten en cuanto a la frecuencia con que ellos lo hacen e inflan los números. Evidentemente, las personas a las que mienten sienten entonces la necesidad de mentir también, y así es imposible llegar a la verdad.

En cualquier caso, Aidan y yo teníamos sexo dos o tres veces por semana. Al principio, no obstante, era más bien dos o tres veces al día. Sé que es imposible seguir así indefinidamente, rasgándose las ropas, duchándose juntos, haciéndolo en lugares públicos y, en general, mostrando predisposición a todas horas. Estaríamos hechos polvo, no nos quedarían botones en la ropa y podrían arrestarnos.

Por desgracia, nunca hicimos nada excesivamente atrevido, todo era bastante normal. Pero puede que las perversiones no se den al principio. Puede que primero tengas que pasar por el sexo normal y luego, transcurridos diez años, te mudes a un barrio residencial y te encuentres en el meollo de un desenfrenado y desinhibido intercambio de parejas.

Lo que más me dolía eran las muchas oportunidades que había desperdiciado: casi todas las mañanas de mi vida con él. Cuando nos preparábamos para ir al trabajo, Aidan se paseaba en cueros por la casa, la piel todavía húmeda por la ducha y el pajarito colgando. Yo pasaba a toda prisa por su lado buscando el desodorante o el cepillo, reparaba distraídamente en su culo prieto y en el hueco que se formaba en los costados de sus muslos y me decía: «Dios, está para comérselo». Pero al instante me ponía a pensar en algo como: «Todavía no le he puesto tapas a las botas, tendré que ponerme otros zapatos y llegaré tarde.»

Las mañanas eran una carrera contrarreloj, aunque eso no impedía que Aidan me agarrara cuando pasaba por su lado subiéndome la cremallera. Yo, no obstante, casi siempre lo rechazaba diciendo:

- Quita, quita, que no tenemos tiempo.

La mayoría de veces se lo tomaba bien, pero una mañana, poco antes de su muerte, comentó con cierta tristeza:

- Ya nunca lo hacemos por la mañana.

- Nadie lo hace -repliqué-. Solo los bichos raros, como los comandantes con amantes o esposas trofeo. Y las mujeres únicamente aceptan porque los comandantes les regalan joyas caras. Y los comandantes solo lo hacen porque han nacido con demasiada testosterona y si no practican el sexo tendrían que invadir algún país.

- Sí, pero…

- Y ahora, espabila -lo apuré-. No estamos en un vídeo de El placer del sexo.

- ¿Qué ocurre en los vídeos de El placer del sexo?

- Ya sabes, mucha espontaneidad. -Me subí la cremallera de la falda-. Tú estás vestido para ir a trabajar, como ahora, y yo me estoy dando un baño de espuma.

- No tenemos bañera.

- No importa. Yo tengo un pie apuntando al aire mientras me enjabono seductoramente la pierna y tú te inclinas para darme un beso de despedida…

- Ah, ya entiendo, me agarras de la corbata…

- ¡Exacto! Y te meto en la bañera.

- Uau. Es genial…

- De genial, nada. Te pondrías hecho una furia. Gritarías: «Maldita sea, es mi traje de Hugo Boss. ¿Qué demonios me pongo ahora para ir a trabajar?»

Mientras hablaba estaba removiendo el contenido de un cajón en busca de un sujetador. Finalmente lo encontré.

- Mira. -Aidan se señaló la entrepierna.

Parecía que estuviera insinuando que había actividad en esa zona. No le hice caso y seguí hablando:

- Dirías: «Será mejor que recojamos toda esta agua antes de que el vecino de abajo suba a quejarse por haberle destrozado el techo del cuarto de baño.»

Aidan continuaba mirándose la entrepierna. Seguí sus ojos hasta la zona abultada de sus pantalones. Hizo un gesto de «Desnúdate, nena» y dije:

- Tenemos que ir a trabajar.

- No. -Me desabrochó el sujetador que acababa de ponerme.

- ¡No! -Intenté abrochármelo de nuevo.

- Eres preciosa. -Aidan me mordió suavemente la nuca-. Y te deseo con locura. Mira. -Me cogió una mano y a través de la tela noté su erección, doblada y flexible y luchando por enderezarse. Bajo mi tacto creció y se desencorvó notablemente.

De repente la idea empezó a gustarme, pero hice un último esfuerzo por zafarme.

- Llevo mis bragas naranjas.

Eran como calzoncillos. A mí encantaban. Aidan las detestaba.

- No me importa. Simplemente quítatelas. Ya.

Me arrojó sobre la cama, me levantó la falda, introdujo los dedos índice en la cinturilla de mis bragas naranjas, las deslizó hasta los tobillos y me las quitó.

Inclinándose sobre mí se aflojó la corbata, se abrió la cremallera y susurró:

- Voy a follarte.

Se bajó los Calvin y su pene totalmente erecto salió disparado. Lo empujé sobre la cama, los botones inferiores de su camisa desabrochados, los pantalones hasta las rodillas, la pálida piel contra el azul marino del traje y la oscura mata de vello púbico.

Su erección se curvaba hacia arriba. Aidan alargó los brazos.

Me coloqué encima de él, súbitamente excitada, y con las manos sujetas al cabecero de la cama, empecé a mecerme. Mi clítoris rozaba su pene y mis pechos bailaban sobre su cara. Aidan mordisqueaba mis pezones con sus dientes afilados, apretándome las caderas, deslizándome hacia arriba y hacia abajo, cada vez más deprisa.

El cabecero chirriaba al ritmo de sus jadeos.

- ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! -Luego-: ¡Oh, no! -Con un último «¡Ahhhhh!» acompañado de un estremecimiento, me atrajo hacia él. Jadeó y tembló; cuando recuperó el aliento dijo-: Lo siento, cariño.

Me encogí de hombros.

- Ya sabes qué tienes que hacer.

Rodó sobre mí, deslizó una almohada bajo mi trasero, abrió mis muslos y me elevé para encontrarme con él.

¿Hay alguien ahí fuera?
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