8

Cómo Aidan y yo nos encontramos por segunda vez

Un hombre de pecho fornido posó su brazo ajamonado en mi hombro, agitó delante de mi cara una bolsita de plástico con polvos blancos y dijo:

- Oye, Morticia, ¿quieres coca?

Me liberé de su abrazo y, cortésmente, respondí:

- No, gracias.

- Vamos -repuso él, alzando bastante la voz-, es una fiesta.

Busqué la puerta con la mirada. Era una fiesta espantosa. Se suponía que si pillabas un loft de lujo con vistas al Hudson, le añadías un equipo de música profesional, un montón de bebida y cantidad de gente, tenías garantizada una juerga inolvidable.

Pero había algo que no funcionaba. Y le eché la culpa a Kent, el tipo que daba la fiesta. Kent era un banquero de constitución atlética y el loft estaba abarrotado de clones suyos. El problema de esos tipos era que no necesitaban nada para aumentar su autoestima. Ya eran insoportables al natural, sin añadir cocaína.

Todos estaban congestionados y algo desesperados, como si divertirse fuera de vital importancia.

- Soy Drew Holmes. -El hombre agitó nuevamente la bolsita de coca-. Pruébala, es genial, te encantará.

Era el tercer tío que me ofrecía coca y aquello tenía su gracia, la verdad; parecía que acabaran de descubrir las drogas.

- Los ochenta nunca morirán -dije-. No, gracias.

- Demasiado desenfrenado para ti, ¿eh?

- Exacto, demasiado desenfrenado.

Busqué a Jacqui con la mirada, pues ella tenía la culpa de todo: trabajaba con el hermano de Kent. Pero solo vi un montón de bustos parlantes con las pupilas como platos y chicas tambaleantes bebiendo vodka directamente de la botella. Más tarde me enteré de que Kent había hecho correr la voz de que quería que la gente trajera chicas que estuvieran a seis meses de iniciar su desintoxicación, chicas que estuvieran quemando sus últimos cartuchos de promiscuidad.

Pero antes de saber eso ya me había dado cuenta de que era un capullo.

- Háblame de ti, Morticia. -Drew Holmes seguía a mi lado-. ¿A qué te dedicas?

No me molesté en disimular un suspiro. ¡Ya estamos otra vez! Esta fiesta estaba llena de malditos comunicadores, pero ya había descrito mi trabajo a otros dos tipos -a petición suya, debo añadir- y ninguno había escuchado una palabra, solo esperaban a que yo cerrara el pico para poder soltar su monólogo sobre lo geniales que eran. Ciertamente, la cocaína mata el arte de la conversación.

- Pruebo zapatos ortopédicos.

- ¡Caray! -Profunda inspiración antes de que el tipo se lanzara-. Yo soy bla en un banco, bla, bla… mucho dinero… Y yo, yo mismo, fabuloso yo, bla, ascenso, bla, prima, trabajodurojuegoduro, yo, mis cosas, mi apartamento caro, mi coche caro, mis vacaciones caras, mis esquís caros, yo, yo, yo, yo…

Entonces un canapé -creo que era una minihamburguesa, aunque pasó muy deprisa- rozó su cabeza, y sus ojos, desorbitados por la rabia, buscaron al autor; en ese momento aproveché para huir.

Decidí marcharme. ¿Para qué había venido después de todo? En fin, ¿para qué va una mujer a la fiesta de alguien a quien no conoce? Para conocer hombres, naturalmente. Curiosamente -ignoro cuál era la posición de los astros-, durante las dos últimas semanas había sido asediada por los hombres. En mi vida había experimentado nada igual.

Jacqui y yo habíamos acudido a las citas de ocho minutos de las que Nita, del despacho de Roger Coaster, me había hablado y conecté con tres hombres: un arquitecto guapo e interesante, un panadero pelirrojo de Queens que no era guapo pero era muy simpático y un camarero muy mono que decía cosas como «imponente» y «brutal». Cada uno de ellos solicitó quedar conmigo y yo acepté las tres citas.

Pero antes de que empieces a pensar: a) que soy una zorra a la que le mola montárselo con tres a la vez (y en realidad son cuatro, porque todavía no te he hablado de la cita a ciegas que Teenie me había organizado) o b) que la cosa no podía funcionar, que acabaría sola, deja que te explique las normas de las citas en Nueva York, sobre todo lo de la exclusividad/no exclusividad. Yo concertaba citas sin exclusividad, una situación totalmente aceptable.

En Irlanda la gente se mete poco a poco en una relación. Empiezas quedando para tomar un par de copas, otra noche vas al cine, por ejemplo, un día os encontráis en una fiesta que da un amigo común y, en un momento dado os vais a la cama, probablemente esa misma noche. (La ley de Murphy, la mujer con lo peorcito de su ropa interior, etc.) Todo sucede de manera muy informal y natural, y la mayor parte del despegue inicial depende de los encuentros fortuitos. Pero aunque no habláis de exclusividad o no exclusividad, él es decididamente tu novio. Por tanto, si descubrieras que el hombre con el que has compartido, durante los últimos meses, vídeos y noches frente a la chimenea está cenando con una mujer que: a) no eres tú o b) ni un familiar, estarías en tu derecho de arrojarle encima una copa de vino y decirle a la otra que «todito para ella». También resulta adecuado en ese momento doblar el dedo meñique y dejar ir: «Para lo que tiene que ofrecer».

Pero en Nueva York no funciona así. Aquí piensas: «Mira, uno de los hombres con los que he estado saliendo sin exclusividad está cenando con una mujer con la que también está saliendo sin exclusividad. ¡Qué civilizados!». Nadie le echa encima el vino a nadie y hasta podrías unirte a ellos para tomar una copa. (No, borra eso, no creo que puedas. Quizá en teoría sí, pero no en la realidad, sobre todo si él te gusta.)

Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. Durante esa época de no exclusividad puedes echarte al ruedo y acostarte con un hombre distinto cada noche sin que nadie te llame golfa.

Eso no significa que deba poner un dedo encima a los críos con cuerpo de hombre de esta fiesta, por muy complaciente que sea el sistema. Me abrí paso a codazos por el abarrotado salón. ¿Dónde demonios estaba Jacqui? El pánico se apoderó de mí cuando me cortó el paso otro machote bajito con nombre escocés. Me tiró del vestido y dijo de mala manera:

- ¿Qué llevas puesto?

Llevaba un vestido cruzado negro de punto y botas negras hasta la rodilla, atuendo que me parecía del todo apropiado para una fiesta. Seguidamente, me preguntó:

- ¿Eres pariente de la familia Addams?

Curiosamente, nunca me habían dicho que me pareciera a Morticia. ¿Por qué, por qué? Además, a ver si me soltaba de una vez el vestido. Era elástico pero ya tenía sus añitos y temía que pudiera perder para siempre su capacidad de volver a su lugar.

- Y dime, chica gótica, ¿a qué te dedicas cuando no haces de chica gótica?

Dudaba entre decirle que era educadora de elefantes o la inventora de las comillas, cuando otra voz dijo:

- ¿No me digas que conoces a Anna Walsh?

- ¿Qué has dicho? -preguntó el machote.

Eso, ¿qué has dicho? Me di la vuelta. Era Él. El tipo que me había echado el café encima, el tipo al que le había propuesto tomar una copa y me había rechazado. Llevaba una gorra de lana y una cazadora con capucha y había traído consigo la fría noche, refrescando el aire.

- Sí, Anna Walsh. Es… -me miró y se encogió de hombros con gesto inquisitivo-. ¿Maga?

- Ayudante de mago -le corregí-. Pasé todos mis exámenes de magia pero la ropa de la ayudante es mucho más bonita.

- Guay -dijo el machote, pero yo no le estaba mirando a él, sino a Aidan Maddox, que se había quedado con mi nombre a pesar de que habían transcurrido siete semanas desde nuestro primer encuentro. Estaba exactamente igual a como lo recordaba. El apretado gorro resaltaba sus facciones, sobre todo los pómulos y el contorno anguloso de la mandíbula, y en sus ojos había un brillo que no había visto la primera vez.

- Desaparece… -dijo Aidan-, pero luego, como por arte de magia, vuelve a aparecer.

Aidan tenía mi teléfono pero no me había llamado y ahora me estaba abordando con una de las frases más cursis que había oído en mucho tiempo. Lo miré con interrogadora frialdad: ¿A qué estaba jugando?

Su rostro no revelaba nada pero seguí mirándole. Y él a mí. Después de lo que me pareció una eternidad, alguien preguntó:

- ¿Adónde vas?

- ¿Qué?

Ese alguien era el machote. Me sorprendió verlo todavía allí.

- ¿Cuándo?

- Cuando desapareces por arte de magia. -Me guiñó un ojo.

- ¡Oh, estoy fuera, fumando un cigarrillo!

Me volví hacia Aidan y cuando nuestras miradas se encontraron, un chispazo recorrió mi cuerpo.

- Guay -dijo el machote-. ¿Y cuando te cortan en dos, cómo funciona?

- Piernas falsas -contestó Aidan sin apenas mover los labios. Sus ojos seguían clavados en mi cara.

Vi que la sonrisa del machote se desvanecía.

- ¿Os conocéis?

Aidan y yo nos volvimos un instante hacia el tipo antes de volver a mirarnos. ¿Nos conocíamos?

- Sí.

Aunque no me hubiera dado cuenta de que algo estaba pasando entre Aidan y yo, la forma en que el machote reaccionó fue toda una señal. El tipo retrocedió a pesar de que estaba claro que, por lo general, era muy competitivo.

- Pasadlo bien, chicos -dijo, algo alicaído.

Aidan y yo nos quedamos solos.

- ¿Te gusta la fiesta? -preguntó.

- No -contesté-, es horrible.

- Lo sé. -Aidan recorrió la estancia con la mirada a una altura diferente de la mía-. Es realmente horrible.

Justo entonces, un hombre moreno y bajo, la clase de hombre que era mi tipo antes de conocer a Aidan, se interpuso entre nosotros y preguntó:

- ¿Dónde te habías metido, tío? Te has largado sin decir nada.

Aidan puso cara de: «¿Van a dejarnos solos de un vez?». Luego sonrió y dijo:

- Anna, te presento a Leon, mi mejor amigo. Leon trabaja con Kent, el chico del cumpleaños. Y ella es Dana, su esposa.

Dana era treinta centímetros más alta que Leon, con piernas largas, pecho generoso, melena espesa y brillante de múltiples tonos y piel resplandeciente y bronceada.

- Hola -dijo.

- Hola -dije yo.

Leon me preguntó con nerviosismo:

- Esta fiesta es un bodrio, ¿no crees?

- Hum…

- Estás con los buenos -dijo Aidan-, di lo que piensas.

- Vale. Es un superbodrio.

- ¡Jesús! -Dana suspiró y se abanicó el pecho con una mano-. Mezclémonos -dijo a Leon-. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos. Disculpadnos.

- Avisa cuando ya no puedas más -dijo Leon a Aidan, y volvimos a quedarnos solos.

Fueron aquellos dos hombres corriendo entre risitas hasta el cuarto de baño con sus bolsitas de plástico, como dos colegialas, o fueron las pobres chicas a-seis-meses-de-su-desintoxicación cogiendo con la mano el pollo a la crema y untándoselo en el pecho lo que instó a Aidan a preguntarme:

- Anna, ¿nos largamos de aquí?

¿Nos largamos de aquí? Lo miré, molesta por su atrevimiento. Todo eso de la espontaneidad, de follemos-aquí-mismo está bien cuando tienes diecinueve años, pero yo tenía treinta y uno. Yo no me «largaba de aquí» con desconocidos.

- Voy a decirle a Jacqui que me voy -dije.

La encontré en la cocina enseñando a un montón de gente cómo preparar un auténtico Manhattan y le dije que me marchaba. Antes de irme, no obstante, tenía que recuperar mi abrigo de debajo de una pareja jadeante que estaba montándoselo en el dormitorio de Kent. A la mujer solo alcanzaba a verle las piernas y los zapatos; uno de ellos llevaba un chicle pegado en la suela.

- ¿Cuál es tu abrigo? -me preguntó Aidan-. ¿Este? Perdona, colega, pero necesito sacar esto…

Tiró y el abrigó se movió un centímetro, luego otro, y con un tirón final se liberó del todo y nos dirigimos rápidamente hacia la puerta. Impacientes por huir, no pudimos esperar el ascensor y, haciendo gala de una energía mayor de la que normalmente tendríamos, bajamos corriendo varios tramos de escalera y salimos corriendo a la calle.

Estábamos a principios de octubre, los días aún eran cálidos pero por las noches refrescaba. Aidan me ayudó con mi abrigo, un guardapolvo de terciopelo negro azulado con un paisaje urbano pintado en plata. (Lo conseguí gratis. Durante una breve temporada, McArthur llevó la publicidad de un diseñador llamado Fabrice amp; Vivien. Durante aquella relación idílica, antes de que nos dejaran porque no estaban contentos con nuestro trabajo, repartían trapos con desenfreno. Franklin, la persona que había conseguido el contrato, se los quedaba todos, pero como era hombre -aunque «alegre»- no podía usarlos, así que me los daba a mí. Lauryn todavía habla de ello con resentimiento.)

- Me gusta tu estilo. -Aidan se alejó para observarme mejor-. Sí.

A mí también me gustaba el suyo. Con el gorro y la cazadora y las botas parecía un Currante Chic. Pero no tenía ninguna intención de decírselo. Y menos mal que Jacqui no estaba allí para oír a Aidan, porque hacer observaciones acerca de mi ropa era, decididamente, una actitud de Acariciador Meloso. (Detalles sobre los Acariciadores Melosos más adelante.)

- Solo quiero aclarar una cosa -dije con cierta insolencia-. Yo no desaparecí, simplemente me marché porque no querías tomar una copa conmigo, ¿recuerdas?

- Sí quería. Lo quise desde el instante en que chocaste con mi cabeza, pero no estaba seguro de que pudiera tenerte.

- Perdona, pero fuiste tú quien chocó conmigo. ¿Seguro en qué sentido?

- En todos.

Me quedé igual. Mejor dejarlo ahí. Al menos por el momento.

Dos manzanas más abajo encontramos un pequeño bar en un sótano con paredes rojas y una mesa de billar. Nuestras rodillas quedaron rodeadas de hielo seco. El camarero nos contó que estaban recreando los gloriosos días en que aún se podía fumar, y yo, obedeciendo a una petición de Aidan, se lo conté todo sobre mi vida de ayudante de mago.

- Nos llaman Los Maravillosos Marvo y Gizelda. Gizelda es mi nombre artístico y tenemos mucho éxito en el Medio Oeste. Yo confecciono mis propios trajes; seiscientas lentejuelas por vestido, y las coso todas a mano. Mientras lo hago me sumerjo en un estado de meditación. Marvo, en realidad, es mi padre, y su verdadero nombre es Frank. Ahora háblame de ti.

- No. Hazlo tú.

Me detuve a reflexionar.

- Muy bien. Eres el hijo de un déspota de Europa del Este que ha sido derrocado tras robar millones a su pueblo. -Sonreí con cierta crueldad-. El dinero está escondido y los dos lo estáis buscando. -Aidan parecía inquietarse a medida que su identidad empeoraba. Entonces me apiadé de él y le redimí-. Pero la razón por la que queréis encontrar el dinero es para devolvérselo a vuestro pueblo.

- Gracias. ¿Algo más?

- Tienes una buena relación con tu primera esposa, una tenista italiana. Y estrella del porno -añadí-. De hecho, tú eras un excelente tenista y habrías llegado a profesional de no haber sido por una lesión en el codo.

- Hablando de lesiones, ¿cómo tienes la mano?

- Bien. Y me alegra comprobar que te has recuperado del coma en el que te dejé. ¿Algún efecto secundario?

- Es evidente que no. A juzgar por cómo me está yendo esta noche, estoy más agudo que nunca.

Volví a oír ese acento de Boston. Lo encontraba irresistiblemente sexy.

- Vuelve a decirlo.

- ¿El qué?

- Agudo.

- ¿Agudo?

- Sí.

Se encogió de hombros, dispuesto a darme ese gusto.

- Agudo.

Un arrebato de deseo, parecido al hambre pero más fuerte, se apoderó de mí.

Más valía que me dominara.

- ¿Una partida de billar? -propuse.

- ¿Sabes jugar?

- Sé jugar.

Doble sentido y un cruce intencionado de miradas que generó una descarga en mis zonas bajas. Después de veinte minutos introduciendo bolas en unas redes que me hacían pensar en testículos, gané.

- Eres buena -dijo Aidan.

- Me has dejado ganar. -Le clavé el taco de mi palo en el estómago-. No vuelvas a hacerlo.

Abrió la boca para protestar y empujé el taco un poco más. Músculos abdominales duros. Nos miramos unos segundos y devolvimos los tacos al estante en silencio.

A las cuatro de la mañana, cuando el bar cerró, Aidan se ofreció a acompañarme a casa andando, pero estaba demasiado lejos. A unas cuarenta manzanas.

- Esto no es Kansas, Toto -dije.

- Vale, tomaremos un taxi y te dejaré en tu casa.

En el asiento de atrás, mientras oíamos cómo el taxista gritaba en ruso por su móvil, Aidan y yo permanecimos callados. Le miré de refilón. Las luces y las sombras de la ciudad avanzaban por su rostro, impidiéndome ver su expresión. Me pregunté qué pasaría ahora. De una cosa estaba segura: después del último chasco no tenía intención de darle más tarjetas o proponerle salir.

El taxista se detuvo frente a mi destartalada portería.

- Vivo aquí.

Un poco de intimidad nos habría ido bien para enfrentarnos a la violenta conversación del ¿y ahora qué?, pero teníamos que quedarnos dentro del taxi porque si nos apeábamos sin pagar el taxista podía matarnos.

- Oye… supongo que estarás viendo a otros hombres -dijo Aidan.

- Supones bien.

- ¿Podrías incluirme en tu lista?

Lo medité.

- Podría.

Yo no le pregunté si estaba viendo a otras mujeres, no era asunto mío (o por lo menos, es lo que tienes que decir). Pero por la forma en que Leon y Dana me habían tratado -con amabilidad pero con un claro desinterés, como si Aidan les hubiera presentado a montones de chicas a lo largo de los años-, no me cabía duda de que así era.

- ¿Me das tu número de teléfono? -me preguntó.

- Ya te lo di una vez -contesté, y bajé del taxi.

Si realmente deseaba verme, sabría cómo encontrarme.

¿Hay alguien ahí fuera?
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