24
- Anna, ¿dónde estás? -Era Rachel.
- En el trabajo.
- ¡Son las ocho y diez del viernes! Es tu primera semana. Deberías tomártelo con calma.
- Lo sé, pero tengo un montón de trabajo y estoy tardando siglos en terminarlo.
Pasarme la mitad de la noche viendo El coche fantástico en lugar de durmiendo no había sido una buen idea. Llevaba todo el día arrastrándome, sintiéndome torpe y cansada. Lauryn me cargaba de trabajo, Franklin me perseguía para que me cortara el pelo y, por si eso fuera poco, un grupo de chicas de EarthSource pensaba que yo era una alcohólica.
Una de ellas -¿Koo? ¿Aroon?, algún nombre con sabor a tierra en cualquier caso- se acercó hasta mi mesa el viernes por la mañana para invitarme a una reunión a la hora de comer -o sea, a una reunión de alcohólicos anónimos- con otras «rehabilitadas de McArthur».
El alma se me cayó hasta las suelas de mis relucientes zapatillas con plataforma. ¡Qué fastidio!
- Gracias -conseguí farfullar-, eres muy amable… -Quería pronunciar su nombre, pero no estaba segura de cuál era, así que tuvo que conformarse con un multiusos «eee…»-. Pero no soy alcohólica.
- ¿Todavía te resistes a aceptarlo? -Triste meneo de su cabeza de cabello lacio con raya en medio-. Para ganar hay que rendirse, Anna, para ganar hay que rendirse.
- De acuerdo. -Era más fácil aceptar.
- Funcionará si haces que funcione, así que haz que funcione; te lo mereces. Si quieres beber es asunto tuyo, pero si quieres dejar de beber es asunto nuestro.
- Gracias, eres encantadora. -«Y ahora, por favor, lárgate antes de que a Lauryn se le ocurra acercarse».
- Algunos Hombres de Verdad me han telefoneado para jugar al Scrabble -dijo Rachel-. Podría ser una manera suave de empezar a relacionarte de nuevo con la gente. ¿Crees que podrías afrontarlo?
¿Podía? No quería estar sola, pero tampoco quería estar con gente. Por paradójico que parezca, tenía sentido: simplemente quería estar con Aidan.
Jamás en mi vida había recibido tantas invitaciones como en los cuatro días que habían transcurrido desde mi regreso a Nueva York. Todo el mundo se estaba portando de maravilla, pero por el momento solo había estado disponible para Jacqui y Rachel (y Luke, que iba incluido en el lote). Había muchas personas a las que todavía debía responder: Leon y Dana; Ornesto, nuestro vecino «alegre» de arriba; la madre de Aidan. En fin, todo a su tiempo…
Apagué el ordenador y en la calle Cincuenta y Ocho tomé un taxi. Cada vez me era más fácil subirme a uno. Por el camino llamé a Jacqui y la invité a la reunión.
- ¿Scrabble con Hombres de Verdad? Preferiría prenderme fuego, pero gracias por contar conmigo.
Excepto Luke, a Jacqui le traían sin cuidado los Hombres de Verdad.
Luke me abrió la puerta. Aunque ahora llevaba su pelo rockero mucho más corto que cuando conoció a Rachel, seguía usando pantalones demasiado ceñidos. Mis ojos, inexorablemente, se dirigían siempre hacia su entrepierna. No podía controlarlo. Un poco como lo que le ocurría a la gente conmigo, que había empezado a hablarle a mi cicatriz en lugar de a mí.
- Entra -invitó Luke a mi cicatriz-. Rachel está en la ducha.
- Bien -dije a su entrepierna.
El apartamento de Rachel y Luke, situado en el East Village, era de alquiler. Era enorme para Nueva York, lo que significaba que si te colocabas en medio de la sala de estar, no podías tocar las paredes. Llevaban en él mucho tiempo, casi cinco años, era muy cómodo y acogedor y estaba lleno de objetos significativos: colchas y cojines de patchwork bordadas por los drogadictos a los que Rachel había ayudado, conchas que Luke trajo de la merienda celebrada para festejar el cuarto año limpio de Rachel, etcétera. Las lámparas proyectaban una luz tenue y el aire olía a las flores recién cortadas que había en un cuenco en la mesita del café.
- ¿Cerveza, vino, agua? -preguntó Luke.
- Agua -dije a su entrepierna. Temía que si empezaba a beber no pudiera parar.
Sonó el timbre.
- Es Joey -dijo Luke. Joey era su mejor amigo-. ¿Seguro que estarás cómoda en su presencia?
Traté de dirigirme a la cara de Luke, en serio, pero mis ojos bajaron por su pecho y se detuvieron en su paquete.
- Seguro.
Segundos después entró Joey, cerró la puerta tras de sí con una complicada rotación del pie, cogió una silla, la giró, la atrajo hacia sí y se sentó en ella, de cara al respaldo, todo ello sin desgarrarse los vaqueros ni estrujarse las partes. Puro garbo.
- Hola, Anna. Oye, siento lo de… en fin… es duro. -He ahí una persona que nunca me provocaría un empacho de amabilidad. Justo lo que necesitaba.
Se quedó un largo rato observando descaradamente mi cicatriz; luego sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos, le propinó un golpecito y un cigarrillo dio un salto mortal y aterrizó en su boca. Arrastró una cerilla por la pared de ladrillo rojo y justo cuando se disponía a prender el cigarrillo, la voz incorpórea de Rachel, procedente de otra habitación, dijo:
- Joey, apágala.
Joey se detuvo en seco. A través del cigarrillo que sostenía en la boca farfulló:
- Pensaba que no estaba.
- Pues ya ves que sí estoy. Apágala, Joey. Ya.
- Mierda -protestó Joey, agitando la cerilla en el momento en que esta empezaba a achicharrarle los dedos. Devolvió pausadamente el cigarrillo al paquete y puso cara de fastidio.
Sin embargo, esa cara no tenía nada que ver con que Rachel no le dejara fumar. Joey siempre se comportaba así.
Era el eterno insatisfecho. Mucha gente, después de conocerle, comentaba con repentina agresividad:
- ¿Qué coño le pasaba a ese tal Joey?
Podía ser activa y gratuitamente detestable. Por ejemplo, si alguien se hacía un corte de pelo rompedor y la gente lo elogiaba, era probable que Joey comentara:
- Denúncialos. Podrías ganar millones.
Otras veces no abría la boca. Si estaba sentado con un grupo de personas, las observaba a todas con los ojos entornados y una expresión sombría, mientras algo -¿un músculo? ¿una vena?- daba botes en su mandíbula. Como consecuencia de ello, muchas mujeres lo encontraban interesante. Yo me daba cuenta de que habían pasado de considerarlo un cabrón amargado a sentirse atraídas por él cuando decían:
- No me había dado cuenta hasta ahora, pero Joey tiene un aire a Jon Bon Jovi, ¿no crees?
Que yo supiera, Joey nunca había tenido una relación larga pero se había acostado con miles de mujeres, entre ellas alguna de mi familia. Mi hermana Helen, por ejemplo, como parte de su programa de «pillar y soltar». Dijo: «No es malo en la cama», lo cual era un gran cumplido.
Rachel decía que Joey tenía «un problema con su rabia». Otras personas, que no entendían de problemas con la rabia, decían: «A ese Joey no le iría mal aprender modales».
Al rato aparecieron el gordito Gaz y Shake, el campeón de guitarra imaginaria. Hicieron lo posible por no mirarme la cicatriz. Lo conseguían fijando la mirada en algún punto situado a unos cincuenta centímetros por encima de mi cabeza cuando me hablaban. Pero eran buena gente. Gaz, un encanto con barriga cervecera y pelo ralo -no muy listo, pero no importaba-, me estrujó con fuerza contra su mullida panza.
- Qué chungo, tía.
- Sí -convino Shake, agitando su espesa melena, de la que estaba justificadamente orgulloso y a la que debía su apodo-. Una mierda. -Y también me abrazó sin llegar a mirarme.
Mantuve el tipo. Tenía que hacerlo. Ahora que había vuelto, tarde o temprano tendría que ver a todos mis conocidos y los primeros encuentros serían de ese estilo.
- Por cierto, tía, gracias por la espuma de pelo de Candy Grrrl -dijo Shake-. Es una pasada. ¡Menudo volumen!
- Te fue bien, ¿eh? -Se la había regalado unos meses atrás. Shake se había obsesionado con dar a su pelo el máximo volumen posible para la final de guitarra imaginaria.
- Y no digamos el spray, tía. Lo deja duro como una piedra.
- Me alegro. Cuando necesites más, dímelo.
- Gracias.
Rachel salió del cuarto de baño envuelta en una nube húmeda de lavanda. Sonrió dulcemente a Joey al pasar por su lado. Él la miró con expresión ceñuda. Mientras los muchachos se entregaban al Scrabble y a la cerveza, nosotras nos acurrucamos en el sofá, en un rincón tenuemente iluminado, y Rachel me dio un masaje en mi mano buena.
Estaba empezando a adormecerme cuando sonó el timbre. Para mi sorpresa, era Jacqui. Irrumpió en la sala radiante y habladora; le habían quitado el oro de los dientes, alguien le había regalado algo de Louis Vuitton y se dirigía a un pase privado.
- Hola -saludó a los Hombres de Verdad-. No puedo quedarme mucho tiempo, pero como el pase privado es a dos manzanas de aquí, se me ocurrió pasar a saludar y ver cómo va el Scrabble.
- Qué honor -farfulló Joey. Estaba haciéndose algo en los dientes con una cerilla.
Jacqui puso los ojos en blanco.
- Joey, iluminas cada habitación de la que te vas. -Se acercó a Rachel y a mí-. ¿Por qué es tan antipático?
- No se gusta demasiado -contestó Rachel.
- No lo culpo -dijo Jacqui.
- Y proyecta ese disgusto hacia el exterior -prosiguió Rachel.
- No lo entiendo. ¿Por qué no puede comportarse como una persona normal? En fin, que se joda. Siento haber venido. Buenas noches -dijo a la mesa-. A todos menos a Joey.
Se marchó y el Scrabble arrancó de nuevo, pero media hora después se apoderó de mí un miedo extraño; de repente no podía seguir en compañía de esa gente.
- Creo que me voy -dije, procurando ocultar mi apremio.
Luke y Rachel me miraron con inquietud.
- Bajaré y te ayudaré a subir a un taxi -dijo Rachel.
- No, no estás vestida. Yo bajaré -dijo Luke.
- No es necesario, estoy bien. -Miré hacia la puerta con anhelo. Si no me marchaba pronto, estallaría.
- ¿Seguro?
- Seguro.
- ¿Qué haces mañana? -preguntó Rachel.
- Saldré de compras con Jacqui por la tarde -dije apresuradamente.
- ¿Te apetecería ir al cine por la noche?
- ¡Eso! -exclamó Luke-. En el Angelica dan una nueva versión digitalizada de Con la muerte en los talones.
- Vale, vale -acepté, respirando trabajosamente-. Hasta mañana.
- Adiós.
- Adiós.
Abrí la puerta y me sentí liberada. Mi pulso perdió velocidad, mi respiración se calmó. Me detuve en la acera y noté cómo el pánico cedía, pero volvió a dispararse cuando pensé: «Dios, ¿tan mal estoy que no puedo estar ni con mi propia hermana? Y ahora tengo que regresar a mi apartamento vacío».
Vaya palo. No podía estar con gente pero no quería estar sola. De repente, mi visión se amplió y me encontré en medio del espacio, observando el mundo. Podía ver a millones y millones de personas, cada una dirigiendo su vida. Luego pude verme a mí. Había perdido mi lugar en el universo. Se habían cerrado las puertas y me habían dejado fuera.
Estaba más perdida de lo que creía que podía estar un ser humano.
Regresé a la acera. ¿Qué iba a ser de mí?
Eché a andar. Renqueando, seguí una ruta tortuosa, pero finalmente llegué a mi edificio; no tenía ningún otro lugar adonde ir. Me hallaba frente al portal, perdiendo unos segundos más mientras buscaba las llaves en el bolso, cuando alguien gritó:
- ¡Espera, corazón!
Era Ornesto, nuestro vecino de arriba, que se acercaba por la acera luciendo un traje rojo chillón. Mierda.
Me dio alcance y dijo en tono acusador:
- Te he estado llamando. Te he dejado ocho millones de mensajes.
- Lo sé Ornesto, y te pido perdón, pero es que me siento un poco rara…
- ¡Uau, mira esa cara! Caray, corazón, es terrible.
Prácticamente deslizó su nariz por mi cicatriz, como si estuviera esnifando una raya de coca, luego me atrajo hacia sí y me dio un doloroso abrazo. Por fortuna, Ornesto estaba obsesionado consigo mismo y no tardó en dirigir su atención nuevamente hacia su persona.
- He venido un segundo y enseguida me marcho en busca de… -Hizo una pausa para gritar-: ¡Tíos buenos! Ven y charla conmigo mientras me acicalo.
- Vale.
En el apartamento estilo tailandés de Ornesto, justo al lado de un buda dorado, había una foto clavada en la pared con un cuchillo de cocina. Mostraba la cara de un hombre riendo; el cuchillo atravesaba su boca.
Ornesto vio que me había quedado mirándola.
- Oh, Dios, te lo perdiste. Se llama Bradley. Pensaba que era un tío auténtico, pero no vas a creer lo que me hizo.
Ornesto tenía muy mala suerte con los hombres. Siempre le engañaban o le robaban sus mejores cacerolas, las de fondo grueso, o volvían con sus esposas. ¿Qué había sucedido esta vez?
- Me pegó.
- ¿En serio?
- ¿No te has fijado en mi ojo morado?
Me lo mostró con orgullo. Solo podía verse un ligero tono morado junto a la ceja, pero él estaba tan contento con su ojo que exclamé:
- ¡Es horrible!
- Pero la buena noticia es que me he apuntado a clases de canto. Mi terapeuta dice que necesito una válvula de escape creativa. -Ornesto, asombrosamente, era enfermero veterinario-. Mi profesor dice que tengo un don especial, que nunca ha visto a nadie aprender tan deprisa a respirar.
- Genial -dije distraídamente. No tenía sentido fingir excesivo interés; Ornesto se apasionaba fácilmente. La semana siguiente seguro que se peleaba con su profesor y abandonaba el canto.
Miré en derredor. Percibía un olor particular… Entonces advertí que llegaba de la mesa. Un gran ramo de flores. Azucenas.
- Tienes azucenas -dije.
- Ajá. Estoy tratando de mimarme. Hay demasiados tíos ahí afuera dispuestos a maltratarme. Si no me cuido yo quién va a hacerlo.
- ¿Cuándo las compraste?
Ornesto se detuvo a pensarlo.
- Ayer. ¿Ocurre algo?
- No. -Pero me estaba preguntando si eran las azucenas de Ornesto las que había olido la noche anterior. Puede que el olor se hubiera colado en mi cocina por el respiradero. ¿Era eso lo que había ocurrido? ¿No había tenido nada que ver con Aidan?