19

El día que conocí a los Maddox

- ¿Qué vas a hacer por Acción de Gracias? -me preguntó Aidan.

- No lo sé. -No lo había pensado.

- ¿Quieres pasarlo en Boston con mi familia?

- Vale, si estás seguro.

Pese a mi discreta respuesta, era consciente de que se trataba de un acontecimiento importante. Aunque no tanto como, al parecer, era. Cuando se lo conté a la gente del trabajo, fliparon.

- ¿Cuánto tiempo hace que salís con exclusividad?

- Desde el viernes.

- ¿El viernes pasado? ¿El viernes de hace cinco días? Entonces es demasiado pronto.

Según las reglas tácitas de las citas en Nueva York, me estaba adelantando por lo menos siete semanas. Estaba prohibido -de hecho, hasta ahora, se había considerado técnicamente imposible- pasar directamente de una declaración de exclusividad a conocer a la familia. No era ortodoxo. Es más, era completamente inadmisible. Nada bueno saldrá de esto, vaticinaban todos meneando la cabeza.

- Todavía faltan cuatro semanas -protestaba yo.

- Tres y media.

Lo último que necesitaba era una actitud catastrofista. Además, ya tenía mis propias preocupaciones: Aidan me había hablado de Janie.

Las circunstancias quisieron que lo que hubiera debido ser tema de una confesión hecha a altas horas de la madrugada fuera una revelación matutina: la mañana siguiente a nuestra primera noche juntos, la mañana en que Aidan se comportó de forma tan rara. Llegué tarde al trabajo, pero no me importó. Necesitaba saber.

La historia es la siguiente: Aidan y Janie llevaban unos ciento sesenta y ocho años saliendo juntos. Habían crecido en Boston, separados por apenas tres kilómetros, y eran pareja desde hacía mucho, mucho tiempo, desde el instituto. Después se marcharon a universidades distintas y ambos acordaron dejar la relación, pero cuando regresaron a Boston tres años más tarde, empezaron a salir de nuevo. Mientras pasaban por la veintena fueron novios y cada uno entró a formar parte de la familia del otro: Janie se sumaba a las vacaciones de verano de los Maddox, en Cape Cod, y Aidan se unía a la de Janie en la casa de Bar Harbour. A lo largo de los años Aidan y Janie rompieron varias veces e intentaron salir con otras personas, pero siempre acababan reencontrándose.

El tiempo pasó y se mudaron a un apartamento, cada uno al suyo propio. Las insinuaciones de las respectivas familias sobre una próxima boda empezaban a ser insistentes cuando, unos dieciocho meses antes de que yo conociera a Aidan, la empresa lo envió a trabajar a «la city». (Todo el mundo dice «la city» cuando se refiere a Nueva York, lo que resulta incomprensible, pues Boston no es exactamente una aldea con tres casas y una taberna.)

Fue un duro golpe, pero Aidan y Janie se decían constantemente que Nueva York solo estaba a una hora de avión, que se verían cada fin de semana y que, entretanto, Aidan buscaría otro empleo en Boston y Janie respondería a ofertas de trabajo en Nueva York. Así que Aidan se marchó, prometiéndole fidelidad.

- Puedes imaginar lo que ocurrió después -me dijo.

De hecho, todavía estaba intentando entenderlo. Aquella primera noche, cuando me pidió que le incluyera en mi lista, dio la impresión de que estaba disponible, aunque no fuera de forma exclusiva. ¿Me habían inducido a quitarle el hombre a otra mujer?

- Nada más bajar del taxi en Manhattan sacaste el gallito que llevas dentro y empezaste a ir de bares, buscando candidatas.

Aidan rió con tristeza.

- No exactamente. Pero sí, me acosté con otras mujeres.

En su defensa, no quiso echarle la culpa a las muchas tentaciones de Nueva York, a las exquisitas y descaradas señoritas que habían recibido clases de cómo hacer girar el sujetador sobre la cabeza, como si estuvieran echándole el lazo a un novillo.

- Solo yo tengo la culpa -dijo, apesadumbrado-. Estaba tan avergonzado que solo quería flagelarme. Esa vieja culpa católica siempre acaba dándote alcance. No te rías, pero hice algo que hacía siglos que no hacía: me confesé.

- Oh. ¿Eres… católico practicante?

Negó con la cabeza.

- Católico rescatado. Pero me sentía tan mal que habría probado cualquier cosa.

No supe qué decir.

- Janie merecía algo mucho mejor -prosiguió-. Es una gran persona, muy bondadosa. Siempre ve el lado positivo de las situaciones, pero sin pecar de un optimismo empalagoso.

Señor, me enfrentaba a una santa en vida.

- El día que nos conocimos, cuando te derramé el café encima, acababa de tomar la decisión, una vez más, de que le sería totalmente fiel. Y lo pretendía realmente.

Por eso se comportó de forma tan extraña cuando le propuse una cita. No dijo, gracias, pero no. O, me siento halagado, pero… Transmitía vibraciones de desesperación.

- Entonces, ¿qué está pasando? -pregunté, enfadada-. ¿Soy otro de tus deslices? ¿Una visita más al confesionario?

- ¡No, no, en absoluto! Un mes más tarde, estando yo en Boston, Janie dijo que debíamos darnos un descanso.

- Oh.

- Sí. Y aunque no me lo dijo directamente, insinuó que sabía lo de las otras mujeres.

- Oh. -De nuevo.

- Sí, me conoce muy bien. Dijo que llevábamos tonteando demasiado tiempo y que había llegado el momento de hacer algo al respecto, un último intento para ver si estábamos hechos el uno para el otro. Ver a otra gente, desahogarnos y darnos cuenta de qué sentíamos realmente.

- ¿Y?

- Yo había roto tu tarjeta. Tenía tanto miedo de llamarte que me obligué a destruirla el mismo día que me la diste. Pero no podía dejar de pensar en ti. Me había quedado con tu nombre y el lugar donde trabajabas, pero pensé que ya era demasiado tarde para llamarte. ¿Sabes? Estuve a punto de no ir a aquella fiesta, pero cuando te vi allí hablando con aquel idiota creí en Dios. Verte fue como… como recibir un golpe con un bate de béisbol… -Parecía que fuera a vomitar-. No quiero asustarte, Anna, pero nunca he sentido nada tan fuerte por nadie, nunca.

No dije nada. Me sentía terriblemente culpable pero, por otro lado, no podía evitar sentirme… un poco… halagada.

- Quería hablar con Janie antes de hablar contigo. No sabía si querrías… si te interesaría que saliéramos con exclusividad. Detesto esa expresión. Sea como sea, mi relación con Janie ha terminado para siempre. Aunque lamento que tú lo hayas sabido antes que ella.

Dímelo a mí.

Y como la chica superficial que era, deseé saber qué aspecto tenía Janie. Apreté fuertemente los labios para no preguntárselo, pero no funcionó y pequeños ruiditos escaparon de mi boca. «¿Omo ez?»

- ¿Qué? Ah, cómo es. -De pronto me miró con un rostro inexpresivo-. Guapa, tiene… -hizo un gesto rotatorio con la mano-… el pelo rizado. -Hubo una pausa-. O lo tenía. Puede que ahora lo lleve liso.

Vale, no tenía ni idea de cómo era. Llevaba con ella tanto tiempo que ya no la miraba con atención. Sin embargo, algo me decía que no debía subestimar a esa mujer y la fuerza de su vínculo con Aidan. Habían compartido quince años de su vida y, como un bumerán, él seguía volviendo a ella.

Aidan se marchó a Boston y pasé el fin de semana algo intranquila. Pensamientos contradictorios rodaban por mi mente en un círculo interminable. En la competición de guitarra imaginaria, Shake me acusó de no haber prestado atención a su actuación, y tenía razón: me la había pasado con la mirada perdida, preguntándome cómo se lo estaría tomando Janie. Me detestaba por ser la responsable de la infelicidad de otra persona. Además, ¿hasta qué punto me gustaba Aidan? ¿Lo bastante como para permitir que terminara una relación de quince años por mí? ¿Y si solo estaba tonteando con él? ¿Y si Aidan cambiaba de opinión y volvía con Janie? Esa posibilidad me llenó de pánico. Aidan me gustaba mucho. Me gustaba muchísimo.

¿Y qué pasaría si no podía mantener cerrada la bragueta? ¿Y si no era únicamente infiel a Janie, sino mujeriego por naturaleza? No se te ocurra empezar a pensar que eres la mujer que podría curarlo. En lugar de eso deberías echar a correr en la otra dirección. Entonces volví a preguntarme cómo se estaría sintiendo Janie…

- Se lo tomó bastante bien. -Aidan apareció en mi umbral el domingo por la noche.

- ¿De veras? -pregunté esperanzada.

- Me insinuó… que ella también había conocido a alguien.

Eso me tranquilizó… durante medio segundo. Los hombres pueden ser realmente obtusos. Seguro que Janie lo había dicho para conservar su dignidad, pero en ese momento probablemente estaba preparándose un baño caliente y sacando la cuchilla del armario.

Cuando el avión aterrizó en Logan, repleto de gente que regresaba a casa para Acción de Gracias, pregunté a Aidan:

- Dime otra vez cuántas chicas, aparte de Janie, has llevado a casa de tus padres en Acción de Gracias.

Lo meditó durante un largo rato, contando con los dedos y susurrando números entre dientes, y finalmente dijo:

- ¡Ninguna!

Hablar de ello se había convertido en una rutina durante las últimas cuatro semanas, pero ahora que estábamos realmente en Boston, tenía miedo.

- Aidan, esto no es ninguna tontería, no debí venir. Todo el mundo me odiará por no ser Janie. Las calles estarán llenas de indignados bostonianos arrojando piedras a nuestro coche y tu madre escupirá en mi sopa.

- Todo irá bien. -Me apretó la mano-. Les encantarás, ya lo verás.

Su madre, Dianne, nos recogió en el aeropuerto y en lugar de lanzarme piedras y gritar: «¡Arruina hogares!», me abrazó y dijo:

- Bienvenida a Boston.

Era encantadora, aunque algo despistada. Conducía dando bandazos y sin dejar de parlotear. Finalmente nos adentramos en un barrio en el que yo había crecido, socialmente hablando; los coches estaban aparcados en la entrada de las casas, los ruidosos vecinos miraban como aldeanos hostiles, etcétera.

También la casa me resultó familiar: con atroces moquetas de espirales, espantosos muebles mullidos y atestada de trofeos deportivos, cuadros feísimos y abominables figuritas de porcelana. Me sentí como en casa.

Dejé la bolsa en el suelo del vestíbulo y lo primero que vi fue una foto en la pared de un Aidan más joven, con los brazos alrededor de una chica, la espalda de ella contra su pecho. Enseguida supe que se trataba de Janie. ¿Y cómo era? Oh, muy sonriente y alegre, tal como la gente suele aparecer en las fotos. Al menos las expuestas en marcos de plata. Noté que empezaba a temblar antes incluso de darme cuenta de lo guapa que era: rizos largos y morenos (de una belleza que ni el recogido a lo Staten Island ni la cinta verde conseguían estropear) y dientes perfectos que iluminaban una amplia sonrisa.

Era evidente que la foto tenía muchos años, a juzgar por la cinta y por la mirada chispeante y la expresión inocente de Aidan. A lo mejor el tiempo había sido cruel con Janie.

Alguien gritó:

- ¡Papá, ya han llegado!

Se abrió una puerta y por ella asomó un joven moreno, fuerte, sonriente y muy mono.

- Hola, soy Kevin, el hermano pequeño.

- Yo soy Anna.

- Ajá. Lo sabemos todo sobre ti. -Esbozó una sonrisa radiante-. ¡Caramba! ¿Tienes alguna hermana?

- Sí. -Pensé en Helen-. Pero probablemente te daría miedo.

Kevin no captó que no estaba bromeando y soltó una carcajada.

- Eres la monda. Nos vamos a divertir mucho.

El siguiente en aparecer fue el señor Maddox, un tipo larguirucho con voz temblorosa. Me estrechó la mano pero habló muy poco. No me lo tomé como algo personal. Aidan me había advertido que las pocas veces que hablaba era sobre el Partido Demócrata.

Kevin insistió en llevar mi bolsa hasta mi dormitorio, una habitación que podrían haber hermanado con la habitación de invitados de la casa de mis padres. Habrían podido hacer un intercambio cultural y colgado un letrero en cada puerta para anunciarlo; horrorosas cortinas, colcha igualmente horrorosas, un armario abarrotado de ropa vieja de otros y unos dos centímetros de espacio, con dos perchas para mí. Por suerte, solo iba a quedarme una noche. (Por seguridad, Aidan y yo habíamos decidido que nuestra primera visita fuera breve.)

Entonces la vi. Sobre la cómoda. Otra foto de Aidan y Janie. Una foto «en movimiento». Estaban el uno delante del otro y se la habían hecho medio segundo antes de que fueran a besarse. En esta ocasión no había ninguna cinta; Aidan le apartaba el pelo de la cara con una mano.

Empecé a temblar de nuevo y después de analizar la foto durante unos minutos, la puse boca abajo. Ni borracha iba a dormir en esta habitación vigilada por una foto de un pre beso entre Aidan y Janie. Un suave golpe en la puerta me hizo dar un bote y Dianne entró cargada de cosas.

- ¡Toallas limpias! -Enseguida reparó en la foto boca abajo-. ¡Oh, Anna! Lleva tantos años ahí que ya ni la veo. Ha sido un gran fallo por mi parte.

Cogió la foto, salió de la habitación y regresó con las manos vacías.

- Lo siento -dijo-. En serio.

No tenía delante a la señora Danvers. Dianne parecía lamentar sinceramente haberme disgustado.

- Baja a cenar cuando estés lista.

La cena comprendía el típico ágape de Acción de Gracias: un pavo gigantesco, patatas y verduras para un regimiento, vino, champán, copas de cristal y velas. La atmósfera era muy agradable. Yo estaba casi segura de que la señora Maddox no había escupido en mi sopa, todo el mundo charlaba animadamente y papá Maddox hasta contó un chiste, y aunque era sobre el Partido Demócrata y no lo entendí, reí educadamente.

Solo un problema: no todas las fotos que cubrían las paredes del comedor eran de Aidan y Janie, pero había las suficientes para provocar en mí constantes sobresaltos. Con los años el cabello de Janie se había ido acortando. Bien. A los hombres les gustan las mujeres con el pelo largo. Y se había ensanchado un poquito, pero seguía pareciendo alegre y agradable, la clase de mujer que cae bien a otras mujeres.

En plena ingestión de un trozo de pavo reparé en una foto que no había visto aún y el gaznate se me cerró nuevamente durante un instante. Bebí un poco de vino para conseguir tragar y en ese momento papá Maddox dijo:

- Janie, querida, ¿podrías pasarme las patatas?

¿Perdón?

Miré a mi derecha y a mi izquierda, pero dado que la fuente de patatas estaba justo delante de mí y papá Maddox me estaba mirando, supuse que era a mí a quien se había dirigido. Le alargué obedientemente la fuente. Kevin me lanzó un guiño tranquilizador y Aidan y Dianne me miraron horrorizados y pronunciaron un «Lo siento» con los labios.

Pero al cabo de dos segundos Dianne dijo:

- Por cierto, Aidan, vimos al padre de Janie en la ferretería. Me pidió que te dijera que por fin ha acabado el cobertizo y que vayas a verlo. ¿Cuánto hace que lo empezasteis?

Papá Maddox la interrumpió:

- ¿Te gustaría saber qué estaba haciendo en la ferretería? -preguntó a Aidan. De repente tenía la mirada chispeante, probablemente debido al vino-. Comprar pintura, eso estaba haciendo. Pintura blanca, por cierto. Para su casa de Bar Harbour. Le concedió un verano, como tú le pediste, pero todavía no entiendo qué os pasó para que la pintarais de rosa.

Regocijado, se volvió hacia mí y de repente en sus ojos asomó el pánico. Esta chica no es Janie.

Después de cenar, Aidan y yo nos sentamos en el estudio. Yo estaba algo tensa.

- No pertenezco a este lugar. No ha sido una buena idea que viniera.

- ¡Sí lo ha sido! En serio. Ya verás como las cosas mejoran. Siento mucho lo de mi padre, es un poco… No pretende ser desagradable, es solo que la mitad del tiempo vive en su propio mundo.

Nos quedamos en silencio.

- ¿En qué estás pensando? -me preguntó.

- En la moqueta. -Tenía un curioso estampado de espirales-. Si te quedas mirándola mucho tiempo, te da la sensación de que tienes muelles en los ojos. Como si salieran de la cabeza y volvieran.

- Yo tengo la sensación de que el suelo se eleva hacia mí y vuelve a caer.

Compartimos un silencio cómplice mientras observábamos cómo la moqueta hacía sus cosas; de repente volvíamos a ser amigos.

- Todo irá bien -dijo Aidan-. Solo dales un poco de tiempo. Por favor.

- De acuerdo -dije-. Mis padres también trataban a Shane como si fuera de la familia.

- ¿Le querían mucho?

- Esto… no… en realidad le odiaban. Pero, de todas formas le trataban como a un miembro de la familia.

Al día siguiente fuimos al centro comercial, ya que quedarte sentada en casa de los padres de tu nuevo novio con el temor de oír más anécdotas sobre su ex novia tiene un límite. A cada momento surgían conversaciones del tipo: «¿Recuerdas aquellas vacaciones en Cape Cod, todos metidos en la caravana? ¿Recuerdas cuando Janie hizo eso o aquello?».

Pero una vez que llegamos al centro comercial me animé, porque cuando estoy fuera de casa incluso las tiendas que en circunstancias normales serían indignas de mí me resultan estimulantes. Entré en Duane Reade, Express y un montón de otras tiendas cutres. Aidan me regaló un recuerdo de Boston -una bola de nieve- y dijo:

- Creo que es hora de volver.

Regresamos al coche; acabábamos de salir del aparcamiento cuando sucedió. Antes de que Aidan soltara un extraño e involuntario gruñido, yo ya había reparado en la tensión de su mandíbula.

Miré por la ventanilla, a un lado y a otro, desesperada por ver lo que él estaba viendo. Una mujer caminaba hacia nosotros. Pero avanzábamos deprisa, ya la habíamos dejado atrás y la intuición me gritaba: «Gírate, gírate, rápido».

Volví la cabeza. La mujer se estaba alejando. Llevaba unos vaqueros y tenía (no pude evitar advertirlo) un trasero bastante ancho. En ese momento hubiera debido enorgullecerme de que Aidan fuera la clase de hombre que no discriminaba a las chicas culonas, pero mi atención estaba puesta en otras cosas. La mujer era bastante alta y el pelo, moreno y liso, le llegaba hasta los hombros. Llevaba un bolso bonito, yo misma lo había visto en Zara. De hecho, había estado a punto de comprármelo, pero ya tenía uno muy parecido. Seguí mirándola hasta que dobló hacia el aparcamiento.

Me volví de nuevo y me hundí en el asiento.

- Era Janie, ¿verdad?

Si me mentía en ese momento, no habría futuro para nosotros.

Aidan asintió con cierta gravedad.

- Sí, era Janie.

- Qué coincidencia.

- Sí.

De nuevo en casa de los Maddox, tomando un café antes de partir hacia el aeropuerto, reparé en unos voluminosos álbumes de fotos que había en la librería. De repente imaginé que los álbumes salían disparados de los estantes, sus páginas se abrían y las fotos echaban a volar, llenando la estancia como una bandada de pájaros. Cientos de fotos pasaban frente a mí, enredándose en mi pelo, mostrando incontables vivencias de Aidan y Janie: Aidan y Janie en el baile del instituto; Aidan y Janie el día de su graduación; Aidan y Janie en Cape Cod; Aidan y Janie en la cena del treinta cumpleaños de Aidan; Aidan y Janie en la fiesta sorpresa que él organizó por el ascenso de Janie; Aidan y Janie en la reunión de antiguos alumnos; Aidan y Janie ganando un trofeo en un campeonato de bolos; Aidan y Janie de vacaciones en Jamaica, cocinando almejas en Cape Cod, en la fiesta de despedida antes de que Aidan se marchara a Nueva York, pintando de rosa la casa de Bar Harbour.

Durante el vuelo de regreso a casa estuvimos muy callados. La visita había sido un terrible error, un riesgo que merecía la pena correr pero que no había funcionado. Aidan era un gran tipo en muchos aspectos pero arrastraba demasiado equipaje y demasiados asuntos no resueltos. Su lugar estaba en Boston, con Janie, y pensé que, pasara lo que pasara, él siempre regresaría a ella y ella siempre le recibiría con los brazos abiertos. Tenían demasiada historia, demasiado en común.

Aidan estaba macilento de la tensión y en el taxi me estrujó la mano con tanta fuerza que los dedos me dolieron. Estaba buscando la forma de decirme que lo nuestro había terminado, pero no era necesario, yo ya lo sabía.

El taxi se detuvo frente a mi casa. Besé a Aidan en la mejilla y dije:

- Cuídate.

Cuando bajaba del coche, Aidan dijo:

- ¿Anna?

- ¿Qué?

- ¿Quieres casarte conmigo?

Lo miré durante largo, largo rato. Entonces dije:

- Contrólate -y cerré la puerta con un fuerte golpe.

¿Hay alguien ahí fuera?
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