28

- Rachel, tienes que ir a la playa -insistí-. Si no recibes tu dosis de sol podrías deprimirte y «engancharte otra vez a las drogas», como suele decir tu delicada hermana Helen.

- Ya, pero… -repuso Rachel.

- Y yo no puedo ir por la cicatriz -dije con firmeza.

- Lo siento de veras -dijo, con culpa, Rachel.

- No importa, de verdad, no importa.

Y no importaba, porque yo quería ir a la iglesia espiritista. Se había convertido rápidamente en parte de mi rutina dominical. Me gustaban las personas que iban. Eran amables y, para ellas, yo no era Anna con su Tragedia. Bueno, tal vez sí, pero ellas también habían tenido las suyas. Yo no era la excepción.

No se lo había contado a nadie, y aún menos a Rachel y a Jacqui. No lo habrían entendido y puede que hasta hubieran intentado detenerme. Por suerte, Rachel me dejaba en paz porque el calor seguía apretando y Jacqui tenía horarios tan irregulares que tampoco corría riesgos con ella. En cuanto a Leon y Dana, solo querían verme por las noches, cuando había un restaurante nuevo donde ir a cenar.

Encontré a toda la pandilla sentada en los bancos del pasillo.

- ¡Genial! -dijo Nicholas-. Por ahí viene la señorita Annie.

Hoy su camiseta decía «Winona es inocente». Mitch estaba apoyado en la pared y se inclinó para echarme una ojeada.

- Hola, pitufa. -Estiró una pierna para rozarme el pie-. ¿Qué tal la semana?

- Oh, como siempre -dije-. ¿Y la tuya?

- Lo mismo.

Nos sentamos en el círculo de sillas, el lamento del chelo arrancó y varias personas recibieron mensajes, pero no hubo ninguno para mí.

Entonces Leisl dijo con voz pausada:

- Anna… vuelvo a ver al niño rubio. Me llega la inicial J.

- Porque se llama JJ.

- Quiere hablar contigo.

- ¡Pero si está vivo! ¡Puede hablar conmigo cuando quiera!

Más tarde acorralé a Leisl.

- ¿Por qué recibo mensajes de un sobrino que todavía está vivo o de mi horrible abuela y no de Aidan?

- No puedo responder a eso, Anna. -Los ojos de Leisl, bajo el flequillo encrespado, me miraban con una increíble bondad.

- ¿Hay un período de espera antes de que alguien que ha muerto empiece a comunicarse?

- Que yo sepa, no -contestó.

- ¿Has probado el FEV? -gruñó Barb-. ¿El fenómeno electrónico de voz?

- ¿Qué es eso?

- Consiste en grabar las voces de los muertos.

- Si es una broma…

- ¡No es ninguna broma!

Todos los demás estaban familiarizados con el FEV. Un aluvión de voces dijo:

- Es una buena idea, Anna. Deberías intentarlo.

En tono defensivo, pregunté:

- ¿Cómo se hace?

- Con una grabadora normal -dijo Barb-. La cinta tiene que ser nueva. La pones a grabar, sales de la habitación, vuelves una hora más tarde y escuchas los mensajes.

- Necesitas una habitación tranquila -dijo Leisl.

- Difícil de encontrar en Nueva York -repuso Nicholas.

- Y una actitud positiva, alegre y tierna -prosiguió Leisl.

- También difícil.

- Hay que hacerlo después de la puesta de sol en un día con luna llena -añadió Mackenzie.

- Preferiblemente durante una tormenta -dijo Nicholas-. Por el efecto gravitatorio.

- Nicholas, no estoy de humor para tus credulidades.

- No -entonaron varias voces-. ¡No es una de sus credulidades!

- ¿Qué es una credulidad? -oí preguntar a Carmela.

- Existe una base científica para ello -explicó Nicholas-. Los muertos viven en longitudes de onda etéreas que operan en frecuencias mucho más elevadas que las nuestras, de modo que podemos oírles en cinta pero no podemos oírles cuando nos hablan directamente.

- ¿Lo has probado? -pregunté.

- Desde luego.

- Y tu padre te habló.

- Desde luego. Pero me costó entenderle. Es posible que tengas que acelerar o desacelerar constantemente la cinta.

- Sí, a veces hablan muy deprisa -dijo Barb- y otras hablan muy despaaaacio. Debes escuchar con mucha atención.

- Te enviaré las instrucciones por correo electrónico -se ofreció Nicholas.

- ¿Tú lo has probado? -pregunté a Mitch.

- No, pero solo porque hablé con Trish a través de Neris Hemming.

- ¿Cuándo es la próxima luna llena? -preguntó Mackenzie.

- Acaba de pasar -dijo Nicholas.

- ¡Qué lástima! -fue la exclamación general-. Pero habrá otra en menos de cuatro semanas. Podrás hacerlo entonces.

Eché a andar, preguntándome si Mitch me seguiría.

Me dio alcance antes de que llegara al ascensor.

- Eh, Anna, ¿tienes algún compromiso?

- No.

- ¿Quieres hacer algo?

- ¿Como qué? -Estaba interesada en ver qué me proponía.

- ¿Qué te parece el MoMa?

¿Por qué no? Llevaba tres años en Nueva York y todavía no lo había visitado.

Estar con Mitch tenía muchas de las ventajas de estar sola -como no tener que sonreír todo el rato para que mi verdadera cara no le incomodara- pero sin la soledad real. Pasábamos rápidamente de un cuadro a otro y apenas hablábamos. A veces incluso estábamos en salas distintas, pero conectados por un hilo invisible.

Una vez visto todo, Mitch miró su reloj.

- ¡Vaya! -Parecía complacido y estuvo a punto de sonreír-. Han pasado dos horas. El día casi ha terminado. Que tengas una buena semana, Anna. Nos vemos el domingo.

- Anna, contesta. Sé que estás en casa. Estoy abajo y necesito hablar contigo.

Era Jacqui. Descolgué el auricular.

- ¿Qué pasa?

- Déjame entrar.

Le abrí la puerta de abajo y oí el martilleo de sus pasos por la escalera. Instantes después irrumpió en casa, con el rostro angustiado.

- ¿Ha muerto alguien? -Se había convertido en una preocupación constante.

Eso la detuvo en seco.

- No. -Cambió de expresión-. Se trata de algo… corriente.

De repente pareció molesta. Independientemente de lo que le estuviera pasando, era importante para ella y yo lo había reducido a algo banal porque mi marido había muerto y nadie podía superar eso.

- Lo siento, Jacqui, lo siento, ven a sentarte…

- No, soy yo quien lo siente. No debí asustarte de ese modo…

- Vale, las dos lo sentimos. Y ahora, cuéntame qué te pasa.

Se sentó en el sofá con la espalda inclinada hacia delante, los antebrazos sobre los muslos y las rodillas juntas. Parecía una lámpara Pixar. Si se hubiera puesto a saltar como un conejo por la sala, hasta a su madre le habría costado reconocerla.

Se quedó mirando al vacío, inmersa en un profundo silencio.

Finalmente dijo algo. Una palabra.

- Joey.

Al menos ahora podría contárselo a mamá.

- O, como yo lo llamo, Joey Morritos. -Suspiró profundamente-. Vengo de su apartamento.

- ¿Qué hacías allí?

- Jugar al Scrabble.

¡Jugar al Scrabble un domingo por la tarde! Sentí un ligero escozor por haber sido excluida. Pero no podía reprochárselo. Estaban hartos de proponerme planes y recibir negativas.

- Me esforzaba por no mirarle, pero, de pronto, con el rabillo del ojo me di cuenta de que me recordaba a… a… -Hizo una pausa, respiró temblorosamente y chilló-: ¡Jon Bon Jovi!

Avergonzada, enterró la cara en las manos.

- No pasa nada -dije dulcemente-. Sigue. Jon Bon Jovi.

- Sé lo que eso significa -prosiguió-. He visto cómo les ocurría a otras mujeres. En cuanto dicen que creen que Joey se parece a Jon Bon Jovi, que no se habían dado cuenta hasta ese momento, se sienten atraídas por él. Y yo no quiero sentirme atraída por él porque me parece un idiota. Y un antipático. Y siempre está de morros.

- No tienes que sentirte atraída. Basta con evitarlo.

- ¿Así de fácil?

- Sí.

Bueno, quizá.

- ¿Mamá?

- ¿Quién de vosotras es?

- Anna.

Una exclamación.

- ¿Alguna novedad sobre Jacqui y Joey?

- ¡Sí, por eso te llamo!

- ¡Adelante, cuenta!

- Jacqui cree que Joey se parece a Jon Bon Jovi.

- Entonces ya está. El juego ha terminado.

- En absoluto. Jacqui está hecha de una pasta más fuerte.

- Ese Joey es un insulto al amor.

- Supongo que sí.

- Es una canción -dijo mamá entre dientes-. Una canción de los Hombres de Verdad. De Guns and Leopards, o como se llamen. Estaba bromeando.

- Lo siento -dije-. Lo siento.

- ¿Se ha comprado ya ese perro? ¿El labrodoodle?

- No.

Era más fácil comprar una cabeza nuclear, me había explicado Jacqui. ¿Y cómo sabía mamá lo del perro?

- Mejor así. La pobre criatura no habría recibido mucha atención, ahora que a Jacqui le gusta Joey.

- No le gusta.

- Sí le gusta, lo que pasa es que todavía no lo sabe.

¿Hay alguien ahí fuera?
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