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Cómo conocí a Aidan
Dos agostos atrás, Candy Grrrl estaba preparando el lanzamiento de una nueva línea de cremas faciales llamada Future Face (la crema de ojos se llamaba Future Eye, la crema de labios Future Lip y así sucesivamente…). Siempre en busca de nuevas e innovadoras formas de cautivar a las directoras de las secciones de belleza de las revistas, en mitad de la noche tuve un momento de inspiración y decidí comprar a cada directora un «futuro», que tendría relación con el tema «futurista» de la campaña. El «futuro» obvio era un horóscopo personalizado, pero eso ya se había hecho para See Yourself In Ten Years, nuestro sérum que desafiaba el paso del tiempo. Además, la historia había tenido un mal final porque a la directora adjunta de la sección de belleza de Britta le dijeron que en menos de un mes perdería su trabajo y su perro huiría. (Aunque el perro se quedó, lo del trabajo se cumplió: la mujer cambió radicalmente su trayectoria profesional y ahora trabaja en la recepción del Plaza.)
En lugar de eso, decidí comprar eso que los expertos en inversión llaman «futuros». Cuanto sabía del tema era lo que me habían contado de gente que ganaba millones de dólares con ellos, trabajando en Wall Street. Sin embargo, ningún analista de futuros de Wall Street estaba dispuesto a concederme una cita. No lo habría conseguido aunque les hubiera ofrecido mil dólares por cada segundo de su tiempo. Probé con varios y todos me contestaron con evasivas. Empecé a lamentar haber iniciado este asunto, pero había cometido el error de comentárselo a Lauryn, que había aprobado la idea, así que me vi obligada a recorrer bancos cada vez más pequeños. Finalmente encontré a un corredor de bolsa en un banco alejado del centro que aceptó recibirme, pero solo porque había enviado a Nita, su ayudante, un montón de productos gratuitos con la promesa de otra remesa si me conseguía una cita.
Así que fui allí, aprovechando la rara oportunidad de librarme de todos los complementos estrambóticos que solía llevar. Me explico. Todos los publicistas de McArthur deben adoptar la personalidad de la marca que representan. Por ejemplo, las chicas que trabajaban para EarthSource llevaban tejidos toscos y naturales, mientras que el equipo de Bergdorf Baby eran clones de Carolyn Bessett Kennedy, tan lánguidas y refinadas que parecían de otra especie. Dado que el perfil de Candy Grrrl era salvaje, alocado y algo estrambótico, tenía que vestirme en consonancia, pero enseguida me harté. El estilo estrambótico puede ser divertido para las jovencitas, pero yo tenía treinta y un años y estaba hasta la coronilla de mezclar rosas con naranjas.
Encantada con la oportunidad de vestir sobriamente, liberé mi cabello de los estúpidos pasadores y demás accesorios y me puse un traje de chaqueta azul marino (confieso que salpicado de estrellas plateadas, pero era lo más conservador que tenía). Estaba en la decimoctava planta buscando el despacho del señor Roger Coaster, pasando junto a gente de aspecto serio y eficiente, lamentando no poder ir a mi trabajo con trajes de corte austero, cuando doblé una esquina y ocurrieron varias cosas a la vez.
Apareció un hombre, y chocamos con tal vehemencia que mi bolso cayó al suelo y toda clase de objetos bochornosos rodaron por él (incluidas las gafas falsas que llevaba para parecer inteligente y el portamonedas que decía «El cambio viene de dentro»).
Los dos nos agachamos rápidamente para recoger las cosas, alcanzamos al mismo tiempo las gafas y nuestras cabezas chocaron con un sonoro crujido. Ambos exclamamos «¡Lo siento!» y él hizo ademán de frotar mi dolorida cabeza, pero derramó su café hirviendo en el dorso de mi mano. No podía gritar porque estaba en un lugar público, así que ahuyenté el dolor sacudiendo vigorosamente la mano. Mientras me maravillaba de que el café no hubiera causado más daños, ambos nos dimos cuenta de que mi blusa blanca parecía un cuadro de Jackson Pollock.
- ¿Sabe una cosa? -dijo el hombre-. Si ensayáramos un poco, nos quedaría un número buenísimo.
Nos levantamos y a pesar de que me había quemado la mano y había echado a perder mi blusa, me gustó su aspecto.
- ¿Puedo? -Señaló mi mano pero no la tocó. Las demandas por acoso sexual están tan a la orden del día en Nueva York que hay hombres que hasta se niegan a entrar en un ascensor con una mujer sola por miedo a que esta les acuse de haber intentado agacharse para verle las bragas.
- Por favor.
Estiré la mano. Dejando a un lado las marcas rojas causadas por la escaldadura, era una mano de la que estaba orgullosa. Pocas veces la había visto tan bonita. Llevaba tiempo hidratándola con Candy Grrrl Hands Up, nuestra crema de manos superhidratante, me habían arreglado y pintado mis uñas acrílicas con Candy Wrapper (plateado) y acababa de depilarme, acontecimiento que siempre hace que me sienta contenta y despreocupada. Tengo unos brazos bastante velludos y -Dios sabe que no me resulta fácil hablar de esto- algunos pelos me llegan hasta el dorso de la mano. El caso es que si no los vigilo parecen pies de hobbit. (¿Alguien más tiene ese problema? ¿Soy la única?)
En Nueva York, depilarse es tan necesario para la supervivencia como respirar, y solo eres realmente aceptada entre la gente fina si estás prácticamente calva. Puedes tener pelo en la cabeza, pestañas y dos cejas delgadas como astillas, pero eso es todo. El resto tiene que desaparecer. Incluido el vello de la nariz, al que todavía no había tenido el coraje de enfrentarme. Pero si quería prosperar en el mundo de la cosmética, tarde o temprano tendría que hacerlo.
- Lo siento mucho -dijo el hombre.
- Es solo una herida superficial -contesté-. No se disculpe, nadie ha tenido la culpa. Solo ha sido un lamentable accidente. Olvídelo.
- Pero la he quemado. ¿Podrá volver a tocar el violín?
Entonces me fijé en su frente; daba la impresión de que un huevo estaba intentando atravesar su piel.
- Oh, Dios, tiene un chichón.
- ¿En serio?
Se retiró el pelo, castaño claro, que le caía sobre la frente. Una diminuta cicatriz plateada dividía su ceja derecha en dos. Reparé en ella porque yo también la tengo. Se frotó el chichón con suavidad.
- Uy -dije, protestando en su nombre-. Uno de los mejores cerebros de nuestro tiempo.
- A punto de hacer un descubrimiento importantísimo, perdido para siempre. -Tenía acento bostoniano. Reparó en mi identificación-. ¿Está aquí de visita? ¿Quiere que le indique dónde está el cuarto de baño?
- Estoy bien.
- ¿Y la blusa?
- Haré ver que es una nueva tendencia. Estoy bien, en serio.
- ¿De verdad? ¿Me lo promete?
Se lo prometí, me preguntó si estaba segura, volví a prometérselo, le pregunté si estaba bien, dijo que sí y, seguidamente, él se marchó con lo que quedaba de su café y yo me dirigí al despacho del señor Coaster sintiéndome algo abatida.
Traté de hacer que Nita le explicara al señor Coaster por qué mi blusa estaba manchada de café, pero no mostró el menor interés.
- ¿La ha traído? La base de…
- Cookie Dough -dijimos al unísono. Había una lista de espera de un mes para conseguir la base de Cookie Dough.
- Sí, está dentro. Y hay muchas otras cosas.
Nita se apresuró a abrir la caja de Candy Grrrl mientras yo la miraba. Al cabo de un rato levantó la vista y se dio cuenta de que seguía allí.
- Vale, pase -dijo con irritación, señalando una puerta.
Llamé y entré con mi blusa manchada en el despacho del señor Coaster. El señor Coaster, un tipo bajo, era el típico engatusador con un instinto comercial nato. En cuanto me presenté, me obsequió con una sonrisa exageradamente radiante y dijo:
- ¡Hey, creo que oigo cierto acento!
- Hum. -Lancé una mirada severa a la foto de él y de otra gente que solo podían ser su esposa y sus dos hijos.
- ¿Británico? ¿Irlandés?
- Irlandés. -Lancé a la foto otra mirada intencionada y él la giró ligeramente, de modo que ya no pudiera verla.
- Ahora, señor Coaster, hablemos de esos futuros.
- Ahora, señorr Coasterr, hablemoss de esos futuross. ¡Me encanta! ¡Siga hablando!
- Ja, ja, ja -reí educadamente mientras pensaba, «Gilipollas».
Tardé un rato en conseguir que me tomara en serio, tras lo cual solo necesité unos minutos para descubrir que los «futuros» eran un concepto, y que no podía salir por la puerta con un puñado de bellos futuros, llevarlos a mi oficina, guardarlos en cajas hechas a mano de Kate's Paperie y enviarlos a diez de las directoras de belleza más poderosas de la ciudad.
Tendría que pensar en otra idea brillante. Sin embargo, no estaba todo lo decepcionada que era de esperar, porque estaba pensando en el tipo con el que había chocado. Había habido algo. Y no me refería únicamente a la coincidencia de nuestras cicatrices. Pero una vez que saliera de ese edificio era muy probable que ya no volviera a verle. A menos que hiciera algo para evitarlo. El que no pide no recibe. (E incluso así no siempre funciona.)
Primero tendría que dar con él, y el banco era enorme. Pero en el caso de que diera con él, ¿qué debía hacer? ¿Sumergir un dedo en su café y chuparlo provocativamente? Descarté rápidamente esa posibilidad. A) la alta temperatura del café podría derretir la uña acrílica, haciendo que se desprendiera y echara a nadar por la taza como una aleta de tiburón. B) Era una guarrada.
El señor Coaster se estaba explayando y yo asentía y sonreía, pero mi mente estaba en otra parte, luchando contra la indecisión.
Entonces, como si alguien hubiera encendido un interruptor, se me ocurrió un plan. De repente lo vi claro: sería directa y franca con el señor Coaster y solicitaría su ayuda. Sí, era poco profesional. Impropio. Incluso, fuera de lugar. Pero, ¿qué podía perder?
- Señor Coaster -le interrumpí cortésmente-, cuando venía hacia aquí choqué con un caballero y como resultado de ello se le cayó el café. Antes de irme me gustaría disculparme con él. No me dijo su nombre pero puedo describírselo. -Hablaba deprisa-. Es alto, o por lo menos eso me pareció, aunque yo soy tan baja que todo el mundo me parece alto. Incluso usted.
Mierda.
La expresión del señor Coaster se volvió dura como una piedra. Pero yo continué, tenía que hacerlo. ¿Cómo podía describir a mi hombre misterioso?
- Es un poco pálido, pero no como si estuviera enfermo. Ahora tiene el pelo castaño claro, pero es evidente que de niño era rubio. Y los ojos, creo que los tiene verdes…
El señor Coaster conservaba su expresión pétrea. No tenía nada que envidiar a las estatuas de la Isla de Pascua. Entonces me interrumpió.
- Me temo que no puedo ayudarla.
Y con una velocidad pasmosa me encontré fuera de su despacho al tiempo que la puerta se cerraba firmemente a mi espalda.
Nita se estaba mirando en una polvera. Tenía pinta de haber probado hasta el último producto, como una niña que se vuelve loca con la caja de pinturas de su madre.
- Nita, necesito su ayuda.
- Anna, estoy locamente enamorada de este brillo de…
- Estoy buscando a un hombre.
- Bienvenida a Nueva York. -No se molestó en levantar la vista del espejo-. Citas de ocho minutos. Como las citas rápidas, pero más lentas. Te dan ocho minutos en lugar de tres. Es genial. La última vez tuve cuatro encuentros.
- No cualquier hombre. Trabaja aquí. Es bastante alto y… y… -no podía andarme con rodeos, tenía que decirlo- y, hum, muy guapo. Tiene una diminuta cicatriz en la ceja y acento de Boston.
Eso despertó su interés. Levantó la cabeza de golpe.
- ¿Igualito que Denis Leary, pero más joven?
- ¡Sííí!
- Aidan Maddox. En informática, al final de la planta. Gire a la izquierda, otra vez a la izquierda y luego dos veces a la derecha. Allí tiene su cubículo.
- Gracias. Otra cosa, ¿está casado?
- ¿Aidan Maddox? Dios mío, no. -Soltó una risita que decía, «y probablemente nunca llegue a estarlo».
Di con él y me detuve frente a su cubículo con la mirada clavada en su espalda, deseando que se diera la vuelta.
- Hola -dije afablemente.
Se volvió bruscamente, como si le hubiera asustado.
- Ah, hola -dijo-, es usted. ¿Qué tal la mano?
Se la tendí para que la viera.
- He telefoneado a mi abogado y la demanda ya está en marcha. Oye, ¿te gustaría quedar algún día para tomar una copa?
Por su cara parecía que le hubiera arrollado un tren.
- ¿Me estás pidiendo que quedemos para tomar una copa?
- Sí -respondí con firmeza-, eso estoy haciendo.
Después de una pausa, repuso con voz perpleja:
- Pero ¿y si no acepto?
- ¿Qué tendría de malo? Ya me has achicharrado con el café.
Me miró con una expresión parecida a la desesperación; el silencio se alargaba demasiado. Mi seguridad estalló con un fuerte bang y de repente estaba deseando largarme.
- ¿Tienes una tarjeta? -me preguntó.
- ¡Claro! -Sabía reconocer un rechazo cuando lo oía.
Busqué en mi cartera y le tendí un rectángulo de color rosa neón con el «Candy Grrrl» escrito con letras rojas, seguidas, en caracteres más pequeños, de «Anna Walsh, relaciones públicas superstar». En el ángulo superior derecho aparecía el célebre dibujo de la chica guiñando un ojo y exhibiendo los dientes en un «Grrr». Nos quedamos mirándola. De repente la vi con sus ojos.
- Muy bonita -dijo. Una vez más, parecía desconcertado.
- Sí, consigue transmitir una sensación de seriedad -dije-. En fin, sayonara.
Era la primera vez en mi vida que decía «Sayonara».
- Sí, claro, sayonara -contestó él, todavía perplejo.
Y me fui.
En fin, unas veces se gana y otras se pierde. Además, yo prefería a los italianos y a los judíos. Los morenos y bajos eran más de mi estilo.
Pero esa noche me desperté a las tres y cuarto de la madrugada pensando en Aidan. Creía de veras que habíamos conectado.
Pero yo ya había tenido otros intensos, y al final insustanciales, encuentros en Nueva York. Como el hombre del metro que empezó a hablarme del libro que yo estaba leyendo. (Paulo Coelho, al que no acababa de entender.) Estuvimos charlando hasta Riverdale, le conté toda clase de cosas sobre mí, como mi interés adolescente por el misticismo del que ahora me avergonzaba tanto y él me habló de su trabajo de limpiador nocturno y de las dos mujeres de su vida, entre las que no se veía capaz de elegir.
Luego estaba la chica que conocí en Shakespeare in the Park. A las dos nos estaban dando plantón, así que durante la espera nos pusimos a charlar y ella me lo contó todo sobre sus dos gatos birmanos, los cuales le habían ayudado tanto con su depresión que había conseguido reducir la dosis de Cipramil de 40 miligramos a 10.
Así son las cosas en Nueva York: te conoces, te lo cuentas absolutamente todo, conectas de verdad y no vuelves a verte. Es estupendo. Casi siempre.
Pero yo no quería que mi encuentro con Aidan quedara ahí; durante los días siguientes estuve pendiente de todas mis llamadas telefónicas y correos electrónicos, pero nada.