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Cena «chez Walsh» traída del restaurante de comida india del barrio. Me porté bastante bien: medio bhaji de cebolla, 1 langostino, 1 trozo de pollo, 2 molondrones (que son bastante grandes) y unos 35 granos de arroz seguidos de 9 pastillas y 2 Rolos.
Las comidas se habían convertido en silenciosas batallas donde mamá y papá se obligaban a poner alegría en su voz cuando me proponían otra cucharada de arroz, otra chocolatina u otra pastilla de vitamina E (excelente para combatir las marcas, por lo visto). Yo hacía lo que podía -me sentía vacía pero nunca tenía apetito-, pero comiera lo que comiese nunca les parecía suficiente.
Agotada por la lucha, me retiré a mi cuarto. Algo estaba emergiendo a la superficie: la necesidad de hablar con Aidan.
Dentro de mi cabeza hablaba a menudo con él, pero ahora quería más: tenía que oír su voz. ¿Por qué no había sentido eso hasta este momento? ¿Por las heridas y la conmoción? ¿O porque los analgésicos me habían tenido demasiado atontada? Fui a ver a mamá, a papá y a Helen, que estaban enfrascados en una de esas series de detectives con las que esperan dar sentido a sus vidas. Agitaron una mano y procedieron a hacerme sitio en el sofá, pero dije:
- No, estoy bien, solo voy a…
- ¡Bien! ¡Buena chica!
Podría haber dicho cualquier cosa -«Voy a prender fuego a la casa», «Voy a casa de los Kilfeather para hacer un trío con Angela y su novia»- y habría obtenido la misma respuesta. Se hallaban en un estado de profunda abstracción, similar a un trance, y seguirían así durante una hora por lo menos. Cerré la puerta, agarré el inalámbrico del vestíbulo y me lo llevé a la habitación.
Miré fijamente el pequeño aparato: los teléfonos siempre me han parecido mágicos, la forma en que logran las conexiones más improbables, más distantes geográficamente. Sé que su funcionamiento tiene una explicación totalmente lógica, pero nunca ha dejado de maravillarme que dos personas separadas por un océano puedan conversar.
Mi corazón latía con fuerza y me sentía optimista. Emocionada, de hecho. ¿Dónde debería probar? En el trabajo no, porque alguien podría contestar por él. Su móvil era la mejor opción. Ignoraba qué ocurría, quizá lo habían desconectado, pero cuando marqué el número al que había llamado miles de veces, oí un chasquido y, a renglón seguido, su voz. No su voz real, sino un mensaje con su voz, que, no obstante, bastó para que se me cortara la respiración.
- Hola, soy Aidan. Ahora mismo no puedo atenderte, pero deja un mensaje y te llamaré en cuanto me sea posible.
- Aidan -oí que decía mi voz. Sonaba trémula-. Soy yo. ¿Estás bien? ¿De verdad me llamarás en cuanto te sea posible? Hazlo, por favor. -¿Qué más?-. Te quiero, cariño. Confío en que lo sepas.
Colgué, sintiéndome mareada, eufórica: había escuchado su voz. Pero al cabo de unos segundos me vine abajo. Dejar un mensaje en su móvil no era suficiente.
Podía enviarle un correo electrónico, pero eso tampoco era suficiente. Tenía que volver a Nueva York y tratar de dar con él. Aunque existía la posibilidad de que no estuviera allí, tenía que intentarlo, pues una cosa estaba clara: que no estaba aquí.
Con sumo sigilo devolví el teléfono al vestíbulo. Si mi familia se enteraba de lo que acababa de hacer, no habría forma de que dejaran que me fuera.